21/11/2024 16:11
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Como dice Nick Land, «mirar al lado oscuro es el único modo de ver» porque «el orden no se define por sí mismo, sino por la Ley del Afuera«. No basta con descender heroicamente al Infierno y matar al Minotauro para salir del laberinto; en un estadio más profundo de la lógica de la tragedia está la necesidad de reírse de todo: es el Joker de Batman, el payaso de It, el Comediante de Watchmen, que se escapa del orden social y de la razón a través de la broma grotesca, de la deformación caricaturesca de la realidad que muestra su esencia más profunda. El chiste es el mayor invento del lenguaje para transgredir la lógica social y mental en la que nos ha apresado nuestra naturaleza. De la misma forma, lo que de monstruoso hay en la tragedia es lo que nos permite entender la lógica de la alteridad que precisamente relativiza nuestra inevitable perspectiva tribal, esa arquitectura de creencias comunes a la que llamamos cultura. Lo social se caracteriza por poner orden en el caos pero sin erradicarlo ni banalizarlo sino sabiendo que, a pesar de que lo derroteros, él seguirá ahí porque nos precede y nos sucederá: esa es la lección, disimulada bajo la apariencia de chiste, que en todo tiempo y lugar han distribuido los agentes del caos.

El tope de la voluntad política, del cuento sobre el que se vertebra la tribu, lo establece la realidad. Y del choque contra ese muro invisible pero implacable nace la experiencia del terror: justo cuando todas las certezas comienzan a desmoronarse una tras otra. En grado extremo de subyugación y distorsión de la realidad, el fascismo es la ideología que mejor sabe imponer su voluntad sobre ella, a través de una férrea jerarquía social cimentada sobre una sólida doctrina mesiánica. En un lado opuesto del espectro ideológico, el anarquismo se revela como algo mucho mayor que un rechazo político de la autoridad: es una espiritualidad que acepta el caos y que compone su identidad a partir de él pero nunca por encima de él, mediante un orden que no niega el caos y que pretende asimilarlo. Para el fascismo, el individuo no es más que un engranaje dentro del gigantesco aparato social; para el anarquismo, el individuo tiene que aceptar la tarea de resignificar la realidad por sí mismo. Los buscadores del absoluto, del romanticismo en adelante, son fascistas; los anarquistas, esos heterodoxos itinerantes, son agentes del caos.

La mentira ofrece sencillez y comodidad; la verdad ofrece libertad y autenticidad; pero hay que partir del caos y asumir la complejidad inabarcable del mundo para ordenar la realidad. El cuento del emperador de Andersen sólo tiene dos finales posibles: o la multitud lincha al emperador, o el que acaba colgado es el niño que denuncia su desnudez; sólo que conociendo, tal y como la historia y la experiencia la manifiestan, la necesidad de seguridad de los seres humanos, lo más probable es lo segundo. También ese es el destino habitual de los agentes del caos, de manera más o menos figurada. Los suyos son relatos de la salida de la caverna. Truman, como antes Segismundo, decide salir al mundo real igual que Neo toma la pastilla roja. Igual que el Mal es algo más profundo que una simple negación del Bien o un tabú socialmente aceptado y legitimado por la institucionalización moral; el Caos es mucho más que ausencia de Orden: se trata de una forma compleja de reconocer la realidad como inabarcable. Frente al consumo personalizado de realidades virtuales simuladas, la asunción del caos es la única pastilla roja válida. Debemos situarnos más allá del orden y del caos de la misma forma en que nietzscheanamente nos declaramos «más allá del Bien y del Mal». Pero para llegar a ese estadio se hace necesario superar el puritanismo que pretende erradicar el Mal de la Tierra y negar el dualismo que se propone cancelar el caos en la realidad.

Hay una frase del perspicaz E.M. Forster que reza: “Es evidente que tras Tristam Shandy se esconde un dios, un dios que se llama Caos y que algunos lectores no saben aceptar”. Con la muerte de Dios decretada por Nietzsche, comienza la entropía que subliman James Joyce y William Gaddis, maestros de lo vulgar; y a la que hay que añadir la risa macabra de Samuel Beckett y Franz Kafka ante el absurdo. La celebración dionisiaca y nietzscheana coincide con la celebración de Benjamin sobre la pérdida del aura: la muerte de las religiones tradicionales no nos debe sumir en una época de materialismo sino en un tiempo de una nueva forma de espiritualidad donde ya no haya diferencias entre lo sagrado y lo profano; donde lo popular coincida, por primera vez, con lo sacro. En ese sentido camina también la obra cinematográfica de Federico Fellini o de su gran continuador, Paolo Sorrentino. Escribe Nietzsche: “¿Qué vamos a hacer ahora cuando hemos desenganchado esta Tierra de su Sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No estamos cayendo al avanzar? ¿Vamos hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como por una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del espacio vacío? ¿No hace más frío ahora? ¿No viene siempre una y otra vez noche y más noche?”. Toca celebrar, con nocturnidad y alevosía, el Kali Yuga que nos ha tocado en suerte. De François Rabelais o Laurence Sterne a László Krasznahorkai o Milan Kundera, pasando por Witold Gombrowicz o Raymond Roussel, la literatura contemporánea, la gran novela de nuestro tiempo, ha salido de las manos de destacados “agentes del caos”.

Que nadie nos engañe con argumentos patrioteros: en la tradición española también existen brillantes representantes de “agentes del caos”. Escribe Ángel Esteban Monje en Holema: “Tras la incertidumbre llega el juego, tras el juego la exacerbación del mismo, después la desintegración. (…) Integrados en un mudo lúdico que se nutre del caos”. De Cervantes hasta el siglo XXI, existen múltiples ejemplos: Larva, de Julián Ríos; El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano; El homóvil, de Jesús López Pacheco; Antagonía, de Luis Goytisolo; La ciudad del sol, de Miguel Naveros; Brilla, mar del Edén, de Andrés Ibáñez; o Escuela de Mandarines, de Miguel Espinosa. Es precisamente Espinosa, al que llegué gracias a la recomendación proveniente del exquisito paladar literario de mi maestro y amigo Javier García Gibert, el que con más lucidez ha entendido la batalla por el imaginario a través de su obra. Su citado libro, Escuela de Mandarines, es la mayor teodicea formulada hasta la fecha en nuestra lengua: “La casta se sirve del Arte para objetivizarse superior y someter nuestra voluntad a través de la conciencia estética. Empero, el Arte es la única grandeza bajo el sol”.

Arthur Machen, una de las figuras que más ha hecho por recuperar al dios Pan en el panteón europeo, dejó escrito: «Debe haber alguna explicación, alguna salida del terror. Porque, amigo mío, si eso fuese posible, nuestra tierra sería una pesadilla«. El Caos, sin duda, no es el fin de trayecto de la humanidad en su conjunto ni de ningún hombre en particular; pero tampoco debemos albergar sueños utópicos de dejarlo atrás, sea en nuestro interior, sea en el exterior del mundo. Hay que aprender a convivir con el caos sin tampoco sucumbir a él. Joseph Conrad y H.P. Lovecraft son heraldos del horror que anuncian y anticipan el último estadio de la Modernidad: su expansión total y final desmoronamiento. La literatura moderna es un viaje al fin de la noche y al corazón de las tinieblas, si es que la diferencia tiene lugar, en toda la intencionalidad del término. Lo que se refiere a un descenso al Infierno y a una exploración nocturna del abismo.

Bataille escribe: «Una filosofía es una suma coherente o no es, pero expresa al individuo, no a la indisoluble humanidad. Una filosofía no es nunca una casa, sino una obra en construcción«. Los demonios xenolíticos, tal y como los define Reza Negarestani son artefactos inorgánicos, encarnación pura de la otredad como emanación física del horror, que, como en La Cosa o en El Exorcista, sólo pueden acabar impartiendo la aniquilación total o siendo aniquilados de manera definitiva. La tribu, como el individuo, necesita exterminar al Caos para volver a imponer su ilusión de Orden. Sin arquitectura de sentido sólo cabe el nihilismo; con una excesiva imposición de sentido, tiene lugar el fascismo. Ni siquiera tienen que ser reales esos “demonios xenolíticos” enemigos: esa es la función de las ficciones verdaderamente capaces, anticipar los enemigos reales que tarde o temprano, sean superables o no, pronto harán su aparición para amenazar nuestra existencia. En palabras de Negarestani: «La hiperstición» entendida como «cantidades ficcionales que se hacen reales a sí mismas«. Las propias ficciones se dotan a sí mismas de la categoría de real en cuanto que las podemos imaginar y que necesariamente anticipan la posibilidad de demonios reales que pueden hacer su aparición en cualquier momento. Una vez más: Chernóbil o el 11S anticipados.

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Ese Leviatán político que Bertrand de Jouvenel calificaba de auténtico Minotauro y al que conocemos como Estado supone el mayor emblema de la Modernidad y es, en buena medida, una gigantesca quimera de dominación social erigida para mitigar el caos. No es casualidad, desde luego, que los mayores pensadores políticos hayan querido darle el nombre de una bestia para referirse a él o que haya sido necesario incluirlo en el mundo de la ficción para expresarlo en toda su complejidad bajo la apariencia de un Gran Hermano. La tentación de aniquilar a los monstruos con nuevos monstruos es antigua. En Roma, se rescindían las libertades para invocar a un Dictador que tomaba el mando durante una situación crítica; algo similar ha pasado recientemente en los países occidentales donde los derechos constitucionales han sido pulverizados en nombre de criterios sanitarios posteriormente desmentidos. La sombra del fascismo es alargada…

La “ocultura”, también conocida como contracultura, entraña la cara B, el reverso, la necesaria antítesis, de la cultura oficial; una reacción que, con los cambios de las últimas décadas que incluyen el recrudecimiento del puritanismo imperante y la extensión del mercantilismo en las artes, puede desaparecer si el sistema sigue integrándola en ella a través de la subvención y la dictadura de las ventas. Según Norman Spinrad, el Emperador de Todas las Cosas es una deformación, una inversión incluso, del Héroe de las Mil Caras. Por lo menos así se expresa en un artículo donde analiza, a través de los mitemas y sin abandonar la amenidad y la ironía que le caracterizan, de qué forma la historia arquetípica del héroe tal y como lo concebía Joseph Campbell, puede acabar fagocitada tanto por las grandes producciones simplificadoras como por cierta tentación fascistizante de ciertas concepciones artísticas vetustas. En lugar de cualquier exceso o simplificación, hay que defender una proporción equilibrada. Lo apolíneo ordena: conócete a tí mismo, llega a ser el que en realidad eres. Lo dionisíaco clama: abraza tus contradicciones, libera la multitud que te habita. El Héroe de las Mil Caras, a diferencia del Emperador de Todas las Cosas, se caracteriza por vivir en el límite de ambas.

En la película de Christopher Nolan El caballero oscuro (The dark knight, 2008), el antagonista elegido para Batman, el Joker, afirma: “¿De verdad tengo pinta de tener un plan? Soy un perro que corre detrás de los coches; no sabría que hacer si alcanzara uno. Actúo sin pensar. La mafia tiene planes, los polis tienen planes, Gordon tiene planes. Ellos maquinan para controlar sus pequeños mundos. Yo no maquino, intento enseñarles a los que maquinan lo patético que es que intenten controlarlo todo. (…). He cogido vuestro plan y le he dado la vuelta. A nadie le entra el pánico cuando todo va según lo previsto, aunque lo previsto sea terrible. Instaura una pequeña anarquía. Altera el orden establecido y comenzará a reinar el Caos. Soy un agente del Caos, ¿y sabes qué tiene el Caos? Que es justo”. La imagen gráfica del monólogo anterior se encuentra en la moneda que Harvey Dent, un fiscal obsesionado por la justicia y ahora convertido en el criminal Dos Caras, usa: tenía dos lados iguales, con la efigie de un rostro en sus dos caras, para que Dent pudiera “hacer trampas” eligiendo así su propio destino bajo la apariencia de que dejaba éste en manos del azar. Tras el accidente que le desfigura y la charla con el Joker, utiliza el lado quemado para jugar con la suerte de sus víctimas, convirtiéndose así en un villano.

Nolan se ha caracterizado por saber tratar, a través de la superproducción (blockbuster) destinada a un gran público, en la línea de su maestro Michael Mann pero valiéndose de varias técnicas que juegan con el espacio-tiempo tomadas principalmente de Nicolas Roeg, algunas de las cuestiones más lacerantes de la actualidad relacionadas con la técnica o la política. Sin embargo, la interpretación de sus películas debería ir más allá: hacia la búsqueda de sentido. El caballero oscuro es, como sus antecedentes Insomnia o The Prestige, mucho más que una simple alegoría política sobre el mal llamado “populismo”, como muchos la han interpretado, dado que  en realidad oculta una representación de una lucha entre dos fuerzas existenciales de la que el protagonista, Bruce Wayne, como encarnación del Héroe de las Mil Caras, debe salir vencedor. Para que el espectador pueda verse reflejado en ellas. Estamos hablando, por supuesto, de lo solar y de lo lunar; de lo apolíneo y de lo dionisiaco; de lo diurno y de lo nocturno. De Batman y del Joker, claro está.

Décadas antes que Nolan, el citado escritor Norman Spinrad ya había utilizado el término “agente del caos” para su novela homónima de 1967 Agent of Chaos. En ella plantea la fractura social de un Gobierno totalitario, la Hegemonía del Sol, surgido de una fusión de Estados Unidos y Rusia. A dicho gobierno se enfrenta un pequeño grupo terrorista de significación anarquista que aboga por recuperar las libertades perdidas en nombre de la seguridad y el orden. Sin embargo, lo más característico del libro es su estructura puesto que cada capítulo está planteado como exégesis de la obra del ficticio pensador Gregor Markowitz. Éste Markowitz sería el autor de una Teoría Social de la Entropía a partir de una obra llamada Caos y Cultura de la que Spinrad nos presenta algunos fragmentos dispersos: “Sólo el Caos es real. El Orden es enemigo del Caos pero los enemigos del Orden son también los enemigos del Caos”. Otras citas que merece la pena destacar de Markowitz son “El hombre busca la vida y retrocede ante la muerte; El hombre busca la Victoria y se encoge ante la derrota. Por tanto, ¿qué mayor paradoja que triunfar a través de la muerte? ¿Qué acto puede ser más verdaderamente caótico que la victoria a través del suicidio?”; y “Todo conflicto social es el ámbito de tres fuerzas mutuamente antagónicas: el poder establecido, la oposición que busca derrocar el orden existente para reemplazarlo con uno nuevo, y la tendencia hacia una mayor entropía social que engendra todo conflicto social y que, en el contexto, puede considerarse como la fuerza del Caos”. De alguna forma, Norman Spinrad, crítico con la deformación cada vez más frecuente del Héroe de las Mil Caras en Emperador de Todas Las Cosas; y padre de toda una filosofía desarrollada por distintos Agentes del Caos de la ficción, nos está invitando a superar cualquier atisbo de maniqueísmo, puritanismo o fascimos moral al considerar la existencia de un Bien y un Mal; de un Orden y un Caos; claramente diferenciables. Somos hombres y, por lo tanto, tendemos tanto al Bien como al Mal; el mundo es altamente complejo y, por eso, está conformado por un Orden que surge ocasionalmente de entre el Caos.

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Leamos al propio Spinrad en su artículo de 1987: “El Bien triunfa sobre el Mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás…. o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte. Suena familiar, ¿no? Los estantes de la ciencia ficción gimen bajo el plúmbeo peso de estas sagas épicas sobre la lucha entre el Bien y el Mal fabricadas mediante clonaje, de estos poderosos héroes embutidos en trajes espaciales ajustados y suspensorios con remaches de bronce, de estas trepidantes historias de acción y aventuras. Con un programa medianamente decente de Búsqueda y Sustitución en el ordenador, lo antes expuesto podría servir (y es probable que haya servido) como resumen argumental publicitario de la mayoría de la ciencia ficción que se ha publicado. Si existiera una fórmula a toda prueba para fabricar basura, sería ésta. Es la ecuación milenaria para el esqueleto argumental de la ciencia ficción comercial, con todas las variantes elevadas hasta el máximo de sus límites teóricos. El personaje con el que identificarse no es simplemente un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad. Lo que está en juego es nada menos que el destino de la humanidad por los siglos de los siglos, y la princesa siempre tiene el mejor trasero de toda la galaxia. El villano es lo más parecido a Satanás que se puede ser prescindiendo del rabo y los cuernos, no deja de retorcerse el bigote negro mientras se regocija con el tormento de las masas oprimidas, lleva a cabo prácticas sexuales indescriptibles y exprime animalitos encantadores sobre copas de vino para beberse su sangre.

Añade Spinrad: “Ah, pero no existe la fórmula a toda prueba para fabricar basura, y ni siquiera el argumento de El Emperador de Todas las Cosas lo es. Cierto, durante un tiempo la aplicación diligente de esta fórmula ha permitido que ejércitos de plumíferos mercenarios fabricaran montañas de fantasías adolescentes para deleite masturbatorio de jovencitos acomplejados por el acné y la timidez; pero, maravilla de maravillas, también es cierto que muchas auténticas obras maestras del género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales. Dune, Neuromante, El Señor de los Anillos, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Nova, las novelas del Mundo del Río de Philip José Farmer, y otras muchas novelas de auténtico valor literario son hermanas encubiertas, al menos en términos argumentales, de esta Ur-fórmula primigenia para la acción-aventura. Y, si a eso vamos, también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido, las vidas de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia norteamericana, El conde de Montecristo, David Copperfield y Superman. Por tanto, es obvio que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial: se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del inconsciente colectivo de la especie, presente allí donde se cuenten historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica. En su obra El héroe de las mil caras, Joseph Campbell ofrece la explicación probablemente más exhaustiva, sutil, sofisticada y consciente de esta tesis. Es lectura obligatoria para todo el que quiera captar el significado interno, con abundantes precisiones interculturales.

Sigue Spinrad: “El Héroe de Campbell, al igual que el héroe del Emperador de Todas las Cosas, comienza la historia siendo ingenuo, consigue un mentor y una misión, se abre camino peleando hasta el centro del inframundo, vence en una batalla culminante en la que consigue aquello por lo que había emprendido su viaje, a menudo consigue una princesa, y se alza triunfante como Portador de la Luz. Puede que no sea la plantilla formal para toda la literatura de ficción, pero desde luego es una de ellas, junto con la tragedia, la odisea picaresca, el romance, la historia del burlador y la farsa de dormitorio. Porque el protagonista del Héroe de las Mil Caras, a diferencia del héroe del Emperador de Todas las Cosas, es un ser humano prototípico embarcado en una búsqueda mística. Su guía es su maestro espiritual chamánico. Su viaje es la historia de su despertar espiritual. Libra batalla con las facetas más bajas de su propia naturaleza, ya sea de forma abierta o transmutadas en una imaginería de villanos o monstruos. El inframundo o centro en el que por fin consigue penetrar, es el Vacío que hay en el centro de la Gran Rueda, el nivel de la mente donde el ego y la conciencia emergen de la base colectiva de la creación. Y la batalla definitiva en el centro es la lucha por conseguir la fusión mística de su espíritu con el mundo, el clímax triunfal mediante el que obtiene una trascendencia espiritual con la que puede volver al mundo de los hombres como Portador de Luz e inspiración heroica. Eso es lo que hace que esta historia pueda tanto atraer a un público ávido pese a las veces que se ha contado ya, e inspirar más obras maestras de la literatura sin importar el número de grandes escritores que ya la han narrado en el pasado.

Concluye Spinrad: “El Héroe de las Mil Caras es, después de todo, la historia de nosotros mismos, o al menos la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a vivirla indirectamente una vez más. Y si se cuenta de forma sincera y sin trucos, como ocurre con los formas de Vonnegut, puede hacernos sentir valientes, fuertes y alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en nuestras propias vidas”.

La ficción nos anima a reconciliarnos con la complejidad del mundo y a asimilar la complejidad del propio yo. Con la homogeneización fruto del globalismo y la hegemonía del nihilismo, el arte es el último bastión material de esa Verdad albergada en poemas y mitos a la que llamamos filosofía perenne. Se trata de nombrar el mundo superando el aparente sinsentido supone reencontrar lo divino, la sacralidad, por medio de la literatura. Sin Verbo no existe nada porque no dispondríamos de la capacidad para nombrarlo. Por eso es que los relatos nos permiten convertir la negrura en oro; en alquimia, con unos materiales: nigredo, albedo, rubedo; en mitopoética, con otros: catábasis y anábasis como descenso y ascenso; Caída y Redención para reencontrar el yo extraviado. Cuando el puente de las religiones se ha roto, el arte es el último refugio de lo hermético. Una cultura es, desde un punto de vista tradicionalista, una manifestación material de la Verdad; una obra de arte supone, de manera más modesta, lo mismo. Sin querer extender sus tentáculos para terminar de cerrar la totalidad sobre sí, por eso es que citando a Eco hablamos de “obras abiertas” y podríamos decir también que de “culturas abiertas”, pero tampoco renunciando a la búsqueda del Absoluto o a la aceptación del Caos. Para alcanzar la Luz se hace necesario atravesar antes la Noche: sin Calvario no hay Resurrección.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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