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Mucho se ha hablado, poco se ha leído y menos se ha entendido el pensamiento de Gramsci. Ciertamente, desde su encierro carcelario se atrevió a poner en duda los dogmas marxistas-leninistas; y puso las bases para que las estrategias revolucionarias siguieran operativas en nuestra actual posmodernidad. En sus Cuadernos desde la cárcel encontramos una curiosa reflexión sobre el mal menor: “El concepto de mal menor es uno de los más relativos. Enfrentados a un peligro mayor que el que antes era mayor, hay siempre un mal que es todavía menor, aunque sea mayor que el que antes era menor. Todo mal mayor se hace menor en relación con otro que es aún mayor, y así hasta el infinito”. Es indudable que la permisividad ante el mal menor, nos ha ido abocando a mayores males hasta culminar un proceso político que se nos antoja casi irreversible.
La elaboración teórica de la hegemonía cultural que nos propone Gramsci, proporciona cierta luz sobre los acontecimientos actuales. Para el comunista italiano, la hegemonía cultural, que se asienta sobre la sociedad civil, debe convivir con el Estado (llamada por él sociedad política). Un análisis de la sociedad democrática burguesa -bajo las categorías gramscianas- debe mantener su hegemonía cultural propia de tal modo que el Estado apenas tenga que ejercer una función coercitiva, sino más bien de concesión de ciertos ámbitos de acción social buscando un equilibrio entre coacción y permisión.
En el combate revolucionario, nos propone desde sus escritos, la cultura hegemónica burguesa debe ser desbancada a costa de un proceso de desintegración y hundiéndola en las contradicciones internas, de tal forma que los individuos entren en un proceso de incoherencia vital y constantes incoherencias entre sus formas de entender la realidad y sus propios comportamientos vitales. Una vez se pierde la hegemonía cultural, la clase dirigente se tiene que transformar en clase dominante para mantener su estatus. Pero ello sólo puede tensionar la sociedad llevando a un deseo de cambios y transformaciones contra el poder que se ha transformado en coercitivo y dominante.
Cuando una cultura, y pensamos ahora en la nuestra, se desintegra por sus propias contradicciones, es cuando puede operar la llamada Filosofía de la praxis. Esta consiste, en cuanto método revolucionario marxista, en sustituir una cultura o “idea del mundo que se transforma en una norma de vida” en una nueva cosmovisión integral del mundo que aportará la nueva hegemonía cultural marxista. Será entonces cuando, sin necesidad de una excesiva coerción estatal, se realizará la intervención del nuevo poder revolucionario en cualquiera de sus formas sobre la vida cotidiana de los sujetos.
Como afirma Gramsci, la política no deja de ser la creación de nuevas correlaciones de fuerzas, a través de la susodicha transformación -muchas veces imperceptible- de la hegemonía cultural. Hoy, sin lugar a dudas tenemos una cultura dominante aceptada tanto por partidos de izquierdas como los autoproclamados de derechas. Ambas caras de la misma moneda participan de la misma cosmovisión hegemónica. Y los llamados intelectuales orgánicos, los que deben mantener los instintos volitivos de los ciudadanos bajo esa hegemonía cultural, se reparten por igual entre las filas de las derechas como de las izquierdas.
El pensador italiano, a esta conquista cultural, trinchera a trinchera, de todos los ámbitos políticos, culturales, sociales, artísticos, morales, incluso religiosos, la denominaba la guerra de posiciones. Una vez concluida, se lograría el “conformismo social”, esto es, una forma de encuadramiento de los individuos por parte del Estado para conformar un “hombre colectivo” con una sola voluntad sujeta a la del poder. Pero si, o bien la sociedad se resiste a la hegemonía cultural, o bien el Estado no ha podido transformarse en un sujeto revolucionario totalmente, entonces hay que recurrir a la guerra de movimientos.
Gramsci la define como una estrategia osada de los revolucionarios para tomar el Estado al asalto como otrora hicieron los bolcheviques: empujar el derrocamiento del Zar, derrocar a los izquierdistas que derrocaron al Zar (a Kerensky y compañía) y tomar el poder sin necesidad de someterse al beneplácito de la sociedad. Se nos antoja que Pablo Iglesias ha leído el guion. Durante décadas, los diferentes gobiernos democráticos han ido socavando el suelo que les sujetaba, destruyendo la cosmovisión que sustentaba nuestra sociedad y su artificio político. En el vacío dejado se ha ido cohesionado una nueva hegemonía cultural profundamente revolucionaria que necesita reestructurar el Estado para que se adapte a los fines de la propia revolución. Los ‘podemitas’ sueñan ya con la caída de la monarquía, que arrastraría a los gobiernos socialistas burgueses y así tomar el poder definitivamente.
Gramsci, al imaginar desde la cárcel este tipo de procesos revolucionarios, tuvo en cuenta que una toma del poder de forma demasiado brusca (como pretenden nuestros aprendices de bolcheviques) podría debilitar la hegemonía cultural revolucionaria y encontrarse resistencias inesperadas. Ante ello, al proceso revolucionario sólo le quedaría un remedio: implementar el Estado integral. Para nuestro teórico, el Estado integral sería la forma más cruda de revolución que actuaría por imposición. Lo describe como una suma de tiranía más hegemonía cultural. Pero en este caso, la hegemonía cultural no se lograría por un largo proceso de transformación imperceptible, sino por dominación y coerción, hasta lograr el triunfo definitivo del marxismo. Algo nos dice que tendremos que empezar a releer a Gramsci para saber lo que nos espera.
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