04/12/2024 19:50

A finales del siglo XX en el ámbito político se conjugaron dos hechos de suma importancia: por un lado, el liberalismo allí donde se había implantado había logrado un indudable éxito al elevar considerablemente la calidad de vida de los ciudadanos debido al desarrollo del “estado del bienestar”; por otro lado, el socialcomunismo había cosechado un estrepitoso fracaso debido a que tan solo había traído consigo opresión y miseria como consecuencia de sus políticas totalitarias y colectivistas.

A su vez, el “deconstructivismo posmoderno”, al ser una corriente de pensamiento esencialmente orientada al criticismo del discurso liberal pero sin implicaciones prácticas, no acababa de satisfacer a una izquierda que estaba en estado de shock tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbamiento de la Unión Soviética y la consiguiente pérdida de vigencia de un discurso político estructurado a partir de planteamientos tan periclitados como la “dictadura del proletariado” y la “lucha de clases”.

Por ello, aunque abrazada a los postulados del posmodernismo, la izquierda en su conjunto necesitaba enarbolar un nuevo discurso que tuviera repercusiones no solo teóricas, sino también prácticas, para con ello volver a tener predicamento en una sociedad como la occidental en la que los ciudadanos participaba activamente mediante su voto en las urnas en la estructura de poder.

De esta manera surge lo que Helen Pluckrose y James Lindsay han denominado el “giro posmoderno aplicado” básicamente orientado a fomentar el activismo no solo en el ámbito académico, sino también en el sociopolítico. Esencialmente con el giro posmoderno la izquierda, además de seguir deconstruyendo el discurso liberal, plantea la existencia de “minorías identitarias” marginalizadas y oprimidas, ya sea en el presente o en el pasado, debido fundamentalmente a su raza, sexo u orientación sexual, haciendo con ello referencia a negros, mujeres y homosexuales.

Podría decirse que el “movimiento identitario” comenzó a fraguarse con el ensayo de la feminista afroamericana Kimberlé Crenshaw titulado “Mapping the margins”, en el cual se desarrollaba la “Teoría Crítica de la Raza”, según la cual la raza era un constructo social que se había desarrollado desde el poder para justificar la explotación de los negros por parte de los blancos, mientras que a su vez defendía que la identidad racial era una categoría objetivamente real. El motivo último de tan contradictorio planteamiento reside en que sin esta apreciación dicotómica todo el constructo intelectual de la teoría de la raza se quedaba sin su argumento nuclear, puesto que si las razas eran tan solo fruto de la ingeniería social y no existían per se, resulta harto complicado defender que entidades que no existen entren en confrontación. En cualquier caso, más allá de incongruencias conceptuales, la teoría de la raza defiende que toda persona blanca es inherentemente racista y aquí ya no se trata de errores discursivos, sino que estamos ante un ataque desmesurado a una grupo racial por el mero hecho de tener blanco el color de la piel, lo cual, se mire como se mire, es una forma de racismo como cualquier otra. Es más, a lo largo de la historia hemos visto casos de racismo protagonizado por comunidades negras, como ocurrió en el caso del genocidio tutsi perpetrado por el gobierno hutu en Ruanda entre abril y julio de 1994, razón por la cual es un hecho empíricamente contrastado que el racismo no es patrimonio de los blancos. Aparte de semejantes dislates estructurales, K. Crenshaw desarrolló el concepto de “yo posicional”, según el cual un individuo presenta una identidad que está fundamentalmente determinada por su posición dentro de la dicotomía dominación/opresión, de tal forma que no existe un “yo individual” que se desarrolla a partir de un sustrato genético en función de sus particulares circunstancias vitales, sino que solo existe un “yo posicional” exclusivamente derivado de su pertenencia a un determinado grupo identitario. A partir de la posicionalidad K. Crenshaw estableció un nuevo concepto, al que denominó “interseccionalidad”, para referirse al hecho de que una misma persona puede situarse en un lugar del espectro social donde confluyen dos o más tipos de opresiones -como ser mujer, negra y lesbiana-, consiguiendo con ello una confluencia de grupos identitarios que al estar unidos podrían luchar de forma más eficaz contra la dominación. Este concepto, aunque artificioso y controvertido como más adelante veremos, ha sido espuriamente utilizado por la izquierda posmarxista para propiciar el clima de confrontación social que necesita para hacer valer sus planteamientos.

Por la misma época la filósofa estadounidense Judith Butler, impulsora del movimiento LGTBIQ+, desarrolló en su obra “Gender Trouble” la llamada “Teoría queer”, según la cual no solo el género, sino también el sexo son construcciones sociales, de tal forma que el sexo de una persona es ante todo el auto percibido y aquí es cuando ya solo cabe afirmar que la confusión intelectual y el extravío conceptual se hacen monumentalmente patentes. Obviamente el género, si bien tiene condicionantes biológicos, está en buena medida condicionado por el entorno social, pero en relación al sexo solo cabe decir que diferentes ramas de la ciencia -como la genética, la anatomía, la fisiología e incluso la psicología- han establecido más allá de toda duda razonable que la condición de hombre o mujer está biológicamente determinada, por lo que resulta del todo innecesario extenderse más allá en tan sencilla cuestión. Si parece más importante hacer referencia a la defensa a ultranza por parte del movimiento LGTBIQ+ de un trastorno psicológico como es la transexualidad, esencialmente consistente en la disonancia que una persona tiene entre su sexo biológico y su sexo auto percibido. Pues bien, en primer lugar, la transexualidad trae consigo unas nefastas consecuencias vitales, ya el cambio de sexo condena a la persona a luchar de por vida contra su auténtica naturaleza mediante procedimientos quirúrgicos y tratamientos farmacológicos, por lo que su normalización no es otra cosa que una perversa banalización de un problema que requiere un profundo abordaje psicológico por especialistas en la materia. Pero es que, además, la consideración del sexo como algo auto percibido conlleva el “borramiento de la mujer” y la negación de la batalla feminista por la conquista de derechos y libertades, algo que han denunciado públicamente feministas históricas tan significativas como las filósofas Amelia Valcárcel y Lidia Falcón, ganándose con ello la calificación por parte del colectivo LGTBIQ+ de “feministas radicales transexcluyentes” (TERF). A su vez, J. Butler introdujo el concepto de “performatividad” para referirse al hecho de que son los discursos y las actitudes las que construyen la existencia de géneros y sexos diferenciados dentro de un esquema binario que en puridad no existe, siendo por ello necesario romper la ilusión de la existencia real de género y sexo mediante la modificación del lenguaje, los modelos conductuales tradicionales y la normativa legal vigente. En cualquier caso la Teoría queer encierra en sí misma una contradicción irresoluble, ya que si no existen caracteres físicos ni patrones conductuales que diferencien a ambos sexos cabe decir que esencialmente no existen hombres ni mujeres, razón por la cual es imposible autopercibirse de uno u otro sexo por ser ambos entidades biológicas inexistentes.

Perdida como estaba la izquierda en un mar de dudas más pronto que tarde entendió que el “identitarismo” era una ideología con la suficiente carga de profundidad para dinamitar los valores morales y planteamientos políticos sobre los que se asienta la civilización occidental. De esta forma, la izquierda sustituyó la “lucha de clases” por la “lucha de identidades” y de esta forma alumbrar el llamado “pensamiento woke”. Básicamente el wokismo consiste en un estar despierto frente a las opresiones llevadas a cabo por el poder establecido contra las minorías constituidas por negros, mujeres, homosexuales/transexuales, indígenas, musulmanes y cualquier otra identidad que se nos ocurra, a pesar de que entre ellas hubiera no ya diferencias ideológicas, sino auténticos conflictos de intereses (como, por poner un ejemplo paradigmático, el divergente enfoque de base existente entre los postulados del movimiento feminista y la misoginia propia de la religión musulmana). En consecuencia, para aunar a las diferentes minorías identitarias existentes en la batalla cultural y política era necesario en primer lugar crear un enemigo común y este no fue otro que lo que de manera rimbombante denominaron patriarcado blanco, heteronormativo, capitalista y cristiano. Una vez creado el enemigo resultaba a continuación fundamental recrear un clima de confrontación en el seno de la sociedad para que sirviera de caldo de cultivo de la revolución neomarxista, de tal forma que se dedicaron a magnificar los conflictos existentes entre los diversos colectivos sociales, recurriendo incluso al revisionismo histórico para fomentar la división y el enfrentamiento social, a pesar de que las injusticias pretéritas a las que se hacía referencia hubieran dejado en buena medida de existir. Como fuerza motriz de todo ello se comenzó a adoctrinar en los centros docentes y a propagar en los medios de comunicación lo que de manera eufemística se ha denominado “pensamiento políticamente correcto” (PPC), de tal forma que éste acabó por penetrar en amplios estratos de la población. La hegemonía en el seno de la sociedad del PPC llevó indefectiblemente, dado su dogmatismo cuasi religioso, a la llamada “cultura de la cancelación”, la cual básicamente consiste en la puesta en marcha de campañas de acoso y derribo con la finalidad de condenar al ostracismo social y profesional a toda aquella persona que en centros docentes, medios de comunicación tradicionales o redes sociales vierta comentarios que la izquierda identitaria, convertida en una suerte de “gran hermano censor”, considere inapropiados por ser contrarios a sus postulados, con independencia de que éstos sean verdaderos o falsos.

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Después de todo lo expuesto parece desprenderse que actualmente estamos asistiendo al intento por parte de la izquierda identitaria, en connivencia con las élites globalistas, de implantar un “Nuevo Orden Mundial”, el cual, de hacerse realidad, supondrá la supresión de los derechos y libertades individuales que el liberalismo ha conseguido establecer de forma fraternal e igualitaria en el seno de la civilización occidental tras más de dos siglos de denodados esfuerzos intelectuales y políticos.

Contradicciones en la intersección….exacerbación de los conflictos y creación de un clima de conflictividad social…élites globalistas.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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