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Llevo años peleándome con la palabra IMPOSIBLE y su versión más popular de «no puede ser». No sé por qué, pero desde muy pequeño cada vez que me han dicho es «imposible» me he sublevado. Tanto que en una ocasión casi me ahogo por demostrar que no hay nada imposible. Sucedió en mi pueblo, un día que  tras una gran tormenta de granizo y lluvia torrencial nuestro río (el pequeño «Carchena» que le dio el triunfo a Cesar en «Munda») se creció de una manera desconocida y peligrosa…pues, cuando fui con los amigos a ver aquel espectáculo cometimos la osadía de desafiarnos a ver quién era capaz de cruzarlo a nado, y ante la «marcha atrás de casi  todos» yo, con la chulería de mis 17 años, no lo dudé, confiado, claro está, en que era uno de los mejores nadadores del pueblo… pero, la corriente llevaba tanta fuerza que me llevó como una pajita y me salvé gracias a que en un recodo del cauce salí disparado medio ahogado, eso si, a la orilla muerta.

                   Sí, es oir la palabra imposible y ya se revuelve mi cuerpo y mi alma. Ya, ya sé, que sí que hay imposibles, pero, yo me resisto y lucho contra los imposibles como si en ello me fuese la vida. No puede ser… ¿y eso? pregunto de inmediato. Porque lo que pides es Imposible. ¿Cómo lo sabéis? ¿lo habéis intentado?… No, pero sabemos que es imposible.

                   Y entonces siempre se me viene a la cabeza la anécdota que se cuenta de Napoleón. Bueno, se cuenta no, lo cuenta André Castelot, su mejor biógrafo.

                  Pues según Castelot cuando Napoleón, ante lo mal que les iba a sus generales y Mariscales en España, por culpa de las guerrillas, se decidió a venir y tomar Madrid en persona… y con un gran ejército (70.000  hombres y 7.000 caballos) cruzó los Pirineos y en tres días se plantó ante Somosierra, que era el único obstaculo que tenía que salvar para entrar en Madrid victorioso.

                 Pero, ahí se le complicaron las cosas, ya que los guerrilleros y algunas unidades del deshecho ejército español se apostaron y ocuparon tan bien los pasos de la Sierra que rechazaron todos los ataques de la vanguardía francesa.    

                 Entonces, con su soberbia de Emperador y amo de Europa, tomó él en persona la dirección de la toma del puerto y mandó a uno de sus batallones preferidos que rompiera las defensas españolas, creyendo la victoria segura.

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               Pero, no había pasado ni una hora cuando volvió el coronel que mandaba el batallón que había mandado para abrir el puerto, herido, lleno de sangre, con el unifome desgarrado y sin poderse sostener apenas sobre el caballo…y cuadrándose ante Napoleón sólo pudo decir:

                     —  Sire  ¡imposible!

              Y sin inmutarse el orgulloso general invencible hasta ese momento, se dirigió al Mariscal Berthier, el Jefe del Estado Mayor de su Ejército, y le ordenó con voz seca:

                        — Mariscal, que fusilen a este hombre.

             Y Berthier, que como todos los generales o mariscales, obedecía sin rechistar,mandó fusilar al pobre coronel.

                          —  Berthier, mande al de Húsares a tomar ese Puerto — dijo el emperador sin mirar siquiera a su hombre de confianza.

                  Y el coronel  jefe de los Húsares se cuadró y aceptó la orden, incluso con orgullo por haber sido elegido por su Dios.

                    Sin embargo, volvió a pasar lo mismo… y sólo había pasado media hora cuando el coronel Francois Sagán, así se llamaba el pobre, bajó de la sierra con una pierna colgando y arrastrándose.

                      — Sire, ¡¡imposible !!  –y sin más cayó del caballo sin conocimiento.

                      —  Mariscal, que fusilen a este hombre.

                 Y sin mirarle siguiera se alejó caracoleando con su caballo (aquel día montaba a «Bijou») y mandó que subiera a tomar el puerto a otro Coronel y a otro batallón…  por desgracia con el mismo resultado y la misma escena y otro hombre fusilado.

                        Pero, cada vez más molesto y lleno de ira, mandó al Coronel Jefe de la Guardia imperial, el valiente Moutón capaz de morir por él (como demostraría años después marchándose con el Emperador al destierro de Elba y siendo ya general)…

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el resultado fue bien distinto. El coronel se cuadró y con el uniforme impecable dijo:

                     —  Sire, el Puerto ya está abierto y el general Morle, que mandaba a los españoles es nuestro prisionero.

                    Fue entonces cuando según el biógrafo Castelot se volvió al Mariscal y le dijo, hasta con cierta ironía:

                      —   Mariscal Berthier, mande a los de la Academia que borren del diccionario francés la palabra IMPOSIBLE.

                  Señores, está claro que yo no soy Napoleón, pero tengo por seguro que me moriré sin aceptar sin más la palabra imposible… y menos eso de NO PUEDE SER.

                  Y luego me refugié en San Agustín y me convenció que  Pablo tenía razón, que la fé mueve montañas y que con voluntad todo se puede conseguir.

                  Hasta México y el Perú.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.