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No descubro nada nuevo si digo que el feminismo es una gilipollez, una aberración, algo sin sentido de principio a fin, aunque permanecerá en el tiempo, no les quepa a ustedes la menor duda, pues son muchas las subvenciones que hay de por medio, y muchas las mujeres que con ello viven del cuento, sin darle un palo al agua en su puñetera vida.
Un ejemplo de que todo lo que representa el feminismo es mentira, lo tenemos en la mili, porque si el feminismo fuera sincero, y quienes lo defienden preconizaran la igualdad entre hombres y mujeres, alguna feminista suelta, habría reivindicado alguna vez, en algún sitio, aunque fuera equivocándose, una reparación para con los hombres que hicimos el servicio militar. Sin embargo, no ha sucedido tal cosa, ni sucederá.
Porque el servicio militar obligatorio es el ejemplo más claro de cómo, en determinadas ocasiones, la sociedad ha tratado peor a los hombres que a las mujeres, sin embargo, nadie se ha atrevido a decirlo. Fueron muchas vidas de hombres truncadas, personal y profesionalmente, por algo que se entendía como un servicio a la Patria, pero por el que no se obtenía recompensa alguna, de ningún tipo.
Como la caridad bien entendida, empieza por uno mismo, yo voy a poner mi propio ejemplo, para no irme muy lejos. Desde julio de 1982 hasta agosto de 1983, fueron trece meses de servicio militar, que acepté con la resignación propia de la época, aunque sin mucho entusiasmo, la verdad sea dicha. Mientras mis compañeros de estudios y yo (hombres), servíamos a la Patria, nuestras compañeras (mujeres), se quedaron en sus casas, tan bonicas, preparándose las oposiciones, y así, cuando los hombres nos licenciábamos, ellas, las mujeres, nos llevaban un año de delantera en el asunto. Algunos de nosotros (hombres, repito), pudimos rehacer después nuestras vidas en la profesión que habíamos elegido; otros, en cambio, tras el parón obligado del servicio militar, fueron incapaces de retomar los libros, encontrar el ritmo del estudio y, hastiados, se buscaron la vida por otros derroteros, conociendo yo el caso de un buen amigo mío de clase, que ha estado toda su existencia maldiciendo la mili y todo lo que ella significó en su vida.
Por lo que a mí se refiere, una vez en el Ejército, procuré aprovechar el tiempo, y tuve suerte, pues allí establecí el primer contacto con mi profesión, pues en mi cuartel yo era el responsable de lo que entonces se llamaba Extensión Cultural, algo que ninguna feminista imbécil sabrá lo que significa, pero que yo se lo explico: en unos barracones de chapa, por las tardes, juntábamos a los soldados que tenían un bajo nivel cultural, en base a unas pruebas que les pasábamos previamente. Allí, con frío en invierno y calor en verano, un grupo de maestros nos afanábamos por enseñarles contenidos a nuestros alumnos, muy básicos desde luego (los contenidos, digo), dándose la gozosa circunstancia de que algunos de nuestros soldados mostraban un interés por aprender digno de elogio.
Con cierta periodicidad, en un cuartel de Cádiz capital, nos juntábamos los maestros de Extensión Cultural, con nuestros soldados alumnos, y allí, inspectores de la Delegación Provincial de Educación, los examinaban, para la obtención del Certificado de Escolaridad, que, para que las feministas tontas lo sepan, era el título más elemental que entonces se otorgaba en el sistema educativo español, y requisito imprescindible, como es obvio, para acceder a muchos puestos de trabajo. Aquellos soldados que aprobaban el examen, obtenían el tan ansiado Certificado de Escolaridad.
Como quiera que dicho título lo expedía el Ministerio de Educación y Ciencia, y tardaba tiempo en tramitarse, cuando me llegaban a mi cuartel los Certificados de Escolaridad, los soldados ya se habían licenciado, por lo que yo se los enviaba a sus respectivas localidades de origen, a través del correspondiente puesto de la Guardia Civil. Guardo, como oro en paño, en mi modesto archivo, una carta de un muchacho de un pueblo de la serranía de Málaga: es una carta de gratitud, de un soldado a su maestro, que era yo, pues según me contaba, gracias al Certificado de Escolaridad que yo le ayudé a conseguir, y que posteriormente le envié, había logrado un puesto de trabajo en el Ayuntamiento de su pueblo, gracias a lo cual había evitado la emigración.
Voy a ir terminando: después de más de un año con esta labor docente, cuando terminé el servicio militar, el coronel de mi acuartelamiento me firmó un certificado en el que se detallaba el tiempo que había permanecido en filas, así como la labor educativa que había desarrollado durante mi estancia en el Ejército. Inicié entonces, ya licenciado, una lucha administrativa para que la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, me reconociera el tiempo del servicio militar ejerciendo de maestro, no a nivel económico, obviamente, sino como servicios prestados a la Administración, lo cual, por ejemplo, me hubiera permitido obtener algún punto para los Concursos de Traslados.
Vano fue mi esfuerzo: cansado de burocracia, cansado de encontrarme siempre el no por respuesta, desistí de mi empeño. Pero de lo que no desistiré nunca es de denunciar, a boca llena, la farsa del feminismo, que es una mentira colosal, aunque sirve, eso sí, para que muchas mujeres vivan del cuento, sin darle un palo al agua, cobrando del erario público, no como yo, que durante más de un año serví a mi Patria, trabajando como maestro, sin recibir nada a cambio, pero eso nunca lo reconocerán las feministas, porque no les interesa, y además, porque no lo saben, pues las feministas, todas ellas, casi sin excepción, son muy feas, y muy tontas, tontas de remate.
Autor
- Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.
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