22/11/2024 01:33
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Publicamos hoy el discurso íntegro de D. Fernando Suárez en respuesta al de D. Blas Piñar sobre la enmienda a la totalidad del Proyecto defendido con anterioridad y publicado ayer por «El Correo de España».
 
          Fernando Suárez González tenía esa tarde 43 años y una trayectoria universitaria de primer rango: Premio Extraordinario de carrera. Licenciado en Derecho del Trabajo por la Universidad de Oviedo y Doctor por la de Bolonia. En 1969 gana la cátedra de la misma especialidad en la Complutense de Madrid… y en 1975 es nombrado Vicepresidente 3º y Ministro de Trabajo del último Gobierno de Franco, tras pasar por diversos cargos, en la Delegación Nacional de las Juventudes, Consejero Nacional de Educación, Instituto Español de Emigración… y dejando en todos ellos un rastro impecable de eficacia, gestión y sabio a la hora de elegir colaboradores.
          Pero, por encima de todo eso Fernando Suárez es un hombre serio, un gran orador, un gran escritor y un político nato, que sabe dialogar lo mismo con los sindicatos que con los empresarios, que además tiene carisma natural y por ello se gana a la gente con sencillez… y todo ello se pudo comprobar aquella tarde cuando el «Cerebro» (Torcuato Fernández Miranda) le encargó de torear al miura del búnker.
          Y dicho esto les dejo con el Discurso (que para los cronistas de Cortes) fue el mejor de la Transición:
 
Comienza el discurso
 

El señor PRESIDENTE: En cuanto a la cortés petición que me ha hecho el señor Procurador últimamente en el uso de la palabra, de que se aplique el artículo 88, número 2, y que cuando se termine el debate sobre las enmiendas a la totalidad se voten éstas, siento decirle que es el propio artículo citado el que me lo impide. (Rumores). Y me lo impide porque dice que, terminados los dictámenes, si hubiera enmiendas o votos particulares, se votará primero el dictamen. Pero el dictamen no está terminado hasta que todas las enmiendas o votos particulares estén naturalmente deliberados. Según los supuestos, veremos; pero inmediatamente después no, porque el artículo 88, 2, en función del 86, me lo impide, señor Procurador. 

Por la Ponencia tiene la palabra don Fernando Suárez para contestar a las enmiendas a la totalidad. 

El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia): Señor Presidente, señores Procuradores, al ocupar esta tribuna por vez primera en mi vida parlamentaria, deseo ante todo cumplir el uso tradicional de saludar con toda cordialidad y respeto a VV. SS., para añadir inmediatamente que lamento tener que consumir un turno en defensa de este dictamen, que ha sido tan elocuentemente presentado por don Miguel Primo de Rivera, e impugnado tan firme y brillantemente por don Blas Piñar y tan firme y malhumoradamente por el señor Fernández de la Vega. (Rumores). 

Es verdad, pueden creer VV. SS. que durante los últimos días he abrigado la esperanza de que este debate de totalidad no llegara a plantearse. Imaginaba yo que los señores enmendantes, a la vista de que la inmensa mayoría de la Cámara aceptaba la conveniencia de una reforma –convicción a la que llegó la Ponencia tan pronto examinó todas las enmiendas presentadas– y a la vista de las argumentaciones expuestas en nuestro dictamen, revisarían acaso sus puntos de vista, como lo ha hecho el señor Escudero Rueda, que, sin renunciar, en absoluto, a sus respetables pretensiones, comprende que no puede condicionar a ellas el objetivo entero de la reforma. 

La Ponencia agradece mucho al señor Procurador su actitud, y hasta se permite añadir, con su venia, que durante sus deliberaciones había ya maliciosamente supuesto que este proyecto de ley no iba a embarrancar precisamente por la oposición del señor Escudero Rueda. 

Permítanme, pues, VV. SS. que, reiterando cuanto se ha consignado en el dictamen, exponga las razones por virtud de las cuales la Ponencia discrepa de las posiciones mantenidas por los señores Piñar López y Fernández de la Vega. 

Vaya por delante la afirmación de que el proyecto de ley para la Reforma Política no concuerda, efectivamente, con algunos preceptos de nuestro actual ordenamiento constitucional, y tan no concuerda que lo que pretende es justamente modificarlos para el futuro. Consiguientemente, el primer problema que nos plantean los señores Procuradores enmendantes es un problema jurídico constitucional. ¿Se pueden o no se pueden modificar las Leyes Fundamentales españolas? Si se pueden modificar no es lícito hablar de violación de las mismas, salvo que por violación se entienda cualquier modificación de leyes anteriores, o bien que la violación consista en la inobservancia de los procedimientos previstos para tal innovación. 

Que el primer supuesto está fuera de la lógica, no requiere la menor demostración. Y que el procedimiento previsto para la modificación de nuestras Leyes Fundamentales está siendo exquisitamente observado es algo de lo que VV. SS. y España entera son testigos presenciales. 

Desde que Bryce, al comparar la Constitución americana con la inglesa, acuñó la distinción entre Constituciones rígidas y flexibles, según su reforma exija o no órganos y procedimientos distintos del procedimiento legislativo ordinario, tal distinción figura recogida en todos los manuales de Derecho constitucional. Y es bien sabido que nuestra Constitución debe ser incluida entre las rígidas, porque, si bien puede modificarse, e incluso derogarse, exige para ello, además del acuerdo de las Cortes –mediante el voto favorable de los dos tercios de los Procuradores presentes, que habrá de equivaler, por lo menos, a la mayoría absoluta del total de Procuradores–, el indispensable referéndum de la Nación. Y en tal procedimiento nos estamos moviendo con escrupulosa exactitud. 

Me apresuro a añadir que la posición mantenida por los señores Procuradores enmendantes no contradice cuanto acabo de afirmar. Los señores Piñar López y Fernández de la Vega, que se han remitido a argumentos jurídico-constitucionales, no han discutido la modificabilidad de las Leyes Fundamentales ni la irreprochabilidad del procedimiento que se está siguiendo para ello. Su tesis se basa, como es bien notorio, en la distinción –que ellos defienden como trascendental– entre la Ley de Principios del Movimiento Nacional y las demás Leyes Fundamentales del Reino, de modo que, aceptando que éstas puedan ser alteradas, consideran que tales alteraciones tienen un límite insalvable, determinado por los Principios. De donde resultaría que no sólo no pueden modificarse los Principios, declarados permanentes e inalterables, sino que tampoco cabe la modificación de los preceptos de las restantes Leyes Fundamentales que tengan su respaldo en los propios Principios. 

La Ponencia no ignora que una tesis semejante ha sido defendida antes de ahora por muy ilustres comentaristas de nuestra Constitución, según los cuales las disposiciones intangibles son frecuentes en el Derecho constitucional comparado, implicando límites explícitos a la revisión constitucional. Pero la Ponencia sabe también –y está convencida de que no lo ignoran los señores Procuradores enmendantes– que ni esa interpretación ha sido nunca compartida por la totalidad de la doctrina española, ni faltan las críticas en otros países a los preceptos que pudiéramos considerar semejantes de las Constituciones extranjeras. Y hasta tal punto es esto así, que incluso el más caracterizado de los constitucionalistas españoles cuyo testimonio pueden aducir los señores enmendantes, no deja de reconocer que «cuando se promulgó la Ley de Principios del Movimiento, suscitó cierta extrañeza, y aún escándalo, esta cláusula de irreformabilidad». 

No voy a recordar a los señores Procuradores conceptos que tienen perfectamente claros, especialmente en estos días en que todos, más o menos, manejamos los textos usuales de Derecho constitucional. Quiero únicamente decir que, efectivamente, la idea de permanencia aparece tan vinculada a la idea de Constitución que se piensa que una de las mejores formas de asegurar la permanencia es llegando a la inmutabilidad. Y, efectivamente, hay precedentes numerosos de la pretensión de detener el curso histórico en un arquetipo determinado. Como recuerda García Pelayo, «en épocas especialmente dominadas por el «pathos» del orden, se hicieron pactos constitucionales «in perpetuum duraturis», a la vez que el «iusnaturalismo racionalista del siglo XVIII… hubo de afirmar también la inmutabilidad de las normas constitucionales». 

Pero no es menos cierto que no es ésta la doctrina hoy predominante. Desde Jefferson, para quien ninguna sociedad puede hacer Constitución o Ley alguna perpetuas (porque la tierra pertenece siempre a la generación viviente), hasta Pergolesi, para quien resultaría antihistórico pretender cristalizar en fórmulas jurídicas la vida política en continua evolución; desde Burke, para quien una Constitución sin posibilidades de transformarse es una Constitución sin posibilidades de existencia, hasta Biscaretti di Ruffia, para quien resulta inadmisible que un órgano con poder normativo niegue a sus sucesores, dotados del mismo poder normativo, el poder de modificar sus prescripciones, lo normal es que se piense en encontrar un sistema que proteja por igual contra la extrema facilidad y contra la exagerada dificultad de modificación. 

Sirva de síntesis el testimonio de Pérez Serrano que, como bien saben VV. SS., criticó la propensión española a no consignar en las Constituciones un procedimiento específico para su reforma, pretendiendo así que no hubiera modificación posible. «En vez de Constitución rígida, que permite variación, aunque la dificulta» (escribe Pérez Serrano), «habría una Constitución pétrea» (la frase no es de la Ponencia, es de Pérez Serrano), «de granito, irreformable para siempre. Y, sin embargo, como no se concibe una Ley, ni siquiera la Constitución, que vincule a perpetuidad, el resultado era todo lo contrario de lo pretendido»… «Un exceso de habilidad política puede convertirse en una gran torpeza». 

Ha sido ciertamente brillante la interpretación que acaba de hacer don Blas Piñar de la palabra «pétrea», evocando a San Pedro, sobre cuya piedra se funda la Iglesia. Pero estamos hablando de tejas abajo; no estamos fundando la Iglesia o manteniendo el «non prevalebunt» de la Iglesia fundada por Pedro. 

Lo normal es, pues, de tejas abajo, que el cambio histórico penetre en la Constitución tan sólo por el procedimiento especial de revisión previsto por ella misma. Y en eso precisamente estamos. 

Aun a riesgo de cansar a los señores Procuradores, tengo necesariamente que entrar en la pormenorizada demostración de que la Ley de Principios del Movimiento Nacional tiene, en nuestro ordenamiento, el mismo rango que las demás Leyes Fundamentales y puede, consiguientemente, ser modificada –e incluso derogada– por el mismo procedimiento que se establece para las demás. 

En primer lugar, es la misma Ley de Principios del Movimiento la que se autocalifica como Fundamental. En el artículo 10 de la Ley de Sucesión está expresamente admitido que Leyes Fundamentales (me tiene que perdonar el señor Piñar, pero no entiendo por qué él cortó la frase en un determinado punto) son no sólo las que en aquel momento declara como tales, sino también «cualquiera otra que en lo sucesivo se promulgue confiriéndola tal rango», y eso no lo ha dicho aquí don Blas Piñar. Si esas Leyes Fundamentales pueden ser derogadas o modificadas, es evidente que al calificar la Ley de Principios como Ley Fundamental se la está definiendo como ley modificable. 

Piénsese, en segundo término, que la pretensión de que la Ley de Principios del Movimiento sea de rango superior a las restantes (es decir, tenga una jerarquía tal que se imponga incluso a las demás Leyes Fundamentales) no está consignada en precepto alguno de nuestro ordenamiento, siendo, por el contrario, reiteradísima la asimilación a ellas. Basta leer los artículos 6.º, 19, 23 y 59 de la Ley Orgánica del Estado, para comprobar que en todos ellos se alude a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino, sin que entre ellas se establezca ninguna suerte de jerarquización, como no sea la simple mención especial de la que está considerada como síntesis. Una prueba de la imposibilidad de establecer una distinción entre la Ley de Principios y el resto de las Leyes Fundamentales y de que, por el contrario, todas ellas constituyen un bloque legal del mismo rango, la constituye el Decreto de 20 de abril de 1967, que, con las históricas firmas de Francisco Franco y de Luis Carrero Blanco, aprueba los Textos Refundidos de las Leyes Fundamentales del Reino. Entre ellas se incluye, en primer lugar, la Ley de Principios del Movimiento Nacional, sin que la parte dispositiva de la norma que aprueba la refundición establezca de manera alguna un distingo entre esa Ley y las demás. 

Pero es que, en tercer lugar, para consagrar debidamente el rango de super-Ley Fundamental a favor de la Ley de Principios, hubiera sido preciso configurar el recurso de contrafuero, no sólo frente a los actos legislativos o disposiciones generales del Gobierno que vulneren los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino, sino, incluso, contra cualquier hipotética Ley Fundamental futura, que no resultara concordante con dichos Principios. Y eso no cabe de ninguna manera en nuestro ordenamiento, porque nuestro ordenamiento no es absurdo, y si admite que las Leyes Fundamentales se modifiquen, no puede a continuación convertir en contrafueros las modificaciones de los Fueros. 

Por eso precisamente, el artículo 65 de la Ley Orgánica –que exige al Consejo Nacional manifestar si aprecia motivo de contrafuero en los proyectos o proposiciones de ley elaborados por las Cortes, antes de que el Jefe del Estado los someta a referéndum– sólo puede tener aplicación en los supuestos de Leyes no Fundamentales, puesto que cualquier innovación importante de las Fundamentales, aun siendo perfectamente legítima, vulneraría de algún modo las anteriores y constituiría siempre materia de contrafuero. De donde es perfectamente lícito concluir que por modificar mediante Ley Fundamental cualquiera de las Leyes Fundamentales anteriores –incluida la de Principios del Movimiento Nacional– no hay posibilidad de que se ejerza el recurso de contrafuero. 

Por todo este cúmulo de razones, los defensores de la intangibilidad de los Principios tienen que pasar a sostener que lo inmodificable no es, en rigor, la Ley, sino los Principios que la Ley contiene. Pero no dejará de admitirse que si la Ley puede modificarse, la declaración de permanencia e inalterabilidad que en ella se consigna puede, naturalmente, ser el objeto de esa modificación. Salvo que se acepte, claro es, que los Principios del Movimiento son permanentes e inalterables, no tanto porque una Ley Fundamental lo haya declarado así, sino por su propia naturaleza. 

Pues bien, me atrevo a asegurar que no hay metafísico en el mundo decidido a sostener que una ley humana pueda ser inalterable por su propia naturaleza. 

Las leyes sirven para regular la convivencia entre los hombres. Y es justamente la propia naturaleza del hombre la que exige inexcusablemente la libertad y, consiguientemente, el no sometimiento a leyes positivas inmutables. Porque el hombre, además de naturaleza, es historia. 

Como ha escrito con su acostumbrada lucidez el Profesor González Álvarez, compañero nuestro en esta Cámara, «sólo el hombre es sujeto de historia; Dios no la tiene, porque sus actos se miden por la eternidad; el animal, tampoco, porque sus actos no proceden de un principio radical de naturaleza libre. La acción del animal puede explicarse fácilmente conociendo la modalidad operativa propia de la especie. La acción del hombre, en cambio, es de suyo imprevisible. La vida de un animal es la ejecución de una melodía compuesta para la especie por la naturaleza o, para ser más exactos, por el Creador de la naturaleza. Para un hombre, empero, la vida es un drama que tiene que componer al ejecutarlo. El hombre es compositor y actor del drama de su propia vida». 

No; no me parece posible que se haya intentado negar la naturaleza de los hombres, sometiéndoles a una ley inalterable por naturaleza. 

Pero es que hay más señores Procuradores. Es que, como la Ponencia ha dejado consignado en su dictamen, «las calificaciones legales sólo son relevantes en el mundo del Derecho», y es inútil que nos pronunciemos sobre problemas de naturaleza ontológica o física. Lo que de verdad es permanente e inalterable por su propia naturaleza, no depende, precisamente por ello, de nuestros pronunciamientos. Por mucho que declaráramos en una Ley que quedaban suprimidos los montes Pirineos, la realidad nos demostraría al salir de aquí que nuestras decisiones no bastaban para alterar la naturaleza de las cosas. Pueden, pues, estar tranquilos los señores Procuradores enmendantes. Porque, una de dos: o de verdad los Principios son inmutables por su naturaleza, en cuyo caso ninguna nueva ley va a conseguir que se alteren, o si efectivamente el pueblo español decide introducir modificaciones en alguno de ellos y lo consigue con su sola declaración de voluntad, deberán desaparecer los escrúpulos de los enmendantes, porque quedará paladinamente demostrado que su permanencia e inalterabilidad no procedía de su naturaleza. 

Evidentemente, la inalterabilidad y permanencia tienen, en este caso, que tener otro significado. La Ponencia lo ha dicho en su dictamen: si la propia Ley de Principios afirma que son una síntesis de los que inspiran las Leyes Fundamentales refrendadas por la Nación, es claro que esa síntesis, por su propia naturaleza, no puede ser alterada sin que la Nación refrende previamente la modificación de las Leyes que los Principios sintetizan. 

El señor Piñar López (cuya brillantez vuelvo a ponderar, porque, ciertamente, ha estado brillante) nos ha explicado que la Ley de Principios entiende el Movimiento como comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada. Es absolutamente cierto. Pero no es menos cierto que el artículo 4.º de la Ley Orgánica del Estado asegura que el orden político está abierto a la totalidad de los españoles. Sería, pues, preciso demostrar que entre los ideales que dieron vida a la Cruzada figuraba como dogma el de la representación orgánica, y demostrar a continuación que, colocado ese dogma como premisa de cualquier participación, el orden político puede estar abierto a todos los españoles. Creo que es demasiado trascendental el espíritu de la Cruzada como para que haya de incluirse necesariamente en él la defensa de la representación familiar, municipal y sindical. Y, en todo caso, creo firmemente que si cuando la Patria convoca a todos los ciudadanos a servirla bajo las armas, por ejemplo, lo hace con independencia de que sean o no partidarios de la democracia orgánica, cuando el Rey quiere ser –como tiene que ser– defensor de las libertades de todos los españoles, mal puede condicionar esas libertades a que acepten previamente un determinado sistema, cuando menos discutible, de representación pública, que es el único principio que se modifica. Aquí se ha hablado del ser mismo de España; aquí se han traído a colación, realmente, verdades absolutamente impactantes para los señores Procuradores; aquí se ha hablado de que se levanta el hacha del revanchismo ideológico. No, señores Procuradores. De los Principios del Movimiento (extraído por razón de la necesidad de los tiempos), uno solo de ellos (que afecta a los modos de representación pública, quizá, incluso, para salvaguardar mejor otros mucho más importantes de esos mismos Principios, como la unidad de los españoles, la concordia, la convivencia pacífica, etcétera) sufre modificación como consecuencia de esta ley. 

Me perdonarán VV. SS. si me permito declarar –casi como en una confidencia– que en las últimas semanas he sentido más que nunca la ausencia dolorosa de dos compañeros y amigos admirables, como lo fueron para mí y pienso que para muchos de nosotros, Adolfo Muñoz Alonso y Fernando Herrero Tejedor. Como en tantas otras ocasiones, también en ésta hubiera acudido a ellos en demanda de consejo. Pues bien, sin pretender mover vuestro ánimo con esta conmovida evocación, tengo que recordar que a Muñoz Alonso se deben estas palabras, pronunciadas en mayo de 1974, muy poco tiempo antes de su fallecimiento: «Los Principios del Movimiento, mientras no se sometan a refrendo nacional con resultado negativo, es claro que son permanentes e inalterables. Por eso, cualquier ironía de teóricos del Derecho político o de liturgistas políticos del Derecho divino, es fruncimiento ridículo, ya que la inalterabilidad que se declara es la propia de la política, sin que se politice el contenido trascendente de algunas de las verdades que se expresan, ni se canonice el valor transeúnte de otros enunciados. Sencillamente, no se dejan al arbitrio de la Monarquía y de su Gobierno, sino a la voluntad del pueblo, de acuerdo previo con las Cortes». 

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No deseo disfrazar mínimamente la enteriza figura del profesor Muñoz Alonso, y debo, por lo tanto, añadir que él veía grandes riesgos en provocar un refrendo nacional a corto plazo. Pero no estamos hablando de la oportunidad, sino de la posibilidad, y puedo y quiero dejar consignado que en ningún caso hubiera considerado violación la reforma de los Principios por el procedimiento que se está siguiendo. 

Y el inolvidable Herrero Tejedor, que, por el contrario, sostuvo en su momento que el valor de los Principios era superior en rango al de las Leyes Fundamentales restantes, añadía, sin embargo, que «su valor no reside en el hecho de que estén reconocidos por una Ley de rango especial, sino porque provienen en su propia realidad y existencia de la conciencia y voluntad de un pueblo que los afirmó en circunstancias trascendentales para su existencia». 

Tal es, para mí, la clave del problema que estamos debatiendo. Fue el propio poder constituyente del Jefe del Estado el que contrajo con su pueblo el compromiso de no alterar lo que el propio pueblo había refrendado en las Leyes que los Principios sintetizan. 

Jamás trató Franco de imponer algo que no creyera ampliamente compartido y respecto de lo cual no intuyera que iba a provocar el consenso mayoritario de los españoles. Ahí está para demostrarlo el preámbulo de la Ley de Referéndum Nacional, instituido para garantizar que en los asuntos de mayor trascendencia la voluntad de la Nación no pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios. Ahí está el artículo 65 de la Ley Orgánica del Estado, en el que la voluntad de la Nación se erige en instancia máxima de la soberanía, al afirmar que la aprobación de una Ley mediante referéndum impide toda posibilidad de contrafuero. Y ahí están sus propias palabras cuando se dirigió a su pueblo –pronto hará diez años– para pedirle que ratificara la Ley Orgánica: «Me bastaba –dijo– el derecho del que salva a una sociedad y la potestad que me conceden las Leyes para la promulgación de la Ley que tantos beneficios ha de proporcionar a la Nación; pero, en bien del futuro, creo necesario que os responsabilicéis con su refrendo, recogiendo y reteniendo en vuestras manos la seguridad de vuestro futuro, y que para modificarla o alterarla en el porvenir haya que acudir nuevamente a vuestro refrendo. Yo no puedo ir más allá de lo que Dios me conceda de vida útil; las leyes, sin embargo, contemplan y aseguran el más allá, entregando a los españoles la garantía de su porvenir». 

Franco sabía, señores Procuradores, que lo único inmutable es la Verdad, con mayúscula, y no pudo pensar en dejar una Ley «clavada en los altos cielos de lo eterno», para que desde su propia rigidez presidiera la conducta moral y política de los españoles hasta la consumación de los siglos. 

Por lo demás, el señor Piñar López está en su derecho de mantener su peculiar entendimiento de los juramentos y las fidelidades. La nuestra es plena y absoluta, como lo ha sido siempre, a las Leyes Fundamentales, e incluye, naturalmente, el respeto al procedimiento para su modificación. Justamente porque somos fieles al último mensaje del Caudillo tenemos que prestar al Rey de España idéntico apoyo y colaboración y no podemos ser obstáculo para que el Rey consulte a todo su pueblo el modo mejor y más seguro de perseverar en la unidad y en la paz. Piense V. S. como quiera, pero no trate de demostrarnos que para ser leales a Franco haya que impedir en estos momentos que sea el pueblo de España, en el que Franco tanto confió, el que decida su propio destino. 

Pienso que he entretenido demasiado la atención de VV. SS. extendiéndome en consideraciones jurídico-constitucionales acerca de la pretendida inalterabilidad de los Principios del Movimiento. Acaso hubiera bastado decir con toda brevedad que la defensa de la integridad de los Principios del Movimiento no corresponde tanto a los señores Piñar López y Fernández de la Vega, cuanto al Consejo Nacional. Y el Consejo Nacional, consciente, justamente, de que no puede haber contrafuero en una modificación de ley constitucional por otra del mismo rango y a través del procedimiento previsto, se ha abstenido –como era de esperar– de hacer consideraciones de esta naturaleza, porque siendo la representación colegiada del Movimiento, y siendo el Movimiento la comunión de los españoles en los Principios, es a los españoles –y sólo a los españoles– a quienes corresponde la decisión en cualquier modificación de tales Principios. 

Pero tengo todavía que abusar de vuestra atención para hacer también algunas consideraciones políticas, puesto que fundamentalmente político es el tema de fondo que nos congrega. 

Instaurada la Monarquía en la persona de S. M. el Rey Don Juan Carlos I, se abre una nueva etapa de la Historia de España. Y, como no podía ser de otra manera, el primer mensaje de la Corona muestra su afán de integrar a todos los españoles, y a todos convoca para el servicio de España: «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras –dice– que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional». «Que nadie espere una ventaja o un privilegio. Juntos podremos hacerlo todo, si a todos damos su justa oportunidad». «La Patria es una empresa colectiva que a todos compete; su fortaleza y su grandeza deben de apoyarse por ello en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos». «Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión…; hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de Gobierno». 

Son estas palabras del Mensaje de la Corona, tan esperanzadoramente recibido por todos los españoles, las que promueven una reforma de nuestras instituciones. Y debe ser el pueblo –y nadie más que el pueblo– quien responda al nuevo Jefe del Estado, a nuestro Rey Don Juan Carlos, si desea que la legalidad constitucional se mantenga tal y como la recibió, o si prefiere que sea modificada en el sentido de este proyecto de ley. El Gobierno ha instrumentado el procedimiento para convocar al pueblo a una tarea de protagonismo y solidaridad, y –como ha dicho el Presidente Suárez– lo hace del modo más racional y democrático: dando la palabra al pueblo español. Porque para saber lo que piensa de todos estos temas el pueblo español, no hay nada como preguntárselo. 

Quienes hemos dictaminado este proyecto de ley, no vamos a intentar disimular, con piruetas de última hora, nuestras ejecutorias en el Régimen. Pero hemos pensado siempre –y no desde hace unos meses– que los orígenes dramáticos del actual Estado estaban abocados, desde sus momentos germinales, a alumbrar una situación definitiva de concordia nacional, una situación en la que no vuelvan a dividirnos las interpretaciones de nuestro pasado y en la que no sea posible que un español llame misérrima oposición a quienes no piensan como él… (Aplausos en las tribunas). 

El señor PRESIDENTE: Perdone un momento el señor Procurador. Advierto al público que el artículo 127 del Reglamento le impide manifestarse de ninguna manera y mucho menos iniciar los aplausos. No me obliguen a tomar medidas que no deseo. 

 

Perdone S. S. y continúe. 

 

El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia): … porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacífico, que tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos, como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución, sin que ello deba producir nuevos desgarramientos y nuevos traumas, porque se ha garantizado de manera permanente la posibilidad de acceso pacífico al poder. 

Por eso la Ponencia que dictaminó este proyecto no ha podido entender que los señores enmendantes traten de impedir el pronunciamiento de la Nación. La Ponencia entiende muy bien, por el contrario –y lo dice con absoluta sinceridad–, que los señores Piñar López y Fernández de la Vega –como sin duda otros señores Procuradores– prefieran la legalidad vigente a la legalidad que se propone. Ante tal preferencia, los Ponentes se inclinan con respeto, comprendiendo muy bien sus argumentos en favor de la democracia orgánica. Pero con esta ley no estamos prejuzgando ningún resultado, sino transfiriendo a los españoles la responsabilidad de decidir su futuro. Es sumamente justo y democrático que los señores Piñar López y Fernández de la Vega traten de convencer a sus compatriotas de que voten negativamente y traten de convertir los votos negativos del próximo referéndum en un plebiscito a favor de la democracia orgánica. Pero no me parece coherente intentar convencer a los españoles de que voten en uno u otro sentido, después de haber defendido la tesis de que no se les pregunte. Porque al votar aquí en contra de esta ley no se está decidiendo en contra de la democracia inorgánica: Se está decidiendo que no se le consulte al pueblo la democracia que prefiere. (Denegaciones.– Rumores). Y una cosa es no estar de acuerdo con esta ley globalmente, y otra muy diversa no permitir que sea el pueblo el que se pronuncie. 

Por eso quiero terminar mi intervención en este debate de totalidad, proponiendo a VV. SS. un punto de reflexión y haciéndoos a la vez un ruego encarecido. La reflexión es la siguiente: en este debate de totalidad, en materia de rechazar las enmiendas de totalidad, no se os pide, ni más ni menos, que el voto para pasar al referéndum y para que el pueblo español sea el que diga la última palabra. Quien tenga confianza en que sus deseos coinciden con los del pueblo, no debe poner reparos a que aquél se manifieste. Y quien piense que los deseos del pueblo no van a coincidir con los suyos, dudo que pueda invocar otras instancias desde las que argumentar su decisión. 

Si el pueblo desea el tránsito pacífico de la presente situación a una situación nueva, ésta será la primera vez –como se ha recordado agudamente en estos días– que una Constitución española se reforma por los procedimientos previstos en la misma y «sin romper un plato», como se ha dicho también con buen humor. Este hecho, que sin duda ha de quedar consignado entre las páginas decisivas de la vida española, será –por mucho que se intente falsearlo– uno de los mayores méritos de la etapa histórica que estamos culminando. Y sería empequeñecer ese mérito resistirse a que el Régimen pase a la Historia como el primero que logra situar a los españoles en el nivel social, cultural, económico y político que hace posible la consolidación de una plena democracia. 

Y, finalmente, un ruego que surge de lo más profundo de mi corazón: Que si algunos o muchos Procuradores votan globalmente en contra de esta ley, tengan la elemental coherencia histórica de no atribuir su voto a un determinado entendimiento de la lealtad a Franco. Porque eso equivaldría a intentar el monopolio de una figura que, por ser de la Historia de España, es de todos nosotros. Eso equivaldría a desfigurar la grandeza de un magistrado egregio que sistemáticamente proclamó su fe en la capacidad política de los españoles y su absoluta confianza en el pueblo, al que acudió precisamente para adoptar las grandes decisiones. Negar al pueblo la posibilidad de decidir en este asunto, se podrá hacer desde las propias instancias personales, pero no debiera hacerse invocando el nombre insigne de Francisco Franco. Nada más. (Aplausos). 

 

El señor PRESIDENTE: Han solicitado hacer uso del derecho de réplica don José María Fernández de la Vega y don Blas Piñar López. Después de unos minutos de descanso les concederemos la palabra. 

 

Se reanuda la sesión. 

 

El señor PRESIDENTE: El señor Procurador don Blas Piñar López tiene la palabra para replicar. 

 

El señor PIÑAR LÓPEZ: Señor Presidente, compañeros de Comisión, señores de la Ponencia, y especialmente el que ha llevado la representación de la misma en este debate: réplica esquemática, simple, que me gustaría quedara privada de todo apasionamiento. 

La palabra «pétrea», se ha dicho, no es de la Ponencia, es de don Nicolás Pérez Serrano, mi llorado profesor de Derecho político. Yo no lo sabía, porque no soy erudito; me basta tan sólo con saber que la Ponencia la ha hecho suya y la ha empleado contra este enmendante. El símil de Pedro y de la Iglesia le ha parecido a la Ponencia, representada por el señor Suárez, poco adecuado, puesto que el símil de Simón transformado en Pedro por la palabra de Cristo se refiere a la Iglesia, y España es una empresa «de tejas para abajo». Yo creía que no, yo creía que España era una empresa trascendente, una unidad de destino universal, una Nación con un cometido histórico que, naturalmente, se hace en el tiempo, por supuesto con tejas y con ladrillos. 

La Ley de Principios es Fundamental, sí, pero no todas las Leyes Fundamentales son Ley de Principios. Por eso estamos aquí en nuestro Derecho político, constituido en un régimen, a mi juicio, perfecto de Constitución abierta, para emplear no la terminología de los tratadistas de Derecho político, que nos hablan de una Constitución pétrea, de una Constitución rígida o de una Constitución flexible. 

Ésta es, en frase repetida del artífice del Régimen, una Constitución abierta que se coloca en el término justo, medio y equilibrado. Ni la excesiva facilidad para reformar a diario la Constitución ni la inflexibilidad y rigidez monolítica que impiden su modificación e, incluso, su derogación. 

Y ¿por qué es una Constitución abierta, mesurada, equilibrada, fruto de la experiencia secular? Sencillamente porque hay unos preceptos, que no son constitucionales, vuelvo a repetir, sino que son los antecedentes, los que subyacen más allá de la Constitución política y que eso es lo que no se puede tocar, y, por el contrario, un régimen constitucional, un conjunto de Leyes Fundamentales que se pueden modificar e incluso derogar, reemplazar y sustituir, de acuerdo con la propia Constitución y con el sistema de votación especial de las Cortes y del propio referéndum. Constitución abierta, sistema mixto, equilibrado, mesurado, entre la facilidad para la derogación constante y la rígida inflexibilidad monolítica. 

La doctrina no es una fuente del Derecho. Si las amplias citas que ha traído aquí el representante de la Ponencia tuviesen valor, no sólo convincente sino resolutivo, no se nos habría convocado aquí en esta Cámara legislativa, no habríamos traído aquí nuestras opiniones, nuestros criterios para exponerlos naturalmente con toda lealtad, porque la misma lealtad que yo atribuyo a las opiniones de la Ponencia y a quien la ha representado pido también que se tribute a la mía. Si no fuese así, aquí se habría reunido un grupo de juristas españoles y extranjeros, porque de todo ha habido en las citas de la Ponencia. Y, entonces, sacaríamos la quintaesencia de sus resoluciones. Pero no sería la opinión de esta Cámara; no sería la opinión de una Cámara representativa del pueblo español, sino de una cámara de tratadistas políticos españoles y extranjeros. 

Artículo 10 de la Ley de Sucesión. Efectivamente, con toda intención, esperaba que ese argumento (estos son los graves inconvenientes de que no haya diálogo previo en la Comisión; son los inconvenientes de los procedimientos de rapidez y urgencia) se trajera a colación. Se ha dicho que el señor Piñar no ha enumerado lo que [se] dice al final del primer párrafo del artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado: y las otras leyes que en lo sucesivo se promulguen con tal rango. Es verdad, hay la posibilidad, conforme a este precepto –y yo lo traigo aquí a colación– de que existan otras leyes con rango de Fundamentales y, por consiguiente, conforme al segundo párrafo del artículo 10 de la Ley de Sucesión, podrían ser objeto de modificación o derogación en virtud del quórum especial de las Cortes y del referéndum nacional. Pero este argumento, que yo esperaba naturalmente, y que se habría ventilado con toda facilidad en la Comisión, si la Comisión hubiera podido reunirse en tema tan importante como el presente, donde habría que matizar las cosas y analizarlas escrupulosamente, habría quedado desechado. Porque es verdad que eso dice exactamente el artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. Pero vamos a ver las fechas. 

En torno a la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado hay dos fechas claves: la fecha de su promulgación inicial, exactamente el 26 de julio de 1947 (por favor, atención a las fechas: 26 de julio de 1947) y la modificación correspondiente a la aprobación por referéndum nacional de la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967. 

Estamos moviéndonos entre dos fechas: 1947, para simplificar, y 1967, es decir, 20 años después. Y entre 1947 y 1967 se dicta una nueva disposición, la Ley de Principios del Movimiento Nacional –Principios que decimos son permanentes, inderogables–, que lleva fecha de 17 de mayo de 1958. En resumen, 1947-1967, con una diferencia cronológica de veinte años, y en el centro se dicta la Ley de Principios del Movimiento Nacional, en 1958. 

Pues bien, en la Ley de 1947, si nos atenemos al texto de entonces, resulta que las únicas leyes que podían ser objeto de modificación por el procedimiento a que tantas veces aquí se ha aludido, son las que he enumerado; es decir, la Ley del Fuero del Trabajo, la Ley del Fuero de los Españoles, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley de Sucesión, la Ley de Referéndum Nacional y cualquier otra que en lo sucesivo se promulgue configurándola con tal rango. Eso sucedía en 1947. Y en 1958 se dicta la Ley de Principios del Movimiento con carácter de Ley Fundamental, pero en esta Ley se dice que estos Principios son, por su propia naturaleza –y no voy a discutir qué es lo que se entiende por «naturaleza», puesto que creo que ha quedado perfectamente expuesto en mi primera intervención–, permanentes e inderogables. 

Luego si en 1947 se nos dice que para derogar o modificar las Leyes Fundamentales es necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum de la Nación, y en 1958 se dice que en el caso de la Ley de Principios del Movimiento, no, porque es una Ley inmodificable, permanente e inalterable, está claro que el rango jurídico, la catalogación que se pretende, desde el punto de vista político, de esta Ley de Principios del Movimiento es muy distinta a la de las Leyes Fundamentales consideradas en el artículo 10 de la Ley de Sucesión. 

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Vamos al segundo supuesto: 1958-1967, veinte años después. El legislador, que lleva a referéndum la Ley Orgánica del Estado, tiene que contemplar la Ley de Principios del Movimiento de 1958, que existe, y dice que es inmodificable, que los Principios son permanentes e inalterables. Luego si está contemplando la Ley de 1958 en 1967, de acuerdo con esta posibilidad de que en el referéndum se subvierta el orden mantenido por los Principios, pudo haberse puesto perfectamente a votación o haberse enumerado que entre esas Leyes Fundamentales que se pueden modificar por este procedimiento, no están sólo las enumeradas, sino también la Ley de Principios del Movimiento Nacional. 

Lo único que cabe decir es que si en el futuro, de 1967 en adelante, de ahora en adelante, esta Ley de Reforma Política se aprueba, por acuerdo de las Cortes y referéndum, es Ley Fundamental y estará sujeta su modificación o derogación a los procedimientos previstos por el artículo 10 de la Ley de Sucesión. Pero en absoluto con una argumentación lisamente jurídica, de Derecho político puro, puede llegarse a la conclusión de que la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento es una Ley que puede modificarse de conformidad con lo previsto en el párrafo segundo del artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. 

Yo siento verdaderamente que se haya hablado del liturgismo, pero se ha hecho una alusión y acepto a fines dialécticos el que nos envuelva una atmósfera litúrgica; pero me va a permitir también quien ha hablado en nombre de la Ponencia que diga que si podría ser criticable el liturgismo –no digo el adivinismo–, también lo es el constituirse en médium, intérprete y oráculo de lo que en esta sesión habrían dicho dos queridos compañeros fallecidos, Muñoz Alonso y Herrero Tejedor. 

Invocación de la lealtad. Yo no pongo en duda la lealtad de nadie. He estado haciendo referencia a que cada uno, en conciencia, valore su propio juramento y el alcance de ese juramento. He tratado sencillamente, porque creo que es mi deber como Procurador, de ilustrar a mis compañeros en la medida en que torpemente y modestamente pueda, sobre la gravedad de la decisión que vaya a tomarse. 

No pongo en duda la lealtad de cada uno a su propia conciencia y a la misión que le haya sido encomendada. He dicho que el único imperativo exigible (nosotros que, conforme a nuestra Ley constitutiva, no podemos obedecer mandato imperativo alguno), [es] el de nuestra propia conciencia perfectamente ilustrada. He tratado de contribuir, sin convertirme en juez y sentenciador –para eso está la deliberación de estos días sobre la resolución que haya de adoptarse–, a esclarecer la conciencia o el conocimiento de mis compañeros de esta Cámara. 

¿O es que va a extrañarse quien ha representado a la Ponencia de que en un sistema democrático como el que acabamos de iniciar haya interpretaciones democráticamente distintas de la lealtad? ¿Es que los contrastes de pareceres que han sido válidos en un sistema, criticado hoy, de democracia orgánica, que se quiere revisar, van a no ser posibles en un clima y atmósfera de democracia inorgánica y sufragio universal y que cada uno exponga su criterio y cada hombre un voto? 

La lealtad la Ponencia puede interpretarla de una manera, y el que está hablando de otra. No dudo de la lealtad; simplemente pido poner en juego el contraste de pareceres y diversidad de interpretaciones. ¿O es que también se trata de imponer democráticamente el concepto de la lealtad que tenga cada uno a sus restantes compañeros de Cámara? 

No hemos venido aquí, señor Suárez (permítame que lo diga porque esto sería una demagogia al revés), no hemos venido a escatimar en absoluto al pueblo. Nosotros no tememos al pueblo de España; amamos al pueblo de España y sabemos lo que las equivocaciones tremendas de su clase dirigente han producido al pueblo de España. Si España ha tenido el trauma doloroso de un enfrentamiento y una guerra civil, ha sido precisamente porque la clase dirigente de España no supo entenderlo y poner por encima de sus intereses particulares y sus pasiones el interés supremo de la Patria. (Aplausos). Por eso tenemos nosotros la obligación de decir, en esta hora difícil de España, que cada Procurador tenga conciencia de que estamos ventilando algo grande y decisivo para el futuro de nuestra Patria. 

Hemos hablado, y estamos todos contestes, al menos aquí se ha hablado centenares de veces, y yo estoy cansado de oírlo, yo que he subido aquí una sola vez a este pódium para hablaros, a maestros de la política, y mayores en la política, sobre los principios de la democracia orgánica, de la revolución nacional y de la tradición. Pues todo esto ahora va a sustituirse por un sistema liberal totalmente distinto, por el cual España no se puso en pie. 

¿Vamos a regresar a aquellos días anteriores a esa supuesta legalidad de 1936? Si hemos dicho que Franco es irrepetible, que es la suya la gran obra de un estadista, vamos a conservarla, a continuarla y a perfeccionarla. Lo que no podemos hacer es destrozarla, destruirla, volver nuevamente a las andadas. Y esto es lo único que queremos decir. 

No escamoteamos nada a nuestro pueblo; no escamoteamos a nuestro pueblo su decisión. Hemos venido como Procuradores en Cortes a exponer si estimamos que el proyecto de Reforma es leal o no; unos, en función de su lealtad para con España, entenderán que a España le conviene esta reforma democrática inorgánica y el sufragio universal, y otros entenderemos, de manera distinta, con otro género de lealtades o una interpretación distinta de esa misma lealtad, que a España no le conviene, porque es volver al principio de los acontecimientos luctuosos que tuvo que resolver a sangre y a fuego, dejando en los campos de batalla a los mejores de sus hijos. 

Éste es el único problema que está planteado. Lo que pasa es que si, realmente, se entiende que se afectan los Principios Fundamentales del Movimiento, nosotros entendemos que eso es una ruptura de la legalidad y no una legalidad a partir de la ruptura. Entendemos que eso se hace quebrantando las bases y postulados (la lucha de lo permanente que decía José Antonio) de nuestro sistema político; nosotros entendemos, no lo que dice éste o aquél Procurador en Cortes, no lo que dice éste o aquél tratadista de Derecho político, sino lo que dijo Franco, que fue el artífice e intérprete de su Estado, y dijo que esa Ley de Principios tenía un rango, una categoría, unas valencias superiores, distintas a las leyes que llamamos Fundamentales, y que no se había dictado para el momento presente, sino para el porvenir. 

No es que nosotros seamos tan soberbios que poco menos que nos deifiquemos, como dijo un ilustre Ministro del Gobierno anterior en cierta reunión particular, que sólo Dios hacía las leyes inmutables. No, no; es que hay unas leyes que pertenecen a la esencia, a la metafísica de las cosas, como es la Ley de Principios, que no es una ley casuística, no es una ley con muchos párrafos; son simplemente doce artículos donde posiblemente no se podía decir con mejor literatura ni más delicadeza todo aquello que constituye el ser mismo, el alma y la conciencia nacional. 

Es éste el problema. ¿Escamotear al pueblo nosotros? ¿Acaso escamoteamos al pueblo cuando entendemos que la apelación al referéndum era perfectamente legal en la Ley Orgánica del Estado? ¿Es que hemos puesto en tela de juicio la competencia, conforme a nuestro ordenamiento constitucional, del pueblo para decidir en los casos que la ley prevé? No hemos venido a escamotear al pueblo. Hemos venido a decir si estimamos que este proyecto de Reforma Política es viable o no, conforme a la legalidad que hemos recibido, y cada uno puede opinar, en conciencia, como estime conveniente. 

Pero es más, si se tuviese el valor de decir que se abroga la Ley de Principios del Movimiento, por las razones que sean, esas razones de la vida que priman, por lo visto, sobre el orden constitucional, esas razones de la vida que acaban yendo contra la vida misma, entonces nosotros diríamos: De acuerdo; esta disposición, esta resolución, esta convocatoria plebiscitaria a nuestro pueblo hágase en nombre de una sustitución clara, rotunda, paladina, de las circunstancias que sean, de un sistema político por otro sistema político diferente y aun contradictorio. Dígase al pueblo de España: Ha muerto Franco, estadista irrepetible; hay que venerar su memoria; pero Franco no existe y hay que adaptarse a nuevas situaciones; Europa nos mira con ojos muy abiertos; hay ciertas presiones extranjeras que aconsejan que España evolucione en cierto sentido y la prudencia política, que es una virtud muy necesaria, nos obliga a reconsiderar todas las cosas, pensando en el bien común de los españoles y en el bien futuro de la Patria, por lo que nos vemos obligados a plantearnos el tema de si seguimos con este régimen político de Franco, mejorándolo, continuándolo, en evolución, en Constitución abierta, o si, por el contrario, lo reemplazamos y lo suplimos por otro que, dado el prestigio que alcanzó el Régimen y el recuerdo de Franco, con el patriotismo de los españoles y las cotas conseguidas en cultura y economía, nos da una sociedad en la que la democracia inorgánica, que antes no era posible, ahora lo será. Perfecto. 

Entenderé que ese proyecto es antidemocrático, va contra la Constitución, quebranta los Principios del Movimiento, pero prefiero una declaración, porque lo seres en contradicción permanente no pueden sobrevivir. Vamos a preguntar al pueblo: ¿Quieres democracia orgánica o inorgánica? Pueblo de España, ¿quieres el Régimen de Franco continuándolo, perfeccionándolo, o quieres un régimen liberal, de sufragio universal, partidos políticos…? Y si el pueblo de España lo quiere, no se lo voy a escamotear. Si se quiere desde aquí o desde el Gobierno, este plebiscito, este refrendo o esta elección, iremos al pueblo de España a explicarle las consecuencias que se siguen de que adopte una u otra fórmula, pero con claridad, no presentando un proyecto de reforma de democracia inorgánica que ya ha prejuzgado la cuestión. 

Se plantea democracia orgánica o inorgánica, régimen de Franco o liberal, y si el pueblo dice: régimen liberal, entonces, que unas Cortes Constituyentes, arrancadas del pueblo, de ese pueblo nuevo en el cual hasta ahora no hemos creído, de ese pueblo nuevo que va a votar por primera vez después de cuarenta años de túnel de oscuridad absoluta, vengan aquí a elaborar unos preceptos fundamentales y un nuevo orden político, pero emanado directamente de la voluntad popular y del sufragio universal. 

Esa es la única solución. Lo demás son componendas, pasteleos y ficciones. Yo prefiero un período constituyente abierto, con todas sus consecuencias, e ir a consultar al pueblo, que esta máscara estúpida de reforma democrática. Nada más. (Grandes aplausos). 

 

[…] 

 

El señor PRESIDENTE: Tiene la palabra la Ponencia en la persona del señor Suárez González. 

 

El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia): Con la venia, señor Presidente. Señores Procuradores, con toda humildad quiero, ante todo, decir a VV. SS., en particular después de algunos comentarios que me han llegado durante el descanso que el señor Presidente nos ha concedido, que estamos en un debate a la totalidad, que yo estoy contestando en nombre de la Ponencia a los señores Procuradores que piden que se devuelva el proyecto al Gobierno, y es naturalmente a esa decisión a la que yo dejo cualquier referencia al voto. 

Nadie, y menos yo, pondría jamás en duda la libertad de los señores Procuradores cuando durante su vida parlamentaria ha estado constantemente dando pruebas de discutir y respetar que se discutan todos los proyectos de ley. Me estoy refiriendo, por consiguiente, a pediros el voto negativo a que este proyecto de ley se devuelva al Gobierno, que es lo que proponen, si no he entendido mal, los señores enmendantes. 

Hay muy poco, realmente, en lo que insistir. De todo cuanto se ha dicho, creo que, fundamentalmente, lo que hace el señor Fernández de la Vega son manifestaciones terminantes de preferir el actual sistema y, por consiguiente, exige de la Ponencia algo así como que ésta haga la defensa de la nueva democracia que se instaura aquí; y vuelvo a decir que no es eso de lo que se trata. El Gobierno propone una consulta al país para ver si decide instaurar un nuevo sistema de representación basado en el sufragio universal, y ahí se detiene. Naturalmente que la Constitución no entra en más contenidos y cualquier Constitución de las pasadas ha perfilado mucho más los contenidos. Y es que el Gobierno no puede prejuzgar la voluntad que surja de las nuevas Cortes, que es a lo que se limita su propuesta: a escoger por sufragio universal, si así se quiere, si así lo quiere el pueblo, unas nuevas Cortes. La pregunta al pueblo está muy clara, pero precisamente porque nuestra Constitución impide el plebiscito, porque nuestra Constitución ha formalizado un referéndum que necesita un texto legal, el Gobierno, señores enmendantes, no puede decir al pueblo: ¿Qué quieren ustedes, democracia orgánica o democracia inorgánica? Tiene que decir: ¿Qué quieren ustedes, la Constitución que está vigente (y que defienden, naturalmente, los señores Piñar y Fernández de la Vega; esa opción es perfectamente legítima), o que hagamos una de la que en este texto se contienen los mínimos y elementales procedimientos, los básicos procedimientos para empezar a andar? Ésa es la opción. 

Yo no puedo, de ninguna manera, aceptar, señor Fernández de la Vega, el riesgo de que el pueblo no lo entienda. Allá usted y su concepto del pueblo español. Yo estoy muy gustoso y muy de acuerdo con el Gobierno en que se someta ese tema a la consulta del pueblo español. 

De las palabras del señor Piñar vuelvo a reiterar mi respeto, naturalmente, por sus tesis. Creo honradamente que sólo ha aducido un argumento nuevo para contestar a los que la Ponencia utilizó en relación con la Ley de Sucesión. El señor Piñar nos hace pensar en los tres momentos distintos constitucionalmente importantes en España: la Ley del 47, la Ley de Principios del 58 y la Ley del 10 de enero del 67. Ese tema, señor Piñar, la Ponencia, y este humilde Ponente, no lo quiso tocar. No quiso hacerlo, pura y sencillamente, porque era un argumento tan contundente, que realmente parecía excesivo traerlo aquí a colación. ¿Es que no es cierto, señor Piñar, y señores Procuradores, que en el año 1947, cuando España se declara Reino y cuando se exigieron o establecieron las condiciones que se van a exigir al Sucesor, se dice que jurará los Principios del Movimiento? ¿Y cuáles son en el año 1947 los Principios del Movimiento? 

Señores Procuradores, en el año 1947 los Principios del Movimiento eran los 26 puntos de FET y de las JONS. Lo dijo Franco en el Decreto de 3 de abril de 1970 que lleva su firma: «El Movimiento Nacional ha sido elevado a rango constitucional por la Ley Orgánica del Estado». «Es, pues, evidente que el Movimiento Nacional institucionalizado por la Ley Orgánica del Estado, es el mismo Movimiento creado por el Decreto de 19 de abril de 1937, que, por necesidades históricas entonces evidentes, adoptó de momento la denominación de FET y de las JONS». Pues bien, señor Piñar, el Generalísimo Franco en 1958, al traer aquí la proclamación de los Principios del Movimiento modificó, sin duda, los del 37. Porque si no los hubiera modificado, estaríamos, el Sucesor y nosotros, jurando fidelidad a la voluntad de Imperio, al repudio del sistema capitalista, a la tendencia a nacionalizar la Banca, y, en definitiva, a la revolución a que aspiraba FET y de las JONS, tan respetable, tan entrañable, tan admirable para muchos de vosotros y que es lógico defendáis porque son páginas de la Historia de España. 

Pero de eso a deducir que los Principios del Movimiento son los mismos en el año 1937 o 1958, o que puedan ser literalmente los mismos el día de mañana, creo que hay una cierta diferencia, y vuelvo a reiterar, querido Piñar, que cuando he citado al señor Muñoz Alonso y al señor Herrero Tejedor, naturalmente que no he querido abusar del testimonio de entrañables amigos fallecidos; creo que he añadido con toda sinceridad puntos de vista completos de uno y otro. No trataba de conmover vuestro ánimo con esos evidentes testimonios de autoridad. De lo único que se trataba era de demostrar que personas absolutamente poco sospechosas pensaban y creían que los Principios del Movimiento Nacional –no la Ley, sino los Principios declarados permanentes e inalterables– eran, en realidad, susceptibles de modificación. 

Vuelvo a decir que en esos Principios, en la modesta medida en que esta Ley los modifica, que afecta sólo a la representación política (porque todo lo demás, naturalmente, queda vigente y en función de que la propia soberanía nacional se manifieste), no hay problemas de la metafísica de las cosas que afecten a la esencia, al alma, o a la conciencia nacional. Hay, pura y sencillamente, una opción política de interés nacional: Que el pueblo decida si desea permanecer en los modos de representación actuales, o si desea cambiar a unas fórmulas más inspiradas en el sufragio universal. Creo que tanto una como otra opción se pueden legítimamente defender, y de ello se trata, sin atentar para nada a eso que se ha llamado la eterna metafísica de España. 

Por esa razón la Ponencia solicita de SS. SS. que voten que no, en cuanto a la devolución de este proyecto de ley al Gobierno. Nada más. (Aplausos). 

 

El señor PRESIDENTE: Continuaremos mañana a las diez de la mañana. 

 

Se levanta hasta entonces la sesión. 

 

Eran las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.