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En la pantalla de televisión de aquel bar, apareció el presidente del Gobierno imaginario, mostrando una mascarilla gigante, y dijo:

«Ciudadanos: con la entrada del nuevo curso, a punto ya de finalizar el verano y con objeto de oficializar la Nueva Anormalidad que, por vuestro bien, el Sistema ha planificado, aquí tenéis esta mascarilla simbólica. Fijaros bien en ella porque miles de mascarillas similares van a ser colocadas en lo alto de un mástil, en la Plaza Mayor de todos nuestros pueblos y ciudades. Es la voluntad de este Gobierno que presido, y de las restantes instituciones, a él sometidas, que esta mascarilla sea honrada como sus propias personas. El ciudadano que pase por delante de ellas, deberá hincar la rodilla y descubrirse. Quien no cumpla esta orden será castigado con multa y pena corporal en primera instancia y, si es reincidente, con cárcel y la confiscación de sus bienes. Decisión que será inapelable».

 – ¿Se ha visto nunca cosa igual? -exclamó el parroquiano A, con los ojos como platos. 

El camarero que atendía detrás del mostrador, desconectó el televisor, para evitar polémicas. Pero fue inútil. 

 – ¿Qué le sorprende, buen hombre? -terció el parroquiano B, con acento sarcástico-. Una vez más nuestro presidente ha vuelto a hablar con sentido de Estado. 

 A.- ¿Sentido de Estado, dice usted, ante esta nueva extravagancia que se le ha ocurrido? 

 B.- ¿Llama usted extravagancia a la obligación de honrar el objeto que nos está salvando de la muerte, y con él a las personas que velan por nuestra salud?   

 A.- ¡Que hinquemos la rodilla delante de una mascarilla! ¿Así se burla el Gobierno, y las restantes instituciones, de un pueblo grave y respetable? 

 B.- ¿Dónde está ese pueblo grave y respetable que usted dice?  

 A.- No puede haber hombre de honor que se someta a esta humillación.  

 B.- Si aún quedan de ésos, tendrán que aparecer pronto y ponerse de acuerdo… Y no les veo mucha prisa. Además, el Gobierno sólo está poniendo a prueba la obediencia ciudadana. Negarse a homenajear a esa simbólica mascarilla es mostrar malas intenciones. 

 A.- ¡Qué sabrá usted, obedecedor de consignas! La patria reclama a los hombres de honor. ¡Vendrán! 

 B.- Toda la fuerza se les va a ustedes por la boca. ¡Palabras, sólo palabras! ¡Pero si las palabras les alivian…!  

 A.- Estas palabras de las que usted y los desnaturalizados como usted se ríen acabarán llevándonos a las obras. Muchos, porque no han sufrido todavía la injusticia en sus personas ni en sus bienes siguen ignorándola, como si no fuera con ellos, pero también la espada de la tiranía se halla suspendida sobre sus cabezas. Muestran indiferencia ante el desafuero y son tan culpables como quienes lo cometen, y les alcanzará el mismo castigo.

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 B.- Lo que tienen que hacer ustedes es callar y resignarse.

 A.- Si toda criatura halla sus medios de defensa en la angustia de la desesperación, ¿soportaremos nosotros lo insoportable? 

 B.- Sufrirán ustedes lo que les toque. ¡Y a callar, repito! 

 A.- ¿Tal les parece a los mantenidos y protegidos de los poderosos, a los incapaces de protegerse ellos mismos? 

 B.- A mí no me parece nada. Usted lo ve, lo mismo que yo. El país permanece tranquilo, paseando sus mascarillas. Ya se cansarán los cuatro renuentes, como pasó con las caceroladas y otras algaradas parecidas. 

 A.- Mucho podríamos, si nos uniésemos. Lo primero de todo acabar con los que, como usted, funcionan como instrumentos de los opresores. ¿Cómo van a entender al hombre libre los que doblan el cuello al yugo de la tiranía? 

 B.- ¡Unirse ustedes, los pusilánimes? ¿Los que con tanta frialdad abandonan la causa pública que dicen interesarles tanto? 

 A.- De la unión de los sojuzgados nace la fuerza.  

 B.- Se les llena la boca de «patria» y de «bandera» y dicen estar desesperados ante los desprecios de lo que llaman «izquierdas resentidas», pero nadie entre los «patriotas», se organiza y acude a la resistencia. Si el mal llegó a su colmo, como bien se lamentan, ¿por qué aguardar hasta el último extremo? 

 A.- Muy segura veo a la antiespaña, pero cuando llegue el momento decisivo y haya que dar un golpe atrevido, nadie faltará. 

 B.- ¡Ja, ja, ja…!  

 A.- Ría, ría… usted puede reír porque es incapaz de comprender -y menos de defender noblemente- la causa de la justicia y de la libertad. Y porque los tiranos y sus lacayos se auxilian mutuamente. 

 B.- Nosotros, día a día, abrimos con gusto la tumba de la libertad. Y cuando la enterramos, ustedes miran, sin impedirlo. De igual modo que cuando desenterramos sus momias favoritas. ¡Qué gustazo sacar a la luz del sol la momia del muerto de su reposo en el Valle de los Caídos, y aventar a los cuatro vientos sus profanadas cenizas… ¿Y qué hicieron ustedes? ¿Nos lo impidieron? En absoluto. Miraron. 

 A.- ¿Debemos tolerar también -hablando para sí- las frases insolentes de estos miserables? Ustedes constituyen -ya en voz alta- la sucursal del infierno en la tierra. Siempre que aparecen en nuestra historia hemos de soportar calamidad tras calamidad. Con ustedes, la sospecha y la traición velan en torno. Como auténticos satélites de la tiranía, introducen su locura en todos los rincones. 

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 B.- Si nos lo permite la irresolución y cobardía de los devotos de la patria, ¿por qué no hemos de aprovecharlo? Y decimos más: no cejaremos hasta poner digno remate a nuestra añorada obra… arrasar y desmantelar España. ¿Quién nos lo impide?  

 A.- ¡Oh, Dios! Nuestros sufrimientos son ya de todo punto insoportables y no se ve fin a semejante estado. En esta situación, ¡morir es nada…! pero vivir y no ver, o no querer ver… ¡esto es lo horrible! 

 B.- Harto desgraciados son ustedes para que se amarguen con más lamentaciones. Pero por mí… ¡sufridlas! Si, como dicen, están cargados de cadenas, ¿cómo se dejaron encadenar?

 A.- En su jactancia, cree usted tener una voz sonora y conveniente, pero los castrados seguirán siendo malos en cuanto hombres aunque tengan buena voz.

 B.- Les recomiendo que acepten el destino, y que se relajen y disfruten. Es irremediable que usted y los que son como usted vean la ruina de su querida patria. Esa es nuestra feliz venganza. Al fin, ¡no pasaréis! 

 A.- Se equivocan, una vez más. Su venganza nunca da fruto; se limita a vivir de sí misma. Aún no estamos abandonados del todo, ni perdidos sin recurso. ¡Pasaremos, como pasamos en su día, y les volveremos a ver con el rabo entre las piernas, volando por la frontera con los dineros robados al pueblo trabajador! 

 B.- ¿Y quién os salvará esta vez? 

 A.- Nosotros mismos. Y una nueva época florecerá entre las ruinas que dejáis siempre tras de sí. 

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.