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Mi entrada en Madrid
El Madrid pintoresco
Así se enamoran los toreros de los toreros… y así se enamoran las mujeres de los toreros
Contadas por el gran periodista y escritor sevillano Chaves Nogales
Lo menos que cabe decir de Manuel Chaves Nogales es que fue un gran profesional del periodismo, al que venía destinado por tradición familiar. Su padre, Manuel Chaves Rey, fue un distinguido periodista local al que su colega y sucesor en la dirección de El liberal, don José Laguillo, dedicó uno de sus corrosivos aguafuertes ricos en claroscuros. Los claroscuros vitales y profesionales de Chaves Rey tenían al fin y al cabo una modesta dimensión municipal. Los de su hijo son de muy otra magnitud, ya que le tocó vivir una hora histórica en la que nadie podía situarse au dessus de la mêlée.
haves Nogales se definía a sí mismo como un burgués liberal, y traspuso la frontera así que el Gobierno republicano, que ya ni era republicano ni era Gobierno, huyó a Valencia. Su causa fue la de su jefe político, don Manuel Azaña, a quien entre bromas y veras llegaría a pedirle el Gobierno Civil de Sevilla. Nada de particular tendría que hubiera sido hermano suyo, o sea, «hijo de la Viuda», y el caso es que, frente a los dos totalitarismos de la época, a los que era opuesto por principio, acabó decantándose por el que compartía sus fobias masónicas, que era el comunista. (De la semblanza del escritor hecha por Aquilino Duque).
Mi entrada en Madrid
Toreé de nuevo en Barcelona, y luego en Bilbao, y con una aureola de «fenómeno» que me preocupaba bastante me presenté en Madrid. Iba formando pareja con Posada, y el éxito de las últimas novilladas en que toreamos había levantado en torno nuestro tal polvareda de discusiones, que entre los aficionados de Madrid había cierta expectación por vernos torear. Antes de llegar a la villa y corte subió al tren en el que íbamos el reportero más en boga por entonces, que era El Duende de la Colegiata, quien nos hizo una interviú, que se publicó en el Heraldo, en la que contábamos nuestra vida y milagros. Todo aquello daba un aire de acontecimiento a nuestro debut en Madrid. El Duende, maestro en el arte de llamar la atención, nos llevó de la mano desde la estación al escenario del Teatro Romea, donde estaba bailando Pastora Imperio; nos presentó a ella e hizo que nos retratásemos juntos. Yo no era capaz de advertir el aire de reto antigallista que tenía aquello de ir a retratarse con Pastora, poco tiempo antes separada de Rafael, el Gallo. Estos artilugios de la publicidad y el escándalo eran por entonces cosa incomprensible para mí. El Duende, después de haberme hecho aquel reclamo, que preparó mi entrada en Madrid con todos los honores, me pidió:
—Mañana estaré en una barrera con la Chelito. Usted va a brindarme un toro. ¿No es eso?
Así lo prometí, agradecido.
La corrida debió celebrarse el día 25 de marzo, pero se aplazó hasta el día siguiente por la lluvia, lo que prolongó y exacerbó la expectación que había por juzgar a los
«fenómenos», como nos llamaban. Salí a la plaza con verdaderas ansias de triunfar. Di al primer novillo cinco verónicas que entusiasmaron al público y, al salir de un recorte, me ceñí tanto, que recibí un pitonazo en un muslo. El buen público de Madrid estaba ganado desde el primer momento. Cuando llegó la hora de matar, cogí los trastos y me fui hasta la barrera donde estaba El Duende con la Chelito. Al darse cuenta el público de mi intención de brindar el toro al reportero del Heraldo se armó en la plaza un escándalo formidable. De todas partes salían gritos de «¡No! ¡No!».
Yo advertí en seguida lo que ocurría, pero me hice el desentendido y continué impertérrito hasta colocarme delante del periodista con la montera en la mano. Una verdadera tempestad de gritos y silbidos caía sobre mí. La impopularidad que en aquellos momentos tenía El Duende se volvía contra mi persona, y vi claramente que con aquel brindis concitaba con mi daño al público madrileño. Pero yo había prometido al periodista que le brindaría la muerte del toro y cumplí mi palabra. Cuesta mucho trabajo ponerse en contra de la gente que llena una plaza de toros; pero, ¡qué diablo!, cuando llega la ocasión, hay que hacerlo, aunque sea jugándoselo todo.
El malhumor que produjo mi importuno brindis pasó pronto; tuve suerte; maté al novillo en buena lid, después de haberme dejado romper la taleguilla a fuerza de arrimarme, y a partir de aquel instante, los madrileños fueron tan entusiastas de mi toreo y mi persona como los sevillanos. Aquella noche entraba yo en los cafés de la calle Alcalá y Puerta del Sol, y las gentes, al reconocerme, me aplaudían y vitoreaban. Madrid estaba conquistado.
El Madrid pintoresco
Tuve que abandonar los toros, y decidí quedarme en Madrid para descansar y curarme. Paraba en una pintoresca fonda de la calle de Echegaray, la casa más disparatada del mundo. Los huéspedes eran, por lo general, toreros, novilleritos que empezaban y tenían poco dinero, viejos banderilleros, mozos de estoques, picadores y toda esa humanidad indefinible que se agita alrededor del toreo. El dueño de la fonda era un personaje extraordinario, al que llamábamos el Niño del Chuzo. Había querido ser torero en su juventud, y ya maduro presumía de haber sido contrabandista y hasta bandolero al estilo de los legendarios bandidos generosos de Andalucía. En realidad, era un buen hombre, un poco majareta. Teníamos de mandadero en la fonda a otro tipo extraordinario, don Antonio el Loco, quien, a pesar de su tipo lamentable, sus pies planos y doloridos y su aire de perro traspillado, presumía de tenorio. Tenía la obsesión de creerse irresistible para las mujeres, y nos regocijaba con sus inverosímiles aventuras galantes. Su sistema de conquista era infalible: cuando veía una mujer que le gustaba, la miraba fijamente con sus ojillos vivos hasta que como él decía, «la penetraba bien», y luego chascaba la lengua mimosamente alargando el hocico. Era infalible. Las mujeres no podían resistir aquella terrible insinuación sensual de sus ojos y su hocico y se le entregaban. Nosotros le embromábamos llamándole Don Juan; pero él se engallaba y decía:
—Soy más, mucho más que el Tenorio. Porque Don Juan contaba para sus conquistas con sus doblones y con Brígida, y yo no tengo ni alcahueta ni dinero. ¡Si al menos tuviese yo un bastón y una cadena de reloj!
Porque a don Antonio el Loco lo único que le faltaba para ser definitivamente irresistible era eso: un bastón y una cadena de reloj. Era uno de esos maravillosos tipos que se producen en Madrid, ni loco ni cuerdo, agudo, disparatado y cargado de malicias, producto genuino del ambiente madrileño de entonces. Nos divertíamos mucho con él.
Aquel verano de Madrid, en un segundo piso de la calle de Echegaray, rodeado de aquella humanidad pintoresca y atrabiliaria, contemplando desde el balcón el ajetreo de los tipos castizos aún no desterrados, las chulas esquineras con mantón de picos y pañuelo a la cabeza, los pobres hombres que se paraban a pactar con ellas en el arroyo mismo, los manchegos, clientes de los cafés de camareras, los borrachos de los colmaos andaluces, los señores de hongo que por allí merodeaban vergonzantes, todo aquello que hace veinte años tenía un color y una vida que se han perdido, me sugestionaba y divertía, hasta el punto de encontrarme en la fonda del Niño del Chuzo como si estuviese en el más confortable hotel.
Así se enamoran los toreros de los torero
Descubrí en México algo entonces desconocido para mí: la vida galante. Ocurría que, a veces, me llamaba al teléfono una voz femenina:
—¿Es usted Juan Belmonte, el torero español?
—Yo soy, señorita. ¿En qué puedo servirla?
—Es que… tenía mucha curiosidad por conocerle, ¿sabe?
—¡Allá voy! —bromeaba yo con tono impetuoso. El hilo del teléfono me traía una carcajada que me retozaba en el cuerpo. Luego, una pausa:
—¡Oh! Es imposible. Soy mujer decente; estoy casada —o tengo novio— y me comprometería. Verá usted…
Y nos enzarzábamos en un largo diálogo telefónico, al final del cual, la temerosa desconocida accedía invariablemente a darme una cita con el mayor secreto. Por lo general, eran citas en sitios inverosímiles, porque las mexicanas —al menos las mexicanas que llamaban por teléfono a los toreros españoles— eran muy noveleras. Una me citó a medianoche, junto a las tapias del cementerio francés. Allá fui y allá estaba. Otra, con la que charlaba por teléfono una madrugada, me dijo:
—Venga ahora mismo a tal calle. Deje usted el coche en la esquina y pase despacito por la acera de la derecha. Cuando llegue a una ventana en cuya reja habrá un pañuelo atado, allí estaré yo. ¡No se detenga, por Dios, ni hable una sola palabra, que me pierde usted! Pasa, me ve y se marcha. ¿Me promete hacerlo así?
Lo prometí todo y, en efecto, detrás de una reja voladiza, en la que vi atado un pañuelo, estaba ella. Era guapa de veras. Sólo la vi un segundo. Le di un beso y se escondió. Yo seguí calle arriba. Al llegar a la esquina di media vuelta y volví a pasar. Me devolvió el beso, cerró la ventana y ya no la vi más. Aquellas aventuras galantes con las muchachas noveleras me cogían de nuevas y me entusiasmaban. A todos los toreros españoles nos pasaba lo mismo. Porque no era sólo a mí a quien llamaban por teléfono las muchachitas que se aburrían y querían divertirse. Aquello respondía, por lo visto, a una tradición de galantería, fundada por los compatriotas que nos habían precedido. Los toreros españoles debíamos tener allí buena fama entre las mujeres. Las llamadas femeninas por teléfono llegaron a ser el principal atractivo que México tenía para nosotros. Y mutuamente nos hacíamos sabrosas confidencias sobre nuestras aventuras y nos embromábamos simulando voces de mujer para darnos citas falsas, con la consiguiente decepción del embromado, que luego comentábamos riéndonos las tripas.
Así se enamoran las mujeres de los toreros
Conocí a una muchachita discreta y alegre, hija de familia severa y bien acomodada, y me enamoré de ella. Era una buena chica, muy joven, que me encalabrinó con su aire modoso y sencillo, hasta el punto de que por ella hice bastantes locuras, que, seguramente, no hubiera hecho por ninguna de esas mujeres llamadas fatales que tanto éxito tienen en el cine. Uno conserva, a pesar del amargo y exacto sentido de la vida que le ha hecho tener su origen, una vena sentimental, un hilillo soterrado de linfa romántica, que le hace caer alguna vez en sabrosas y torpes debilidades.
Me enamoré de aquella muchacha de manera lamentable. Tanto, que cuando ella me anunció un día, con lágrimas en los ojos, que tendríamos que separarnos porque sus padres se trasladaban a no sé qué ciudad de los Estados Unidos, huyendo de la revolución, le juré solemnemente no separarme de su vera y seguirla, no ya a los Estados Unidos, al fin del mundo que se marchara. Aquello tenía un aire novelesco y falso, pero yo había tomado tan en serio mi papel de Romeo, que con toda seriedad resolví irme detrás de la muchacha, abandonándolo todo.
Se marchaba ella de México con su familia tres o cuatro días antes de la corrida de mi beneficio, que estaba profusamente anunciada; pero yo decidí irme en el mismo tren, aunque se suspendiera la corrida y se hundiese el firmamento. Mi decisión era catastrófica, no sólo para el empresario, sino para mí mismo. Ocurría que todo el dinero que había ganado en México lo tenía en su poder el empresario, aguardando una ocasión propicia para cambiarlo en dinero español, y, al romper con aquel hombre y ocasionarle un verdadero desastre económico por mi locura amorosa, corría el riesgo de que me hiciese una liquidación de represalia. No vacilé siquiera ante esta consideración. Le puse cuatro letras diciéndole que me marchaba y que arreglase el conflicto como mejor pudiese. Renunciaba a mi beneficio y a todo.
El día que había señalado para el viaje la familia de mi novia, y a la hora de salir el tren, estaba yo en la estación con un maletín en la mano, dispuesto para la fuga. Una fuga amorosa originalísima, puesto que consistía en que la muchacha fuese en un departamento con sus padres y hermanos, muy honestita y tranquila, mientras yo merodeaba por el pasillo del tren, a la caza pueril de una miradita tierna. Por aquellas miraditas había echado a rodar cuanto tenía.
Para los enamorados, como para los borrachos, hay, afortunadamente, una providencia de inagotable bondad. Mi providencia, en aquel caso, fue una partida armada de revolucionarios, de las que frecuentemente se alzaban entonces contra el Gobierno en todo el territorio. A pocas leguas de México, el tren en que nos fugábamos, mi amante con su familia y yo a solas, tuvo que detenerse definitivamente en una estación en la que comunicaron a los viajeros que los rebeldes habían cortado la línea un poco más allá y el tren no podía seguir adelante, por lo que debíamos regresar a la capital o esperar a que la situación cambiase. Volví, pues, a México contra mi voluntad, y por esta circunstancia fortuita se celebró felizmente la corrida de mi beneficio y volví normalmente a España.
Lo curioso es que aquel avasallador enamoramiento se me pasó en seguida, y ni rastro me quedó en la memoria a los pocos meses de aquella insignificante muchachita.
Por la transcripción Julio MERINO
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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