24/11/2024 08:15

Navidad

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Los dedos, índice y pulgar de doña Marta, en fraternal coalición, pugnaban por arrebatar una brizna residual de comida a dos muelas que la aprisionaban.

Seis personas daban escolta a una mesa redonda. Sobre el mantel a cuadros, blancos y colorados, una cacerola albergaba, en caliente y marronaceo caldo, las diversas partes de varios pollos, a los que la muerte, había convertido en guiso.

El señor Salustiano, papá de doña Marta, abrazaba con sus desdentados labios un hueso desnudo. Don Nemesio, esposo de doña Marta y yerno del señor Salustiano, escanciaba en un vaso de vidrio grueso, un vino negro y espeso. Javier, hijo pequeño de doña Marta y don Nemesio, trataba de averiguar cuál de todas, en el seno de la cacerola, sería la más gorda de las tajadas. 

Hortensia, tiesa la espalda, bello el rostro, y los ojos claros como el mar inmenso, trataba de masticar un trozo de carne sin separar los labios. Esta operación, le costaba un gran esfuerzo, lo cual no impedía que no perdiera de vista a su novio -a Tiburcio- el cual en silencio, apenas sin probar bocado, contemplaba, sin que nadie se percatara de ello como, lenta y mansamente, un copo de nieve iba, tras el cristal, a reposar sobre el alfeizar de la ventana.

Después de que los dos dedos de doña Marta, hubieron usurpado la brizna de residual comida a las dos derrotadas muelas, con gesto ensombrecido, lanzó al aire una exclamación con aire de lamento: “¡Ay…Señor…con los buenos partidos que mi pobre Hortensia se ha dejado escapar!”. Un rubor se asomó a las mejillas de Tiburcio. Javier imponía rumbo hacia su plato a la más voluminosa de las tajadas. El señor Salustiano movía afirmativamente la cabeza mientras seguía acariciando con sus labios sin dientes un hueso desnudo. Don Nemesio, clavaba sus ojos en el techo, mientras abrevaba el último sorbo de vino negro y espeso que quedaba en el vaso de vidrio grueso.

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Hortensia, tiesa la espalda, bello el rostro y los ojos claros como el mar inmenso, dió un enorme codazo en el costillar de Tiburcio, mientras, tratando de masticar un trozo de carne sin separar los labios susurró: “¡cuánta razón lleva mi madre!”.

Tiburcio, después de una leve contorsión tras el codazo de Hortensia, en silencio, apenas sin probar bocado, contemplaba, sin que nadie se percatara de ello cómo, lenta y mansamente, un copo de nieve iba a reposar, tras el cristal, en el alfeizar de la ventana.

Ya hacía cuatro años que Tiburcio había llegado a la ciudad. Una interinidad en una delegación de la Comunidad Autónoma había sido el motivo de su llegada. Atrás quedaron las tres oposiciones no aprobadas. Atrás aquel frenético y no correspondido amor que apasionó toda su veintena.

Cuando llegó Tiburcio a la ciudad le parecía que todo había quedado atrás. Todo menos aquel gigantesco agujero hueco y vació en el que se le había convertido el alma. Un día encontró a Hortensia a su lado. Pero del agujero hueco y vacío ya no podía brotar energía ni para amar ni para rechazar. Hortensia, ya llevaba dos años junto a Tiburcio. Hortensia, algunas veces, comentaba con sus amigas que Tiburcio estaba preparando la oposición que le llevaría a consolidar la plaza que poseía, tan solo, de forma interina.

Unas botellas y unas bandejas con turrones, mazapanes y algunas frutas escarchadas, salpicaban la mesa huérfana ya de platos y cacerola. Varias migas de mazapán procedentes de los muy flácidos labios del señor Salustiano, fueron a posarse en las solapas de Tiburcio. Javier se distraía tratando de quitar las pipas a una pera escarchada. Don Nemesio de un solo trago, vació una copa de coñac. “¡Que narices- dijo mientras llenaba de nuevo el recipiente- un día es un día!”.

Hortensia dejo resbalar su mano sobre la de Tiburcio mientras, por debajo de la mesa, le daba golpecitos en la pierna con un pie descalzo. Doña Marta conectó el televisor. Tiburcio, en silencio, contemplaba, sin que nadie se percatara de ello como, lenta y mansamente, un copo de nieve iba a reposar tras el cristal, en el alfeizar de la ventana.

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Sólo los lentos pasos de Tiburcio, regresando a la habitación de la pensión en la que vivía desde que llegó a la ciudad, hace ya cuatro años, ponían ritmo a la amorfa sinfonía que entonaba la nieve en la plaza.

Procedente de una ventana llegaban hasta los oídos de Tiburcio unas voces desparramadas que cantaban: “Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad / dame la bota María / que me voy a emborrachar”. El silencio fue devorando la canción según Tiburcio se alejaba.

El contacto con las sábanas heladas forzó a que Tiburcio se arrebujara haciéndose un ovillo. Poco a poco fue entrando en calor. Sus parpados se soldaron. Ya dormido, Tiburcio soñó:

Estaba en un lugar desconocido. Un hombre trataba de atender a una Mujer desfallecida. A poca distancia un Niño movía sus manecitas con desorden. Un buey y una mula parecían, con su aliento, querer dar templanza al habitáculo. La Mujer se fue recuperando. Se inclinó y miró con ternura infinita al Recién Nacido. Tiburcio se aproximó. La Mujer volvió su rostro con Amor. Su mirada se posó en los tímidos ojos de Tiburcio. El agujero vacío y hueco en el que, hace años, se había convertido el alma de Tiburcio se colmó de cálida y amorosa plenitud.

Tiburcio no despertó jamás.

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Juan José García Jiménez
Juan José García Jiménez
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