21/11/2024 09:21

Desde las llamadas revoluciones liberales (la Revolución inglesa de 1688, la Guerra de Independencia de los Estados Unidos de 1775 y la Revolución Francesa de 1789) se impuso como corriente de pensamiento dominante en Occidente un movimiento sociocultural y político conocido como la Modernidad Ilustrada. En el ámbito sociocultural la modernidad se ha caracterizado por la hegemonía de la razón en detrimento del pensamiento mágico, el método científico como principal fuente de conocimiento de la realidad y en consonancia con ambos planteamientos el ideal de progreso de la humanidad. A su vez, en el ámbito político la modernidad trajo consigo el auge de la democracia liberal en sustitución de los regímenes absolutistas y totalitarios, la separación de poderes como sistema de contrapesos en la estructura de poder del Estado, la consolidación del Estado de Derecho a partir del establecimiento de la igualdad de todos las personas ante la ley y la defensa de los derechos y libertades individuales recogidas en el contrato social suscrito de forma mayoritaria por el conjunto de la sociedad. Todo ello dio lugar a que en los dos últimos siglos los países occidentales hayan conseguido un mayor y más certero conocimiento de la naturaleza en sus distintas formas de expresarse, un desarrollo tecnológico sin precedentes y una indudable mejora de los estándares de calidad de vida.

Paralelamente al éxito del liberalismo se produjo a finales del siglo XX el colapso del comunismo, debido a los estigmas de opresión y miseria que indefectiblemente deja como firma indeleble allí donde triunfa. Así, como consecuencia del fracaso práctico de sus políticas, la izquierda se vio en la obligación de reinventarse mediante una reconfiguración de sus planteamientos originales, sin perder de vista la necesidad que su credo tenía de provocar un estado de intensa conflictividad social para lograr imponerse y alcanzar el poder, particularmente en las sociedades avanzadas que disfrutaban en su conjunto de un considerable grado de bienestar social. Para ello, dejando atrás algunos de los dogmas marxistas, tuvieron a bien abrazar los postulados de una nueva forma de pensamiento, nacida en la década de los sesenta del siglo XX, conocida como posmodernismo.

El posmodernismo, cuyos principales arquitectos son los pensadores franceses Michel Foucault, Jacques Derrida y Jean-François Lyotard, es una corriente filosófica con una concepción esencialmente disruptiva con el constructo modernista, rechazando de plano las bases conceptuales de la civilización occidental, tanto en el ámbito moral como en el ámbito del conocimiento. De hecho, el postmodernismo, desde un relativismo radical, negó la validez del discurso de filósofos y científicos que, en su búsqueda del conocimiento, intentaban desarrollar narrativas globalizantes con aspiraciones de acercamiento a la verdad. En sustitución de estas denominadas “metanarraciones”, el posmodernismo propuso lo que el filósofo italiano Gianni Vattimo denominó “pensamiento débil”, consistente en aceptar la existencia de una pluralidad de relatos, ninguno de ellos más explicativo que el resto, asentados todos ellos en la contingencia y la historicidad y sin ninguna pretensión de razón universal. En este sentido surge ya desde el inicio mismo del planteamiento posmoderno una contradicción de base, ya que, tal y como señaló el filósofo alemán Jürgen Habermas, la propia negación de la posibilidad de alcanzar un conocimiento siquiera aproximado de la realidad es en sí mismo un planteamiento globalizante y, por tanto, un metarrelato que habría que desechar siguiendo las pautas de actuación posmodernas. En cualquier caso, desde su atalaya escéptica el posmodernismo negó la posibilidad de desarrollar estructuras teóricas capaces de dar cuenta de la realidad percibida y de dotar de sentido a la vida del ser humano, defendiendo, en consonancia con ello, que tanto la moral como el conocimiento son tan solo construcciones sociales. En este punto es necesario señalar qué si bien los filósofos y científicos pretenden describir la realidad analizada, no lo hacen con la pretensión de imponer sus conclusiones y establecerlas como verdad definitiva, sino que más bien entienden sus teorías como puentes que aproximan al ser humano a la comprensión íntima de la realidad. De hecho, el filósofo prusiano Immanuel Kant estableció los límites del conocimiento humano al señalar que la intuición, la razón y la experiencia son las fuentes de las que se alimenta el pensamiento para poder describir y explicar los “fenómenos” observados, mientras que la propia estructura cognitiva y perceptiva del ser humano, con sus correspondientes limitaciones, constituye el obstáculo que nos impide acceder directamente a lo que denominó “noúmeno”, esto es, la realidad en sí misma e independiente de nuestra experiencia. Por ello resulta evidente que el argumento kantiano desmonta la supuesta “violencia metafísica” que el posmodernismo achaca a las corrientes filosóficas existentes a lo largo de la historia.

En cualquier caso, como señalan Helen Pluckrose y James Lindsay en su obra “Teorías cínicas”, “según el pensamiento posmoderno el conocimiento, la verdad, el sentido y la moral son construcciones culturales y productos relativos de cada cultura y ninguna de ellas posee las herramientas ni los términos necesarios para evaluar a las demás”. En consecuencia, para el posmodernismo toda explicación acerca de la realidad es un constructo social desarrollado por las élites en el poder para favorecer sus propios intereses. Así, para Foucault el “poder-conocimiento” es un binomio indisociable que produce las narrativas culturales hegemónicas en cada época. Obviamente, en el caso de regímenes totalitarios el poder ejerce una notable influencia en el discurso cultural preponderante en el seno de la sociedad. Sin embargo, desde el advenimiento del liberalismo político, el laicismo y el libre mercado se puede decir que el poder de políticos, religiosos y capitalistas se ha visto mermado por el poder de una opinión pública influida no solo por las élites dirigentes, sino también por intelectuales independientes y científicos rigurosos. De hecho, las monarquías absolutistas y el comunismo totalitario han sido derribados por ideales de libertad e igualdad surgidos en el mundo académico y apoyados por el pueblo llano, mientras el dogmatismo y la superstición se han visto sustituidos por la fuerza de la razón y el método científico.

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A pesar de todo ello, para los posmodernos, con Lyotard a la cabeza, el conocimiento es intrínsecamente político, mientras que la ciencia es tan solo el artificio lingüístico imperante en la actualidad, basándose para establecer tamaña estupidez en el concepto de “juegos del lenguaje” establecido por el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein para referirse a que las palabras al tener diferentes significados tan solo adquieren sentido dentro de cada uno de los diferentes marcos discursivos existentes. Como consecuencia de ello Derrida, negando la posibilidad de correspondencia de verdad entre la teoría y la realidad, planteó la necesidad de “deconstruir los discurso hegemónicos” por estar asentados en los valores y prejuicios ligados a un sistema de poder que siempre es esencialmente opresor. El objetivo final de la deconstrucción posmoderna no es otro que eliminar la legitimidad del discurso propio de la modernidad ilustrada y, al mismo tiempo, difuminar los límites existentes en concepciones binarias como realidad/apariencia, objetivo/subjetivo, bien/mal, justicia/injusticia o natural/artificial, ya que entienden que todo ello es una construcción cultural que tan solo beneficia a las élites en el poder, todo lo cual en última instancia carece de sentido por su vacuidad conceptual y su falta de alternativas estructurales de conocimiento, demostrando con ello su incapacidad de ir más allá de la destrucción de los pilares de la civilización occidental.

En definitiva, su inconsistente discurso, su relativismo moral, sus contradicciones internas y su inutilidad práctica han convertido al posmodernismo en una “teoría de la nada”, que tan solo trae en sus alforjas un nihilismo desgarrador que deja al ser humano flotando en el vacío existencial y por ello abocado a una suerte de hedonismo tan sórdido e insustancial que solo puede conducir a la degeneración o al suicidio. Pues bien, a tan enloquecida teoría se abrazó la izquierda en un desesperado intento de salir del tenebroso rincón del rechazo social en el que había sido encerrada por sus retorcidos planteamientos y sus miserables actuaciones.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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