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Algunos, cada vez más, dicen de él que es un ser inestable y tornadizo, o sea, una veleta. Otros, cada vez más, creen que su verdadera tragedia reside en que, sin sospecharlo, nunca sabe en realidad todo lo que es, que es bastante menos de lo que cree ser. El caso es que quienes, cada vez menos, lo escuchan en su programa radiofónico matinal, piensan que si es el silencio una especie de sabiduría, él, con la verbosa difusión de sus obsesiones y monomanías hace brillar a la ignorancia. Con ésta trata de enmudecer a otros para resonar sola.

La cuestión es que su última fobia u ofuscación consiste en defender la idea de que aquél que no se vacuna del covid debe ser fusilado, civilmente al menos, y para conseguir sus fines no deja de chantajear o difamar a quienes, libre y razonablemente, se niegan a ello. Con lo cual y a pesar de lo que viene aparentando, nos ha salido otro demócrata más entre los millones que hoy proliferan en el Sistema.

Es posible que este comunicador radiofónico, ajeno a su naturaleza arbitraria, considere que su poder es grande y, en consecuencia, que los hombres y mujeres de su audiencia lo han de seguir e incluso temer como a un tirano, pero en realidad sólo es un inconstante que le agrada verse complacido en sus extralimitaciones. Por lo tanto, no puede haber mucho sentido común bajo los cabellos de aquellos que se someten crédulos a sus frivolidades. Porque aunque es un hombre de saberes -de prodigiosa memoria, al menos-, poco importa el saber que no hace más virtuosos a los sabios.

¿Y qué virtud se halla en quienes criminalizan desde sus solios a los espíritus libres que se niegan a ser violados mediante una vacuna sin garantías? Este hombre, con su verbosidad sumisa a los poderes oscuros que han puesto en marcha el virus, demuestra que no nace del polvo la desgracia, ni el dolor germina de la tierra. Son ciertos hombres, con sus encauzadores de opinión a la cabeza, quienes engendran el odio y la aflicción. Y este deliberado protagonista de la parodia pandémica, alzándose desde sus micrófonos para gritar contra la libertad de los libres, es el ejemplo.

Como buen ladrón de libertades y como todo aquél que ha elegido el mal para sí, quiere que todos lo sigan por el mismo camino, para no quedarse sólo con su dudosa decisión. Por si acaso él se ha equivocado, anhela arrastrar a todos en su error. En realidad, como todos los que rinden pleitesía a los poderes instigadores del atropello vírico, él también desconoce si el huevo de su suerte ha sido incubado por la nocividad, pero descontento de sí mismo, incapaz de dejar vivir su vida a los sanos y a los libres, desea que todos incuben ese huevo morboso que él se ha dejado inocular, que todos sean sombras tan irrazonables como él, monigotes en manos de las multinacionales de la industria química y farmacológica que dirigen la catástrofe.

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Es cierto que quienes lo cuestionan no le creen necio, sino inconsecuente y mudable, pero a veces los vanos juicios se vuelven sandios y malévolos y como necios de aluvión también aprenden el placer de los necios, que es darse al abuso, y el de los malvados, cuyas palabras suelen ser trampas sangrientas.

Ensoberbecido por el supuesto influjo de su tribuna, amenaza con retirar su voto a un partido político que aboga por la libertad, en este caso por dejar a cada ciudadano que elija la opción deseada respecto a esa toxina inyectable que se conoce por vacuna. Pero nadie sensato quiere repartir botín con los soberbios ni con el exceso. Por eso, perdería mucho brillo ese partido si acabara aviniéndose a la opinión de este banderizo que en cada plebiscito vota a un partido distinto, movido siempre por sus enfermizas veleidades. Y siempre, además, previo chantaje programático, según sus particulares intereses.

Aunque se acabe la senda, este pretendido conductor de muchedumbres continuará el camino marcado por los Señores del Mal, haciendo propaganda de la azarosa vacuna y de la falsa epidemia, pues no encuentra placer el sandio, el malévolo o el liviano en la reflexión, sino en divulgar sus coacciones y sentimientos. Pero quienes cuestionan toda alcaldada, han decidido suprimir el respeto hacia este personaje que en sus ventajeras fórmulas se muestra como un exaltado liberticida y un vulnerador de los derechos humanos, al menos en lo que a este asunto del covid atañe.

Que él soporte su voluntaria enfermedad y, ya que la ha elegido, que la disfrute. Pero no es de recibo que, por aquello de que el mal de muchos es consuelo de tontos, pretenda imponérsela a su prójimo.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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