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Juan Donoso Cortés (1809-1953) destinó el núcleo decisivo de su trascendental producción intelectual al desnudamiento de la envoltura metafísica propia de la libertad engendrada por el racionalismo y sus frutos ideológicos, el liberalismo y el socialismo, descrito por él como epifenómeno necesario del primero. Describió e interpretó el catolicismo como un sistema de civilización completo, esto es, una cosmovisión omnicomprensiva, de cuyos dogmas se derivaban los únicos paradigmas sociales, políticos y culturales que logran ponderar la naturaleza del hombre tal y como es y, además, la encaminan al perfeccionamiento y la salvación. Anunció el fracaso del sistema político liberal y leyó el liberalismo como una fuerza destructora de los pilares que sustentaban a la comunidad tradicional, viendo en sus libertades una farsa vacua y a su escuela de pensamiento como paroxismo de la ingenuidad política y la impotencia filosófica, atribuyéndole una completa ceguera para detectar la potencia laminadora que entrañaban sus doctrinas para la continuidad del cuerpo político (colapso del Gobierno), el cuerpo social (anomia) y la vida económica (lucha de clases y revoluciones).
Los pecados del liberalismo serían fundamentalmente tres: la abolición del principio de autoridad, la supresión de las jerarquías y la relatividad de su moral. Fruto de tal incapacidad, el liberalismo sería el causante directo del socialismo, que justificaría su aparición como un remedio del desorden liberal. Pero, en tanto que modulación (radical) de la misma filosofía racionalista que nutre al liberalismo, errado en su concepción de la naturaleza humana, predice la obligatoriedad, en su tarea de someter las tendencias anárquicas implosionadas con la mentalidad liberal, de armarse de un despotismo tiránico y atroz, describiendo visionariamente al Estado soviético más de medio siglo antes de su aparición. Bajo la retórica humanitaria, liberadora y progresista de liberales y socialistas, Donoso advirtió una fractura político-histórica de enormes proporciones (la suscitada por la quiebra de la vieja sociedad cristiana) que preludiaba un trágico oscilamiento entre la anarquía y el despotismo, necesario recurso para solventar el advenimiento de la primera, que por su violencia excitaría, cíclicamente, la pulsión y el regreso de aquella. Y ello por haberse propagado una antropología filosófica idealista, recubierta de un optimismo plasmado, finalmente, en la deletérea doctrina del progreso histórico. La libertad desatada, al margen de restricciones religiosas y morales, sólo puede derivar socialmente en todo tipo de desórdenes y revoluciones al espolear en los hombres la soberbia, el egoísmo y el orgullo.
Son cuatro los textos cardinales de su producción escrita, tres grandes discursos y un libro: Discurso sobre España (1848), Discurso sobre la dictadura (1849), Discurso sobre Europa (1850) y Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851). A estos cuatro textos podría añadirse, pese a su brevedad y por su trascendencia, un quinto escrito, la Carta al Cardenal Fornari (1852), postrer aportación de Donoso y resumen autoconsciente de sus principales tesis, que constituyó una fuente de inspiración para Pío IX en la redacción del Syllabus, encíclica celebérrima por sistematizar la condena de la Iglesia de la “herejía modernista”. Pero, sin duda, es el citado ensayo la obra que le ha hecho conquistar un espacio en la historia intelectual europea.
El eco europeo de Donoso Cortés, que tantas veces ha sido comentado como un justificante para estudiarlo (como si el contenido de su obra y el interés de su ingenio, su magnífica prosa y su capacidad dialéctico-crítica y profético-histórica no bastase en la puridad de su intrínseco valor), no sólo se debe a los estudios que le dedicara en la época de entreguerras una figura tan capital como Carl Schmitt, quien lo interpretó, básicamente, como el hombre que conduce a la tradición política católica al decisionismo, sino que despegó en vida del extremeño, disfrutando de una amplísima recepción en los círculos católicos de todo el continente, en una situación delicada para el catolicismo de la época, arrinconado por los embates de las sucesivas revoluciones liberales, así como por el posibilismo mostrado por buena parte del catolicismo más aburguesado, que se alió frecuentemente con los liberales doctrinarios, procurando hacer teologías políticas de las que, andando el tiempo, saldría la democracia cristiana (teología política stricto sensu).
Hay que incardinar la importancia de Donoso, a nuestro juicio, en este contexto absolutamente decisivo en la historia del mundo, cuando, versionando el famoso dictum de Marguerite Yourcenar que sirve de frontispicio a sus Memorias de Adriano, el mundo tradicional no había acabado de morir y el mundo moderno no se había impuesto todavía. Aunque los más clarividentes, como Donoso, atisbaran su victoria inexorable. Y ello gracias a la simiente de ruptura radical contenida en un liberalismo primeramente moderado que, a priori, se presentaba como un mero reformador de la tradición política europea, y por tanto su continuador y más exquisito heredero. La caída del caballo de esa convicción es la que impulsa a Donoso a estudiar y posteriormente revelar, contrastando la vida comunitaria tradicional, con la vida social y política moderna, aquella potencia destructiva contenida de polizón en el liberalismo, que entonces se le aparecerá como un arma de destrucción de todos los parámetros para cualificar la verdad y la justicia y que, por su ulterior relativismo, tendría un desarrollo lógico concluyente, al final de su ciclo histórico, en el nihilismo, la muerte de la conciencia y la desvertebración de lo político primero y lo humano después. El Ensayo, libro, en lo formal, de poderosa retórica, electrizante, alta prosa romántica y predicadora, silogística en los razonamientos, apodíctico en su lógica implacable, variopinto en sus contenidos (todavía continúa la discusión sobre si es un libro de teología, de filosofía de la historia o un tratado paradigmático de “teología política”), fue y es una obra virtualmente revulsiva y trituradora de la mitología moderna. Poseyó, por las circunstancias de su contexto y por sus cualidades, un aura de evangelio antimoderno, equivalente a El capital de Marx para los lectores tradicionalistas de entonces, que se resistían a ceder su lealtad al sustrato de la civilización de sus padres en el abrazo de las ideologías-moda en boga propias de un mundo histórico que, en verdad, disfrazaba con esas ideologías el proceso que en realidad ansiaba: el reduccionismo a lo económico-técnico, la entronización del comercio como parámetro de regulación social, moral y espiritual incluso, y la laminación de todo aquello opuesto al negocio como dique de contención de la soberbia y el egoísmo excitados por la filosofía liberal-capitalista.
Antoine Compagnon ha sistematizado, en un libro sobre una cierta tradición de las letras francesas del XIX, Los antimodernos, una serie de temas que caracterizan la antimodernidad. Son exactamente seis constantes que forman un sistema filosófico-estilístico, digamos. Una filosofía que aboca a un estilo, y un estilo autoconsciente que implica una filosofía contra el mundo moderno. Para describir la tradición antimoderna, ante todo es indispensable una figura histórica o política: la contrarrevolución. En segundo lugar, un tropo filosófico: la hostilidad contra la filosofía ilustrada del XVIII. A continuación, una figura moral o existencial, que califica la relación del antimoderno con el mundo: el pesimismo se encuentra en el fondo de su mirada, no siendo raro que el auge de dicho pesimismo se declarara, precisamente, a finales del siglo XIX, pico más alto de la tradición filosófica y literaria antimoderna. Estas tres primeras figuras están ligadas a una visión del mundo inspirada por la idea del mal. Por eso el cuarto rasgo de lo antimoderno debe ser religioso o teológico: el pecado original forma parte del decorado antimoderno habitual. Al mismo tiempo, si lo antimoderno tiene valor, si forma un canon literario, es porque define una estética: podemos asociar a esta una quinta figura, lo sublime. Finalmente, el antimoderno tiene un tono, una voz, un acento singular; se le reconoce generalmente por su estilo, de modo que la sexta figura será estilística: algo así como la vituperación o la imprecación, que aparecen, en efecto, en todo antimoderno. Donoso los cumple todos en su obra filosófico-política. Él parte de la idea de pecado original como base de cualquier antropología. En lo histórico se declara enemigo del movimiento ilustrado, por crear la mirada ideológica, por fulminar la teología y, a causa de ello, destruir la filosofía y la política como ramas del saber y de la prudencia práctica, trocándolas por la sociología y por la ciencia política como “físicas” cientificistas destinadas a organizar la sociedad como un artefacto positivista de laboratorio, ajeno a la tradición histórica y la naturaleza humana. Por ello, Donoso se sitúa, como de Maistre, en el lado contrario a la revolución, al pensamiento utópico-idealista, por implicar necesariamente la violencia contra las almas y contra los cuerpos. Donoso, cuando defiende la civilización clásico-católica, es sublime, mas cuando denuncia la Modernidad, nos regala páginas llenas de imprecación irónica y vituperio cáustico, en una mordiente literaria modernísima (como poseen los antimodernos) que revela a un escritor de una inteligencia descomunal.
El universo retórico donosiano puede emparentarse fácilmente con la tradición del antiliberalismo no marxista, prolija sobre todo en Francia, que es el país por antonomasia de la revolución y, por ello mismo, de la contrarrevolución. Hay muchos teóricos que han conceptualizado este tronco del pensamiento contemporáneo, que en el siglo XX se materializa casi exclusivamente al modo fascista, pero que en el siglo XIX fue de una riqueza varia, que va desde el pensamiento católico al anarquismo. Podemos recurrir para esta distinción a Isaiah Berlin, por ejemplo. En Contra la corriente diferencia dos vertientes en el movimiento de oposición a las Luces: la que niega el dominio universal e intemporal de la ley natural (el romanticismo de un Herder) y la que combate la idea ilustrada en la bondad innata del hombre apelando a la existencia irrebatible del pecado original. Donoso pertenece a esta segunda vertiente del movimiento contra-ilustrado, vinculada no con la línea de desarrollo romántica, sino con la tradicionalista, es decir, con la que, más que combatir el carácter universalista y homogeneizador de la razón ilustrada, se opone al neto optimismo antropológico de aquélla. La distinción entre las dos vertientes de la anti-Ilustración es relevante, puesto que el fascismo y el nazismo emanarían de la primera vertiente, de estirpe, en el fondo, idealista (no en vano Herder o Hegel fueron pensadores reutilizados por pensadores prefiguradores o afines a aquellos regímenes) y, por tanto, irían por otra vía respecto del antiliberalismo propio de los pensadores tradicionales como Donoso. El fascismo, que efectivamente fue reactivo a la modernidad liberal y democrático-socialista, no lo fue en virtud de una esencia antimoderna propia, sino como la expresión violenta de una modernidad alternativa y radical netamente romántica.
Donoso cataloga las consecuencias morales de los errores políticos del proceso histórico de la Modernidad, remontándose a sus causas teológicas para explicar su naturaleza de errores: “entre los errores contemporáneos no hay ninguno que no se resuelva en una herejía; y entre las herejías contemporáneas no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia. En los errores pasados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los errores futuros. Idénticos entre sí cuando se les considera desde el punto de vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin embargo, el espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto de vista de sus aplicaciones. Mi propósito hoy es considerarlos más bien por el lado de sus aplicaciones que por el de su naturaleza y origen; más bien por lo que tienen de político y social que por lo que tienen de puramente religioso; más bien por lo que tienen de vario que por lo que tienen de idéntico; más bien por lo que tienen de mudable que por lo que tienen de absoluto. Por lo que hace al siglo en que estamos no hay sino que mirarle para conocer que lo que le hace tristemente famoso entre todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados. Hubo un tiempo en que la razón humana, complaciéndose en locas especulaciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a una verdad en las ideas metafísicas; una herejía a un dogma en las esferas religiosas. Hoy día esa misma razón no queda satisfecha si no desciende a las esferas políticas y sociales para conturbarlo todo, haciendo salir, como por encanto, de cada error un conflicto, de cada herejía una revolución, y una catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones”.
Donoso prefigura el eclipse de la Historia: “El árbol del error parece llegado hoy a su madurez providencial; plantado por la primera generación de audaces heresiarcas, regado después por otras y otras generaciones, se vistió de hojas en tiempos de nuestros abuelos, de flores en tiempos de nuestros padres, y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo fueron en los tiempos antiguos las flores con que se perfumó, las hojas que le cubrieron, el tronco que las sostuvo y los hombres que le plantaron”.
La profundidad de la visión profética de Donoso hace temblar al lector contemporáneo por la gravedad de sus advertencias que hoy, los hombres del siglo XXI, estamos en disposición de constatar. Anuncia el derrumbamiento de toda armonía social entre los hombres y del hombre consigo mismo y la disolución de todos los principios ordenadores y propulsores de la belleza, la excelencia y el bien. Hay un Donoso historiador, muy sensible al devenir, y un Donoso psicólogo, conocedor exquisito de las tribulaciones del hombre apartado de la fe por la inercia de los tiempos; al hombre huérfano de verdades, de equilibrios y de criterios sólidos y trascendentes con los que ordenar la vida y el pensamiento. El motivo principal de la oposición de Donoso al liberalismo radica aquí: en que le adjudica la responsabilidad de haber iniciado una transgresión histórica sin precedentes y de consecuencias incalculables para lo antropológico. En otras palabras, Donoso acusa a los liberales de “haber abierto la caja de los truenos”, sin óbice de que en su tiempo se presentaran a sí mismos como defensores del orden frente a las turbas de la incipiente izquierda. De ahí que el liberalismo mantenga un difícil y precario equilibrio entre los principios que postula, aparentemente amigos del orden, y las consecuencias que acarrea, necesariamente desordenadas.
Donoso se esfuerza en demostrar, en páginas llenas de erudición y poesía, frente a la acción histórica errática del liberalismo, la superior civilidad y funcionalidad de una política cristiana en la articulación institucional y social de los pueblos. Escribe Donoso que el catolicismo dejaba las formas y mudaba las esencias, y al mismo tiempo que dejaba en pie todas las formas y mudaba todas las esencias, conservaba íntegra su esencia y recibía de la sociedad todas las formas. La Iglesia no fue feudal, pero el feudalismo fue católico. Para Luis Díez Álvarez, uno de sus mejores interpretadores, Donoso aventura la idea de un orden cristiano situado más allá del cambio histórico, que se postula como referencia incuestionable de la civilización europea.
Para Donoso el catolicismo no es simplemente una etapa más en la historia de occidente, sino la sustancia misma de una civilización frente a la que la moderna se erige en oposición o subversión. Polemiza largamente con Guizot, historiador liberal y protestante que sostiene la accidentalidad del catolicismo en la conformación de Europa: El catolicismo no es, pues, solamente, como M. Guizot supone, uno de los varios elementos que entraron en la composición de aquella civilización admirable; es más que eso, aún mucho más que eso; es esa civilización misma. ¡Cosa singular! M. Guizot ve todo lo que ocupa un instante en el tiempo, y no ve aquello que desborda los espacios y los tiempos; ve lo que está allí y lo que está más allá, y no ve lo que está en todas partes; en un cuerpo organizado y viviente no ve la vida que está en los miembros, y ve los miembros que le componen.
Donoso tiene una idea unitaria de la revolución. La revolución es un ciclo histórico, un ciclo coherente como un todo que, en sus distintas fases, puede distraernos de la coherencia histórica interna que estas poseen: La República francesa de 1848 no es una institución arbitraria ni accidental; es la consecuencia lógica, invencible, del gran silogismo que comenzó a plantearse en 1789, y que muestra hoy su consecuencia después de haber asentado sus premisas. La unidad maravillosa de la revolución en todas sus transformaciones, y la necesidad de negarla con una negación absoluta o de aceptarla en todas sus manifestaciones.14 Las varias manifestaciones serían, sucesivamente, el liberalismo (revolución de 1789), el parlamentarismo (revolución de 1830), el republicanismo (revolución de 1848) y el socialismo, que habría sido implantado mediante la revolución de 1852 de no haber sido por el golpe de mano de Luis Napoleón, golpe que o nada es y nada significa o significa y es la supresión simultánea de todas aquellas revoluciones.
Para Donoso no es posible salir del absurdo y de la inconsecuencia sin aceptar todas las afirmaciones tradicionales con una aceptación absoluta o negarlas todas con una negación radical, participando, por tanto, del pensamiento revolucionario, aunque inconfesada o inconscientemente. La posición entre medias sería la liberal-agnóstica.
En el plano filosófico, la desgarradura civilizacional se habría producido para Donoso con el idealismo, generador de las ideologías modernas. Según la lectura tradicionalista del idealismo, “el idealismo se convertiría necesariamente en nihilismo, pues se encuentra privado de la cosa en sí, del conocimiento de la creencia. Por ello, para los idealistas, la única manera de escapar a este nihilismo evidente es elevar el Yo a Dios absoluto. Pero entonces no se hace otra cosa que apropiarse de la representación de la fe para hacerla objeto de la ciencia del saber. Esto es lo que hace del idealismo, para Donoso, una blasfemia y un ateísmo en potencia”, glosa José Luis Villacañas. Jacobi (uno de los más sistemáticos críticos del movimiento ilustrado junto a Hamann y Donoso) “postula, desde el punto de vista de la revolución filosófica desencadenada por Kant, la unidad idealista, anticristiana, de todas las manifestaciones de áquella, estando sujeta la comprensión de la filosofía clásica alemana a una secuencia lógica. A la posición inicial del criticismo kantiano seguiría el ideal del Yo de Fichte; y a este ideal sólo le podía seguir o la humildad o el Yo satánico y estético que se entrega a la propia naturaleza, tal y como lo propuso Goethe y Schelling”.
El humanismo absoluto conduce a un ensalzamiento ilimitado de las posibilidades humanas que, a la postre, justifica el cortar cabezas para cumplir ese mismo ideal utópico humanista. Para Donoso, el error de la revolución filosófica reside en la creencia de que el hombre está libre de pecado y que, en consecuencia, su libertad no precisa de ninguna barrera, pues el ejercicio ilimitado de dicha libertad sólo puede conducir a un orden político y social más perfecto. Esto entraña consecuencias insospechadas para la idea de libertad. Pero antes de estudiar estas transformaciones, examinemos la noción de libertad que encontramos en Donoso, pues en su idea de la libertad encontramos la clave de bóveda de todo su sistema.
Donoso presenta la libertad como el resultado general de la armonía y el concierto de todas las instituciones. La premisa de su teoría de la libertad es que la libertad no nace del disfrute de los derechos, sino de la asunción de los deberes de cada cual para con la comunidad. La libertad, en clara oposición con el liberalismo y el socialismo, está considerada por Donoso como un resultado y no como un principio. Los rasgos que definen ese “estado de libertad” recuerdan a la caracterización que hace Burke en Reflexiones sobre la revolución francesa del sistema de caballería, en el que el filósofo irlandés aprecia, cargado de lucidez, el ethos de la vieja Europa: sus principios característicos son la generosa lealtad hacia el linaje y el sexo, la digna obediencia, la noble igualdad (que no implica la ceguedad para la diferencia), el poder suavizado, la armonización de los distintos matices de la vida social y la incorporación a la vida pública de los diferentes sentimientos que embellecen y dulcifican la sociedad privada.
El fundamento de esa “soberanía de los deberes”, frente a la “soberanía de los derechos”, es el cristianismo en su versión católica, porque sólo el catolicismo santifica y ensalza la humildad en oposición al orgullo propio del pensar ilustrado, haciendo posible la aceptación de un orden no reductible a la voluntad individual, sino ligado a la función de los distintos actores sociales y políticos constituidos en una comunidad entendida como “asociación de hermanos”. El cristianismo hace madurar en la conciencia de los hombres una idea religiosa y venerable de su libertad y dignidad como individuos totalmente compatible con el principio jerárquico contraído en las relaciones sociales. De esta manera, el cristianismo ofrece, al arraigar en lo más profundo y privado del hombre (su conciencia), la sustancia religiosa necesaria para la configuración de lo político-social. El estado de libertad resulta de la conquista cristiana de la conciencia humana, de la formación en el espíritu católico, que enseña a cada hombre la reciprocidad, consagrada por Dios, entre el cumplimiento de sus deberes en el seno de la sociedad y, en correspondencia, el respeto inalienable de su dignidad y libertad: es la idea del honor, la honra que todos podemos ganar o perder en el cumplimiento o no de “nuestro modesto papel en la armonía del cosmos”, que diría Platón.
Para Donoso, sólo la existencia de un fundamento religioso tras la libertad hace a la libertad viable como realidad social y no, como sucede con el liberalismo, como mero precepto abstracto que se viola diariamente en estas nuestras sociedades “libres”. Los sistemas divorciados de la traditio implicarían las mayores restricciones a la libertad del hombre, puesto que estos se fundan en un poder político arbitrario, de nuevo cuño, que sólo puede encontrar justificación en sí mismo, como mera razón de Estado (en la razón de Estado ve Donoso una liberación demoníaca de la sustancia negativa inherente a todo poder, y que sólo el temor del juicio divino retuvo históricamente). Lejos de ser la autoridad divina una cortapisa para la libertad, aparece precisamente como su salvaguarda: sólo es posible la libertad reglada, contenida, temperada, la libertad que, lejos de ser hostil a la idea de autoridad, no puede sino existir como fruto del respeto y la obediencia a aquella. El catolicismo logra el equilibrio perfecto entre la autoridad y la libertad, arguye nuestro pensador: la idea de la autoridad es de origen católico. Los antiguos gobernadores de las gentes pusieron su soberanía sobre fundamentos humanos; gobernaron para sí, y gobernaron por la fuerza. Los gobernadores católicos, teniéndose en nada a sí propios, no fueron otra cosa sino ministros de Dios y servidores de los pueblos. Cuando el hombre llegó a ser hijo de Dios, luego al punto dejó de ser esclavo del hombre. (…) Todos ganaron con esta revolución dichosa: los pueblos y sus gobernadores; los segundos, porque no habiendo dominado antes sino sobre los cuerpos por el derecho de la fuerza, gobernaron ya los cuerpos y los espíritus juntamente, sustentados por la fuerza del derecho; los primeros, porque de la obediencia del hombre pasaron a la obediencia de Dios, y porque de la obediencia forzada pasaron a la obediencia consentida (…) dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones.
En este sentido, hay que dejar muy claro que, para la perspectiva tradicional de un pensador como Donoso, la articulación institucional de los deberes no ha de imponerse coactivamente a los individuos, sino que canaliza la propia vocación moral gracias precisamente a la aceptación voluntaria y amorosa de la tradición, fuego y nutriente de la comunidad. Los hombres han de estar libremente persuadidos de que su libertad y dignidad intrínsecas no friccionan, sino que se armonizan con el respeto de un orden institucional retenido por la conciencia de ser limitado y falible, no teniendo entre sus funciones el establecimiento del paraíso en la tierra sino la contención del desastre. La “represión religiosa” es interior y prepolítica (no impuesta, sino vivida), fundada en una vocación asumida por el sujeto. La ética moderna sería una versión secularizada de la conciencia religiosa católica. Este carácter no coactivo del cumplimiento de los deberes lo simboliza Donoso con su ley de los termómetros. Según esta metáfora que él eleva a rango histórico-universal, cuando el termómetro de la presión religiosa ha sido elevado, la represión política ha sido nula. Y al revés, cuando el termómetro espiritual languidece, el termómetro político asciende a las máximas cotas como regulador (restringente) de la libertad. Según esta ley, el termómetro de la represión vendría siendo ascendente desde el siglo XVI en adelante, alcanzando visos de tiranía con la constitución del Estado Moderno, cuya expresión despótica más acabada serían el socialismo y el comunismo del siglo XIX. El socialismo engendra un despotismo, a juicio de Donoso, porque al pretender crear un régimen que sacrifica absolutamente el individuo a la comunidad, ha de restringir necesariamente la libertad individual. La única forma de que esa restricción no sea un abuso cometido contra la libertad es que los mismos hombres diluciden en su conciencia un sentido preciso de sus deberes. Pero, desde el momento en que la pérdida de la fe en Dios y del espíritu católico ha desarraigado la idea de deber, cualquier restricción de la libertad deviene en un abuso ejercido contra ella, encubierto por una retórica que lo justifica, paradójicamente, en nombre de la propia libertad. Sin fe en Dios, con un individuo persuadido de su derecho a todo, el proyecto comunitarista del socialismo termina nutriéndose de, primero, represión política y, segundo, una farfolla propagandística que presenta la represión como la realización efectiva de la libertad.
En el contexto histórico habilitado por el Estado Moderno, sólo era preciso que el poder perdiese de vista las obligaciones tradicionales inherentes a su ejercicio para que, en connivencia con el desarrollo de las posibilidades estructurales de coacción y control políticos posibilitados por el avance de los métodos y recursos burocrático-técnicos de encuadramiento, se transformase en un tirano colosal. La demagogia democrático-socialista constituiría el amparo ideológico que precisaba el poder político para desligarse de aquellas obligaciones, y en nombre del pueblo y la libertad, instaurar el despotismo de unas élites utopistas embebidas de credos mesiánicos cuando no meramente expoliadores. En resumen, los tiempos modernos implicarían, a juicio del pensador extremeño, el paulatino asentamiento de unas condiciones estructurales e ideológicas que, en su forma más depurada supondrían la instalación de un despotismo universal. La modernidad entraña, para Donoso, un proceso de desnudamiento mitológico de lo político, por el cual el poder se desvincula de las ataduras que retenían su violencia, con lo que queda liberada su esencia demoníaca, la que hace de él no un instrumento para la comunidad, sino un fin en sí. La modernidad desnuda el poder de sus aditamentos histórico-tradicionales, y convierte la libertad como estado social, resultante de la buena disposición de todos los órganos, en un principio ideológico al servicio de los profesionales de la demagogia y los ingenieros de la conciencia.
En este sentido, Donoso advierte de la “ceguedad incurable de las clases acomodadas”. El estado social instaurado por la fiebre industrial es un estado de abandono de los deberes sacrificiales por parte de las élites que propicia un malestar creciente en el seno de las clases menesterosas. Malestar que termina por constituir el caldo de cultivo para la difusión del programa socialista. La base moral del capitalismo radica en la creencia de que, por medio de la libertad económica, y dada la bondad innata del hombre, sólo cabe esperar resultados social y económicamente positivos. Al pecado de la soberbia, se une el del egoísmo: los dos nudos que constituyen al hombre moderno. Y, quintaesencialmente, al poderoso.
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