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Solenoide, ese libro con consistencia de hombre y ese hombre con apariencia de libro, ha estado en la Universidad Complutense de Madrid este miércoles 27 de octubre. Solenoide, digo, Mircea Cartarescu, el nombre que aparece como autor, no es más que un visitante que viene de otro mundo para anunciarnos que la literatura es posible en tiempos de Twitter y de pandemia. Yo quise ir a verle, a encontrar su presencia, como tantos otros estudiantes que abarrotaban el salón de actos, no tanto para escuchar lo que tenía que decir como para asegurarme de que en realidad Cartarescu existe, de que no es Carmen Mola ni tres señores de Murcia parapetados tras pseudónimo; tampoco es Homero y ni siquiera es Elvis Presley redivivo: solo uno de los hombres vivos que más ha hecho por la literatura de nuestro tiempo. Permanecer en su presencia es como estar sometido a la voz del primer contador de historias de la humanidad: palpar ese hilo de Ariadna que nos conecta con un único relato perenne e inmarcesible.
Henry James decía que cada vez que narraba un sueño perdía un lector: esa es, en definitiva, la gran diferencia clásica entre el narrador y el poeta. Solo que el autor de Solenoide pulveriza con su concepción total de la literatura cualquier idea preconcebida. ¿Qué es un poeta? No alguien que escribe versos: según Cartarescu, el 80% —y seguramente se queda corto— de los autores de poesía no son poetas sino algo así como meros sofistas de la palabra escrita. Acumuladores de palabras, fingidores profesionales, hombres huecos que pugnan por aparecer rellenos de méritos universitarios. Un poeta, entonces, es alguien que sabe mirar el mundo con la inocencia de un niño y que mantiene la capacidad de asombro intacta, nos viene a decir el autor de Solenoide durante su animada charla con los estudiantes; una mujer fregando la escalera y charlando o la propia madre del autor son poetas cuando relatan el contenido de sus sueños desde la transparencia ingenua del que jamás ha leído a Cervantes.
Estamos rodeados de poesía, de aquello que no tiene precio y que, por lo tanto, vale más que cualquier otra cosa de este condenado mundo dominado por el mercantilismo. Las etiquetas y las categorías académicas o filosóficas son absurdas cuando se trata de hablar en un lenguaje poético ajeno por completo al empleo usual de las palabras; en realidad, no hay diferencia entre el verso y la prosa, y solo importa la escritura como acto íntimo de expresión descarnada. Es más, Cartarescu asegura recomendar a sus alumnos en Rumanía que prueben a escribir prosa para atravesar la prueba de fuego de la escritura: “Escribiría, nos dice, aunque me quedara solo en el mundo”. Pero inmediatamente añade: “La literatura es un arte diferente a todas las demás porque significa una serie extraordinaria de códigos que ponen a trabajar al lector y le incluyen en el acto creativo del libro. Frente al cine, a la pintura o a la música, la literatura no trabaja con un espectador pasivo. No existe un gran escritor sin un gran lector”.
Mircea Cartarescu quiere transformar a las personas en su relación personal con ellas y quiere transformar a los lectores que se acerquen a su dilatada obra, compuesta por decenas de libros que la editorial Impedimenta va traduciendo al español de la mano de Marian Ochoa de Eribe, que hizo inteligibles las palabras del escritor para el público hispanohablante del citado acto, ejerciendo como intérprete del autor rumano. Para él, “ser persona es amar la vida”, una reflexión que lanza después de haber recordado el dilema ético que marca el ecuador de su novela Solenoide: si dentro de una casa en llamas estuviera un niño y una obra maestra del arte y sólo pudieras salvar a uno de los dos, ¿a quién escogerías? ¿Y si supieras que ese niño un día será Adolf Hitler? Incluso en esa dramática circunstancia, Cartarescu escogería al niño porque un poeta debe escoger siempre la vida, ese es su compromiso ético; su mandato estético.
Durante su conferencia, Cartaescu habló al público de algunos de sus poetas predilectos como Safo, Catulo o Francois Villon. Afirmó que las Elegías de Duino de Rilke son “el mayor monumento poético y filosófico de la literatura alemana”. Defendió a Luis de Góngora y a Jorge Luis Borges como sus dos poetas favoritos en lengua española; para añadir más adelante a Lorca: “en él está toda la poesía contemporánea”. Como respuesta a la pregunta de un alumno, propuso su propia teoría del realismo mágico como elemento importado por autores como Vargas Llosa o García Márquez a Hispanoamérica, sustraído directamente de los surrealistas franceses como André Bretón en el París de postguerra mundial. Como buen posmoderno, además, Cartarescu demuestra que sabe entrelazar y religar la cultura clásica y aristocrática que conforma el canon desde hace siglos con la referencia pop más difundida: habla desinhibido de su labor de traducción de las poesías de Bob Dylan y afirma que todo lo que puede decirse desde la verdad ya quedó sintetizado en un verso de John Lennon: “All you need is love”.
Al ser preguntado por el proceso de creación de su obra maestra, Solenoide, Cartarescu reconoce que nunca sigue un plan a la hora de escribir. En ese libro en concreto, comenzó hablando de sus experiencias como profesor en un instituto pero las apariciones recurrentes de diferentes “visitantes de dormitorio” provenientes de distintas épocas históricas en su duermevela, influyeron decisivamente en la enorme cantidad de elementos oníricos y fantásticos que pueblan su libro. Mientras hablaba de J.D. Salinger, uno de sus escritores favoritos, Cartarescu recordaba como el objeto más importante del mundo es “un gato muerto”; es decir, aquello que, como la propia poesía, es totalmente inútil pero capaz de albergar una belleza inefable. Una auténtica filosofía de vida que, como ocurría con los artistas del surrealismo, no tiene un desarrollo dialéctico-filosófico —a pesar de que la herramienta creativa de Cartarescu sea, naturalmente, el lenguaje— sino imaginativo y visual: es la imagen mágica de la mujer levitando gracias al poder del solenoide que da título a su gran obra. Una realidad extraña que irrumpe, vertical, en el curso habitual de los acontecimientos cotidianos para que, a partir de ese momento, ya nada pueda volver a ser igual.
La novela es el género barroco y neobarroco por excelencia, puesto que nació para dar cuenta de un tiempo que acababa y de otro que estaba empezando; porque en el momento de establecerse, estaba abriendo la puerta a una renovación constante que sigue viva en nuestros días como lo ha estado de forma ininterrumpida durante siglos. Su mayor característica es que aspira a la totalidad, aunque la novela contemporánea esté encerrada, salvo honrosas excepciones, en el narcisismo autorreferencial, en la más pavorosa ausencia de imaginación y en un minimalismo tan reduccionista como abyecto. La ambición de Solenoide es tal que sólo la podemos emparentar con otras obras del pasado: de la Divina Comedia de Dante Alighieri a Los Reconocimientos de William Gaddis. Solenoide es un rayo, una fiebre, un enamoramiento, una enajenación, un extrañamiento, una hipnosis, un delirio, una borrachera, un viaje lisérgico que mezcla géneros, voces e historias; que reformula el saber tradicional de los poetas para un tiempo insólito como el que nos ha tocado en suerte padecer.
Solenoide está compuesto de 51 epígrafes y cuatro partes que funcionan como distintas novelas breves reagrupadas, a la manera de Roberto Bolaño en 2666. El eje vertebrador de la novela es un diario a imitación del de Kafka, la obra literaria favorita del narrador, o del Libro del desasosiego de Pessoa: dos influencias directas sobre la escritura de Cartarescu. Y aunque todo el libro está sembrado de referencias autobiográficas, estamos obligados a hablar del conjunto como una novela a la que, eso sí, podemos poner el epíteto que queramos: novela fantástica, novela filosófica, novela lírica, novela mística, novela poética, novela trascendente, novela total, incluso anti-novela; pero intentar sintetizar el libro en unas pocas palabras es un mal sueño académico que carece de propósito o de sentido. Lo mismo podemos decir de su contenido: no hay nada que contar, salvo la propia vida tediosa y solitaria captada sobre un fondo gris y plomizo; la dilatación del detalle nimio en el que nadie fija la mirada: nadie hoy sabe leer porque nadie quiere aburrirse en el silencio de una soledad profunda con descripciones y digresiones tan fascinantes como gratuitas. Sin embargo, eso es precisamente lo que diferencia la literatura del capítulo perfectamente diseñado que encontramos en una serie de Netflix.
Si una obra literaria es un entramado textual complejo, un conjunto lingüístico articulado como estilo propio e inimitable, Cartarescu se sitúa a la vanguardia de los autores de prosa de nuestro tiempo. La intimidad que demuestra su uso intransferible de las palabras es el umbral que nos permite acceder a un mundo de introspección que, contra la autoficción tristemente imperante, nos devuelve al exterior con la capacidad de asombrarnos como los niños que una vez fuimos y que jamás debimos dejar de ser. Porque el conjunto que supone Solenoide entraña la búsqueda de un mundo desaparecido, la búsqueda de un tiempo perdido, la encarnación de un absoluto inasible e irrenunciable. Al igual que ocurre con los protagonistas de Kafka o de Saramago, el personaje principal de Solenoide se encuentra hastiado a consecuencia de una vida mediocre y burocrática; despojada por entero de toda trascendencia y sumida de lleno en un vórtice de mundanidad y vacío que componen la experiencia diaria de la alienación.
La posmodernidad es un movimiento principalmente anglosajón al que la narrativa europea siempre se ha sumado de manera muy comedida. Escritores como Milan Kundera o el propio Cartarescu —ambos comparten un mismo interés metafísico enmarcado dentro de sociedades típicamente contra-ontológicas en su concepción del hombre tanto en los años soviéticos como en el posterior ingreso dentro del capitalismo— suponen importantes jalones dentro de ese necesario proceso de búsqueda. Lo más mundano, escatológico y desagradable —las descripciones constantes de distintos tipos de insectos— se da la mano con lo más sagrado de nuestra realidad —la belleza absoluta encarnada, por ejemplo, en la figura de la mujer amada— en la obra de Cartarescu; demostrando, así, que como en la imagen de un Cristo sufriente concluyen lo grotesco —la sangre que brota de unas llagas abiertas— y lo sublime—el resplandor fugaz de un dios que muere por sus hijos—. Esa fricción inseparable entre opuestos acaba desembocando en un grito de “socorro” que ocupa más de diez páginas: la inevitable respuesta humana a la caída del Paraíso y al posterior silencio divino.
Solenoide convierte la geografía de una ciudad, Bucarest, en un espacio compuesto principalmente de tiempo y conservado como crisol para que el lector pueda habitar en él todo el tiempo que quiera. Vida vivida por el autor, traicionada por el recuerdo y trascendida después con forma de literatura por su presencia, negro sobre blanco, sobre el papel: testigo de todo aquello que merece ser salvado del olvido. El paisaje y el paisanaje de la novela son descritos de forma profusa al punto de que el propio narrador se pierde hasta desaparecer entre las páginas del libro, aunque sea a través de su voz como nos sentimos guiados por un mundo que ya solo existe dentro de la cabeza de su autor. Solenoide es un viaje cuyo fin es quedar instalado en la cabeza del autor: desde la primera frase hasta la última página del libro, el lector se siente transportado a un mundo personalísimo donde el yo que una vez se llamó Cartarescu pasa a ser el yo del lector que viaja a bordo del libro.
La cadencia poética de las frases se enfrenta al transcurrir de las horas durante la experiencia lectora y la realidad del mundo se diluye entre las páginas de un libro que, una vez terminado, pasa a formar parte del lector sin posibilidad de retorno. En realidad, Solenoide no es una lectura, sino una experiencia incomparable de temor y temblor humanos que parece dar testimonio de aquello que Alfred Kubin llamaba, con acierto, “el otro lado”. Porque la experiencia lectora de este clásico de la literatura viene acompañada en todo momento por un mundo plagado de sensaciones: olores, sabores, melodías y visiones que, a pesar de ser tan personales, acaban resultando tan vívidas como el más real de nuestros recuerdos secretos.
Al igual que ocurre con Richard Powers, autor de El clamor de los bosques, Mircea Cartarescu nos demuestra a cada página que, contra lo que suele pensarse, un narrador también puede ser un místico, y que quizás la narrativa sea precisamente el último hogar del místico cuando se trata de hablar de amor en un tiempo a punto de devenir posthumano: “¿Por qué nos gustan las mujeres? Porque tienen pechos redondos, con pezones que se yerguen por debajo de la blusa cuando tienen frío, porque tienen un trasero grande y rollizo, porque tienen caras de rasgos dulces como las de los niños, porque tienen labios decorosos y lenguas que no te repugnan. Porque no huelen a transpiración o a tabaco barato y no les suda el labio superior. Porque se dibujan y se pintan la cara con la atención concentrada de un artista inspirado. Porque tienen la obsesión de la delgadez de Giacometti. Porque descienden de las niñas. Porque se pintan las uñas de los pies. Porque son extraordinarias lectoras para las que se escribe tres cuartas partes de la poesía y de la prosa del mundo. Porque las enloquece Angie de los Rolling. Porque las enloquece Cohen. Porque sostienen una guerra total e inexplicable contra las cucarachas. Porque incluso la más dura business woman lleva bragas de florecillas y encajes enternecedores. Porque te dicen te quiero justo cuando menos te quieren, como una especie de compensación. Porque no se masturban”.
Gracias a Solenoide, los lectores del siglo XXI podemos decir que estamos un poco más cerca del misterio de la vida y del enigma que se esconde detrás de toda gran creación. Como el eje vacío que compone un ojo sin pupila orientado hacia el mundo interior, quizás no haya nada tras el último velo de nuestra realidad, pero la grandeza de la literatura reside en que nos permite imaginar con garantías que a pesar de ello algo así como el sentido de la vida es posible. La lectura de Solenoide es extraña, febril, insomne y puramente nocturna; su escritura es un milagro, y por eso hay que ver a Cartarescu en la Universidad Complutense de Madrid para creer que es real, que un acontecimiento artístico de primer orden como ese se ha podido dar de verdad justo cuando parecía que solo podíamos vivir de las ruinas artísticas del pasado. Dicen que algún año de estos, cuando el jurado sueco del Nobel se canse de premiar a novelistas irrelevantes de países minúsculos, le concederán el más grande de todos los premios literarios al autor de Solenoide. Yo espero que no lo hagan: tampoco Kafka, Sábato, Borges, Nabokov, Proust, Kundera, Pynchon, Rilke o Pessoa, entre otros, lo recibieron. Cartarescu es un escritor genial, muy original y superdotado que rezuma literatura por cada poro de su piel y al que todas las glorias terrenales imaginables se le quedan pequeñas. Ningún gran autor escribe por dinero, por fama o por prestigio, sino para mejor vengarse de la vida, del dolor y de la muerte; de la injusticia cósmica que supone toda forma de existencia consciente: con cada lector de Solenoide vivirá, al fin y al cabo, un testimonio del mundo perdido que Cartarescu ha sabido volver inmortal llevándolo al panteón de los clásicos universales.
Salman Rushdie, uno de los escasos autores contemporáneos capaz de medirse con Cartarescu en su grandeza literaria, escribe en su libro Joseph Anton lo siguiente: “Eso era lo que la literatura sabía, lo que siempre había sabido. La literatura intentaba abrir el universo, aumentar, aunque fuera solo un poco, la suma total de lo que para los seres humanos era posible percibir, comprender y, por tanto, en último extremo, ser. La gran literatura llegaba hasta los límites de lo conocido y empujaba los límites del lenguaje, la forma y la posibilidad, para crear la sensación de que el mundo era más grande, más amplio, que antes”. Una forma de conocimiento del mundo que permite penetrar de manera ilimitada en el interior de uno mismo y en la realidad circundante. La literatura falsea nuestro mundo y lo transmite al código del lenguaje y a la imaginería de la ficción para permitirnos comprenderlo de forma maximizada, como ese absoluto que se conoce mediante la unión de todos sus fragmentos deslavazados y de sus dispares máscaras. Porque la literatura es una tensión constante entre la luz y la oscuridad que conspira contra el futuro y el progreso para ayudarnos a entender con algo más de hondura el pasado y el ser, hay que leer a Mircea Cartarescu.
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