03/10/2024 12:20
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Decía Aquilino Duque, quien fuera el mayor prosista del idioma durante varias décadas, que “No se es un buen reaccionario si no se tiene buena memoria”. Y yo todo lo escrito por Duque lo estudio siempre con seriedad y rigor, aunque a veces me ría mucho admirando la agudeza de sus dardos. Por eso me he acordado de la cita releyendo el Glossarium de Carl Schmitt, imponente volumen integrado por una ingente cantidad de escolios, nótulas, pecios, apuntes trazados a vuelapluma con el fin de captar, a modo de glosa trazada en el vértigo del diario, la efigie de una modernidad putrefacta. Sin olvidar una hez malquistada ni conceder un silencio misericordioso de más al enemigo. Ustedes me entenderán…

Seiscientas páginas del ágil y portentoso mamotreto que leí de corrido cuando el escritor Frank G. Rubio me puso en la pista de su existencia; y que estos días he releído con deleite (e insistencia) mientras los descalabros políticos se sucedían en el noticiario mostrando con contundencia que hay más ardor guerrero en Génova que en Kiev. Una urgencia pasional de recuperación, la mía, como no me sucedía desde las relecturas más arrebatadas de la desprevenida adolescencia. Comprendiendo que la enorme inteligencia y el más depurado estilo no siempre coinciden con la verdad, nadie debería dejar de acudir a uno de los volúmenes mejor editados y más oportunos de las últimas décadas en nuestro país.

El citado Glossarium de Schmitt se presta gentilmente a la comparación con los Escolios de Gómez Dávila, con los Apuntes de Elías Canetti y con los Diarios de Robert Musil: aportaciones inmarcesibles de la literatura del siglo XX en forma de dietarios más cercanos al ensayismo que a la confesión íntima y que contienen, en cada caso y sin lugar a la excepción, la totalidad del saber occidental perfectamente sintetizado: de Platón hasta el siglo XX. Sólo que la similitud en la comparación con Gómez Dávila es más persistente (“Ser reaccionario es haber aprendido que no se puede demostrar, ni convencer, sino invitar”), dada la natural afinidad ideológica de ambos autores en dos obras fragmentarias y a su manera totales que recopilan, a modo de biblia contrarrevolucionaria o libro de cabecera del perfecto antimoderno, todo lo que un reaccionario, un tradicionalista o un escéptico con tendencia a la misantropía necesitan saber sobre la política; todo ello canalizado a través de dos talentos literarios de altísimo nivel, dentro de las particularidades, manías, genialidades y extravagancias de cada uno. Dos libros prestos a ser releídos muchas veces a lo largo de una vida.

Inasequible al desaliento e incapaz de concebir la derrota, el empecinado Schmitt no se deja subyugar por los fastos democráticos propios de la corriente histórica de la posguerra useña extendida onerosamente a todo el orbe; y la escritura de esos cinco cuadernos que abarcan una década (1947-1958) componen el mejor testimonio de aquello que Duque le exigía al reaccionario: la memoria, frente a la tan progresista tendencia a la “(des)memoria democrática” que todo lo falsea. Para Schmitt, la desaparición de la cosmovisión dentro de los rigores del pensamiento ha dejado paso a la única posibilidad de ejercer la crítica para nuestros pensadores contemporáneos: todos ellos nihilistas sin excepción. Sin una percepción teológica de la realidad, sólo queda la insuficiente ideología para tratar de descifrar el mundo: nuestros profesores universitarios existen únicamente para atestiguarlo. Schmitt se adelanta al fin de la historia e incluso a la perversa perspectiva del posthumanismo, entendiendo que los liberales quieren imponer la idea de que con ellos en el poder solo merece la pena conservar aquello que tan generosamente nos han brindado, después de la hecatombe nacionalsocialista y de los siglos anteriores de oscurantismo medieval. La paz, retomando a Lucano, nuevamente como excusa para esclavizar.

A lo largo de las páginas del Glossarium encontramos aprensados conceptos básicos del pensamiento schmittiano como la “dialéctica amigo-enemigo” o la comprensión de que toda guerra parte, en el fondo, de un conflicto de naturaleza religiosa. Su inconfundible catolicismo, mamado y heredado en el seno de su hogar, sería fundamental tanto para la entereza con la que afrontaría los años de cárcel en los que escribe las páginas de su dietario (como aquellos viejos cuadernos de otro gran pensador político muy controvertido, el italiano Antonio Gramsci) como para su comprensión de la historia en clave teleológica, con el katechon paulino en el centro de sus reflexiones en torno a la “satánica” modernidad. La resistencia de Schmitt tiene algo semejante a la heroica inmolación de los primeros cristianos: es la perseverancia de un intelectual que no está dispuesto a desesperar, a cejar en su pesimismo antropológico ni a perder un atisbo de ironía por culpa de las perfidias ajenas: “obligado a morir por su fe cristiana está solamente aquel que la predique”. No habla un jurista: lo hace un mártir tan digno de conmiseración como cargado de intolerables pecados que purgar.

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Su estilo literario, conciso y deslumbrante a un tiempo, caminaba a la par que su capacidad de penetración intelectual, como expone él mismo en la entrada que podemos considerar como delimitadora de una “poética” autorreferencial inserta en el Glossarium: “Mi estilo descansa en el crecimiento interior de las frases sueltas, párrafos, etc., las cuales, semejantes a las palabras de una frase latina, se pueden desgajar y colocar en otro lugar. Por cierto, eso es lo opuesto a mosaico; se trata de realismo conceptual”. En cuanto a sus influencias, son mucho menos abundantes que sus bestias negras aunque en las páginas de los sucesivos cuadernos haya abundante espacio para albergar las dos categorías: Donoso Cortés, León Bloy, Oswald Spengler y, por encima de todos, Thomas Hobbes, dentro del primer grupo; y toda una revisión de la modernidad, partiendo de Descartes, que comprende desde Lutero y Hegel hasta llegar a Sartre y Heidegger, entre otros muchos nombres que a día de hoy todavía inspiran a raudales tesinas universitarias, dentro del segundo grupo.

En sus cuadernos, Schmitt habla con libertad de la verdadera naturaleza del Estado, de la Constitución alemana, de los Juicios de Núremberg (cuya responsabilidad achaca a los mismos soviéticos que se desentendieron interesadamente de lo ocurrido en Katyn), de la Segunda Guerra Mundial, de la figura de Hitler y de tantos otros asuntos que hoy no resultan menos controvertidos que en los años de recomposición desde los que el pensador alemán escribe. A lo largo de las distintas entradas, Schmitt expone una auténtica teoría de las utopías digna de Ernst Bloch, si bien dispersa a lo largo de numerosas páginas espaciadas por los distintos años. Plantea lo esencial de su diferenciación geopolítica más actual: la de tierra y mar como formas de expansión. Deja una enorme cantidad de definiciones dignas del más riguroso de los diccionarios filosóficos. Demuestra una enorme sensibilidad para los cambios sociológicos: de las declaraciones de políticos o de intelectuales contemporáneos extrae el núcleo del pensamiento moderno y lo disecciona en el espacio que ocupa apenas una frase. Frente a la habitual verborrea huera, hinchada y encantada de haberse conocido que caracteriza a la filosofía alemana, Schmitt demuestra que la claridad y la limpieza son características inextricables de todo pensador tradicionalista.

Schmitt define el fundamentalismo democrático, que legitima los actos más horribles como el uso de armas nucleares o el establecimiento de leyes aberrantes amparándose en ideas manipuladas como un falsario concepto de libertad, antes de que José Manuel Otero Novas, Gustavo Bueno o el propio Aquilino Duque lo usen décadas después. Diserta sobre ética, de estética, de política, de historia, de teología, de moral, de metafísica y de tantos otros asuntos donde confluyen y se intersectan lo divino, lo escatológico y lo humano. Y ataca algunas de las corrientes intelectuales imperantes de su tiempo: de  la tan cacareada “guerra de agresión”, que todavía se esgrime para el conflicto en Ucrania, a las “terceras vías” tan queridas por los moderados sin ideario político o el “existencialismo” de cuello alto tan propio de los divanes psicoanalíticos: todos caen bajo la implacable y más que lúcida precisión diamantina de su pluma. Autor de títulos fundamentales como El concepto de lo político (1932) o de la Teoría de la constitución (1928), en el Glossarium (2015) encontramos una particular summa o compendio portátil del pensamiento schmittiano.

Los años de la posguerra mundial en Occidente fueron cruciales para la posterior evolución del panorama social, político, económico, cultural y geoestratégico mundial. Nuestro presente, tan lejano y a un tiempo tan parejo, se parece demasiado a aquello que padeció en carne propia y transcribió con una encomiable capacidad testimonial Schmitt. Especial relevancia tiene el análisis de lo que sucedió con buena parte de la sociedad alemana, donde se produjo, según explica Schmitt, una persecución de aquellos que apoyaron a Hitler, ahora convertidos paradójicamente en víctimas y en “enemigos” prestos a ser silenciados y condenados; lo que contrasta con, por ejemplo, el testimonio que el austriaco Thomas Bernhard o el francés Claude Lanzmann dejaran de esos mismos años en Alemania. Pero importa, para el caso, la posición personal del escritor germano: aislado y repudiado, atacado y vilipendiado, asediado con dificultades económicas y encerrado en la cárcel para mayor escarnio público. De la frustración generada por todo ello sale el Glossarium: como desahogo, como prueba de gallardía y virilidad, como altar erigido en nombre de la memoria reaccionaria que Occidente ha tratado de olvidar.

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A pesar de su inevitable leyenda negra, la figura de Schmitt está siendo reivindicada por pensadores internacionales de la talla de Peter Sloterdijk o de Giorgio Agamben; y, desde España, autores como el teórico de la política Dalmacio Negro o el experto en polemología Jerónimo Molina Cano, le han convertido en una figura de prestigio como no lo era desde los tiempos en los que Manuel Fraga Iribarne era catedrático o en los que los consejos de Schmitt resultaban fundamentales, por medio de distintos intermediarios, para la cristalización final de decisiones tan relevantes para el futuro de nuestro país como la concesión de poder realizada por Francisco Franco a Juan Carlos I en los años finales de vida del dictador. También dejó Schmitt una relevante escuela de pensadores con Jacob Taubes, Julien Freund, Leo Strauss o incluso Jan Assmann a la cabeza; todos ellos importantísimos estudiosos de “la esencia de lo político” y de “la teología-política” desde su origen monoteísta en Akenatón hasta el Estado hegeliano que ha marcado el devenir socio-histórico de la modernidad.

No es baladí la cuestión del Estado, que Schmitt conocía como pocos pensadores políticos lo han hecho: “El Estado es una forma única, concreta, unida a su tiempo, al datar entre los siglos XVI y XX de la era cristiana e imbricado con ella durante cuatro siglos. Por tanto, resulta absurdo hablar de un Estado del medievo; El Estado ha surgido del Renacimiento, del Humanismo, la Reforma y la Contrarreforma; él representa la neutralización de la guerra civil confesional, es decir, un logro específico del racionalismo occidental. El Estado es esencialmente el producto de una guerra civil religiosa y en concreto de su superación mediante neutralización y superación de sus frentes confesionales, es decir, teologización: establecimiento de la oposición entre espiritualidad y materialidad, establecimiento de la división entre interior y exterior tan esencial al Estado como ajena a la polis”. Lo que hay que unir con su antes mencionada teoría de las utopías: “¿Qué es una utopía? La disolución de las ilimitadas posibilidades del hombre en una realización finita; primero solo ideada, posteriormente realizada. Pues cada idea del hombre se cumple. El pecado de la utopía radica en que el cumplimiento de lo finito pueda disolver el miedo que existe a la posibilidad de lo ilimitado; que el cumplimiento limitado nos salve del aguijón de lo ilimitado, que mate como a un paraíso de abejas de Dios que nos perturban. La utopía es el paraíso lejano pero situado en un futuro cercano”. Algo que también escribía José Antonio Martínez Climent recientemente: “El mal seguirá siempre ahí; sólo las más delirantes fantasías de la razón de Estado prometen paraísos civiles donde la maldad ha sido abolida por ley, paraísos que inevitablemente se custodian con fusiles”. El mundo moderno comenzó, como recordaba Frank G. Rubio a propósito precisamente de Schmitt, con los jacobinos en el primero de tantos intentos de albergar ese paraíso tan ansiado como irrealizable, si bien ansioso de sacrificios.

Los politólogos de Podemos se quedaron, de forma mezquina, con el Schmitt más netamente nacionalsocialista que alimentó las Leyes de Núremberg del nazismo (1935), con el autor de Teoría del partisano (1963); con el hombre capaz de retirar la humanidad a una parte de los alemanes: aquellos con sangre judía; nosotros, en cambio, nos quedamos con el Schmitt que merece la pena recatar, leer y repensar: ese hombre de vuelta de todo, desilusionado, inofensivo y penetrante, desarmado e inteligentísimo, libérrimo y deslenguado, irónico y hastiado de su semejante.

Ese viejo “reaccionario pesimista“ hastiado de su propia memoria que dejó escrito en el Glossarium, libro de libros que merecería varios cursos para poder ser comentado como merece, un monumento intelectual que recoge los puntales básicos de todo un cambio de tiempo donde los viejos dioses habían muerto y los nuevos, como escribiera Marguerite Yourcenar parafraseando a Gustave Flaubert, aún estaban por nacer: el tiempo, por terminar de decirlo todo, de los hombres. Si, en palabras del Marqués de Tamarón, “la tradición no es adorar las cenizas sino transmitir el fuego”; sin duda merece la pena quemarse los dedos por salvar el Glossarium de la sempiterna hoguera progresista.

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Guillermo Mas Arellano
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