Existe un tipo de español que manifiesta una continua contradicción política sin darse cuenta: a la vez que se opone enérgicamente al separatismo catalán, es un firme defensor y gran entusiasta de la Unión Europea. Puede que estas dos posturas políticas no parezcan a primera vista contradictorias, en parte porque a fuerza de constatar que hay un gran número de hombres que las combinan, nos hemos convencido de su coherencia. Sin embargo, ninguna cantidad o número tiene el poder de convertir lo incoherente en coherente, y en cuanto se reflexiona un poco sobre las implicaciones de sostener ambas posturas, se aprecia de inmediato que son irreconciliables.
Aunque somos muchos menos quienes nos oponemos al independentismo catalán y a la vez a la Unión Europea, debe observarse que al hacerlo estamos aplicando un mismo principio, el de la unidad y la soberanía de España, a dos amenazas diferentes: por una parte lo aplicamos a una Comunidad Autónoma que quiere diezmar esa unidad desde dentro, y por otra parte a un estamento oligárquico que quiere absorberla desde fuera. Es, por lo tanto, un mismo ideal el que nos lleva a defender la unidad de España de los intentos por desgarrarla interiormente y de los intentos de diluirla en una supranación circundante, pues en ambos casos su integridad corre peligro.
El tipo del que hablo, en cambio, tiene dos principios diferentes para cada caso, dos convicciones que se anulan y se refutan. Por una parte defiende la unidad y la soberanía de España frente al separatismo catalán, y por otra parte ve con buenos ojos que Bruselas usurpe la unidad de España y viole su soberanía; por una parte apela a la integridad de la patria para rechazar el separatismo de una parte de su territorio, y por otra parte apoya que esa patria quede absorbida por un territorio mayor; por una parte nos dice que la decisión sobre la independencia de Cataluña concierne a todos los españoles, y por otra parte respalda que las decisiones más trascendentales sobre España se tomen en los despachos de unos hombres que apenas saben ubicar nuestro país sobre el mapa. Yo no sé lo que debe pasar por la cabeza de un hombre para mantener a un mismo tiempo dos posturas tan contradictorias. Porque repito, no es que un día defienda la unidad y la soberanía de España y al otro día las ataque, sino que en un mismo día, a una misma hora, en un mismo instante ese hombre a la vez las defiende y ataca, las aprueba y repudia, las ama y las odia. Es como un Jano de dos caras, una de las cuales grita enfurecida contra los ladrones, mientras la otra les lanza piropos.
Lo que seguramente no advierte ese tipo de hombre, es que para oponerse a la independencia de Cataluña debe reivindicarse primero la independencia de España. Me temo que algunos, de tanto asociar la independencia exclusivamente a la cuestión catalana, se han olvidado de que la palabra «independencia» tiene también un sentido positivo y legítimo, y que los verdaderos países como España tienen el derecho a preservarla y a ejercerla. De hecho, es en esa independencia legítima donde radica el fundamento para rechazar la independencia ilegítima. Sólo el que reivindica que España es independiente respecto de la Unión Europea puede justificar racionalmente que Cataluña no es independiente respecto de España, pues sólo si España misma es independiente es soberana, y sólo si es soberana tiene derecho a controlar su propio territorio.
No veo, por lo tanto, diferencia esencial alguna entre el español que enarbola la estelada y el que enarbola la bandera de la Unión Europea. Ambos atentan contra la unidad y la soberanía de España, aunque lo hagan por medios diferentes, y por más que el primero lo manifieste abiertamente y el segundo en muchas ocasiones lo ignore. Sus caminos, aunque en apariencia alejados, confluyen en un mismo punto, y es en atención a ese punto común, y no a las diferencias superficiales, por el que deben ser juzgados.
Todo país tiene derecho a gobernarse según su ethos histórico, a preservar su diferencia específica y a defenderse tanto de las rebeliones internas como de las usurpaciones externas que atentan contra su soberanía. O se está de acuerdo con este principio, o no se está de acuerdo. Lo que no puede hacerse, al menos si uno no quiere que lo tomen por loco, es estar a la vez a favor y en contra, según que la amenaza venga desde dentro o desde fuera. En este sentido, un español que se opone al independentismo catalán pero apoya la Unión Europea, es como un tripulante que se opone al motín de unos pocos marineros pero apoya el abordaje de mil piratas. Si realmente quiere salvaguardar la unidad del barco, debería oponerse tanto a la sedición como a la invasión, tanto a los amotinadores como a los piratas. Si sólo se opone a una de estas amenazas, se trata sin duda de un traidor.
Autor
- Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
Dejemos la UE y la OTAN cuanto antes y recuperemos nuestra soberanía aunque lo veo difícil. Da nauseas que en manifestaciones por la UNIDAD aparezca la maldita bandera de la UE.
Ya, eso es lo que tiene usar la palabra «independencia» cuando debería decirse «secesión» y «separatismo». E igual sucede con «nacionalismo», palabra convertida en maldita por el simple hecho de adjudicársela – con toda la intención – a estos separatistas de nuestros pecados, para, a continuación, inventarse una definición perversa y escabrosa del pobre término y, así, extraer otro delicioso mantra o letania para que, en estos tiempos, se bale por doquier entre izquierdas, derechas y medio-pensantes ( categorías no excluyentes ): «Todos los nacionalismos son malos, también el español.» Y todos contentos con la majadería. ¿Hay quien dé más? Ah, sí, el «nazionalismo» ( uauuu, ni Jardiel Poncela con su magín prodigioso ); pero eso ya sería tema para mayores de edad.