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Hay una cosa que no se puede discutir. Porque está en la Historia, a pesar de los intentos que el Vaticano hizo durante siglos y que sigue haciendo para que no esté: que en la Santa Sede e incluso en la Roma Política (entre el 900 y el 936) mandaron tres mujeres y que ellas llegaron a poner y quitar hasta 10 Papas. Fueron estas mujeres: la Emperatriz Ageltrude, Teodora de Spoleto, la mujer del Consul de Teofilato y la hija Marozzia. La primera fue amante de Diacono Sergio, a quien haría Papa con el nombre del Sergio III. La segunda, fue amante del Papa Formoso y luego del Papa Juan X, con quien tuvo una hija de nombre Marozzia. Y la tercera, Marozzia, que terminó siendo amante del Papa Sergio, el amante de su madre, con quien tuvo un hijo, a quien haría también Papa con el nombre de Juan XI.

Fueron 36 años de dominio absoluto del Vaticano de estas 3 mujeres, ya que ellas pusieron y quitaron a su antojo a los 10 Papas que van desde el año 900 al 935 y que fueron estos:

Aunque para saber con realismo cierto lo que fueron aquellas 3 largas décadas les recomiendo la gran novela del periodista y escritor Alfonso S. Palomares titulada “El Evangelio de Venus” porque en el fondo más que una novela es una radiografía casi perfecta de los amores y amoríos, las traiciones, los asesinatos, los celos, las corrupciones y las manipulaciones de aquellos que pasaron a la Historia como Pontífices, sin ser otra cosa que “marionetas” salidas de las ambiciones y las orgias sexuales de una Roma empapada de sexo y esclava del Poder.

Como ejemplo de lo que puede leerse en “El Evangelio de Venus” les reproduzco unas páginas de la novela.

 La escena en la que la bella Marozzia le comunica a su amante, el propio Papa, Sergio III, que está embarazada y que van a tener un hijo…y todo ello, naturalmente, en el Vaticano, entre San Pedro y San Juan de Letrán, y efectivamente a los 9 meses nació un niño, que años más tarde sería también Papa. Para entonces Marozzia era ya la dueña y señora de Roma.

Pasen y lean:

 

Teodora tenía claro lo que debía decir al papa Sergio para que cooperara con la divina providencia que tan oportunamente había llamado a la inmortalidad al arzobispo Cailón. En cambio ignoraba lo que pudiera ocurrirle a Marozia, y eso le preocupaba. En el enorme portón de la entrada de Letrán, advertida de la llegada de su madre, la esperaba Marozia. Tenía el rostro alegre del florecer de los manzanos. Una vez dentro, sentadas confortablemente, Teodora se sentía bastante cansada, pues apenas se había detenido a dar cabezadas insomnes por la prisa en llegar. No hizo falta que Marozia le dijera nada, porque Teodora lo adivinó al instante. Resultaba evidente pese a que en lo físico no se le notara todavía. Se abrazaron. A las dos se les llenaron los ojos de lágrimas dulces.

-¿Qué piensa Sergio?

-Está enloquecido de felicidad. No se cansa de besarme el ombligo. Ya le ha dado nombre, se llamará Juan en honor del Bautista y como recuerdo permanente de la construcción de la basílica.

-¡Qué bonito nombre! Es mi preferido entre los nombres -Teodora no quiso decepcionarla y no le comentó que pudiera haber sorpresas como lo había sido ella cuando le tenían destinado el nombre de Octaviano.

Estaban muy contentas, al fin un Papa ingresaba realmente en la casa Teofilato. En la celebración por la buena esperanza participó toda la familia. El Papa estaba tan feliz como si le hubiera puesto la cruz final a la basílica, la que coronaba la obra. Incluso se atrevió a predecir que Juan sería Papa. Teofilato le dio el toque melancólico a la reunión al decir que ya podía morir tranquilo. Teofilato, como en los últimos tiempos desde su caída, estaba como ausente, ponía más atención al cultivo de lechugas y a los solitarios de dados que al ejercicio de su inmenso poder. Esto no preocupaba a nadie ya que Teodora lo suplía con creces y Marozia empezaba a dar señales de una irrenunciable pasión por el poder. Unos artistas vagabundos tocaron laúdes festivos y entonaron cánticos alegres. En un aparte sabiamente escogido, Teodora habló con el Papa de lo que le preocupaba. La silenciosa muerte de Cailón abría la puerta del arzobispado de Rávena a Juan de Tossignano, pues todavía no había sido ordenado obispo de Bolonia ni tomado posesión de su cátedra y, por lo tanto, no le afectaba la norma del Concilio de Nicea que tan cara le había costado a Formoso. Como bien sabía, Juan poseía altos conocimientos de teología, cánones y escrituras, además de prudencia y dotes de gobierno, virtudes que le hacían digno del arzobispado. Sergio había pensado en otro nombre, pero no podía negarse a la petición de Teodora en unos momentos de tanta felicidad. Le prometió comunicar y presionar a los electores para que eligieran a Juan, y él mismo se trasladaría a Rávena para ordenarlo con el máximo boato. Sería una buena columna que afianzaría el poder papal en las conflictivas iglesias de la Alta Italia.

Teodora no pudo dormir, agobiada por los calores de tanto gozo. Abuela del futuro hijo del Papa, y amante y amada del futuro arzobispo de Rávena. ¡Era imposible más grandeza! La casa de Teofilato nunca había podido soñar tales alturas. Volaba.

El nombramiento de Juan de Tossignano como titular del arzobispado de Rávena fue acogido con un alborozo tan desmesurado que las campanas de la ciudad repicaron tres días seguidos. El papa Sergio, como había prometido, lo consagró y entronizó en la catedral de San Urso. Todo el mundo pudo oler el prodigioso incienso de la corte imperial de la remota Persia. Marozia no pudo asistir porque los médicos que cuidaban su embarazo no le permitieron el viaje. La primera decisión que tomó Juan de Tossignano fue la de devolver la cantera de los milagrosos mármoles al conde Sergio de Mezzano. El joven conde besó largamente las manos de Teodora con profundo agradecimiento.

***

Marozia vivió los meses de la esperanza entre las rosaledas y el estanque de los cisnes del palacio de Letrán. Algún anochecer acudía al monasterio de Corsarum para asistir a la oración de completas y escuchar la armonía gregoriana de los Kyrie Eleison por la eterna salvación de Sergio. Cumplido el tiempo, se puso de parto con los dolores ineludibles derivados del pecado original. Los dolores con los que Yavé quiso castigar para siempre a las mujeres por la desobediencia de Eva, y cuyo castigo mantuvo a pesar de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, que nos redimió de aquel primer pecado. Por alguna misteriosa razón que desconocemos, Jesús no quiso anular con su muerte la condena del parirás con dolor dirigida a la mujer que su Padre pronunció lleno de cólera divina antes de expulsarlos del paraíso terrenal.

Al cabo de dos días de sufrimientos y quejas, Marozia dio a luz a un niño al que pusieron por nombre Juan, en memoria de Juan el Bautista. El papa Sergio nunca había dudado de que sería niño; Marozia sí, había escuchado demasiadas veces su propia historia como para no dudarlo. Sergio estaba firmemente convencido de que en el plan de Dios estaba destinado a ser Papa y de ahí la necesidad de la madre de cooperar en el plan divino cuando él ya no estuviera. Al cabo de tres meses, Marozia se encontraba totalmente recuperada y en su cintura no quedaban señales de que por ella hubieran pasado las penalidades y las gorduras de un embarazo. Juan mamaba con avidez de los pechos sonrosados de dos amas de cría.

Fue entonces cuando se presentó en el montículo del capitolio, delante de la iglesia de San Adriano, el diácono Helvio, ferviente predicador del Apocalipsis. Hacía años que había desaparecido, tras avisar de que se iba a Jerusalén y a otros lugares de tierra santa para meditar sobre el fin del mundo y sobre los males que afligirían a la humanidad cuando los cielos se desplomaran sobre la tierra. Había llegado acompañado por doce discípulos montando yeguas negras y vistiendo sayales rojos.

-Miradlas, porque aunque se llamen Teodora y Marozia las arrojaré en un camastro -clamó en voz muy alta-, a ellas y a los que fornicaron con ellas. Y si no se arrepienten de su conducta les enviaré sufrimientos terribles. Daré muerte a sus hijos y sabrán todos que soy yo quien examina entrañas y corazones.

La noticia de la predicación de Helvio llegó al palacio de Letrán, Marozia se asustó al conocer, sobre todo por la promesa de dar muerte a sus hijos. Sergio lo calificó de loco y Alberico echó la espada al cinto y salió a buscarlo para atravesarle la boca y el pecho, o simplemente rebanarle la cabeza. Teodora se opuso, porque resultaría contraproducente. Habría gente que entonces lo honraría como a un mártir. Lo mejor sería actuar, de nuevo, con el silencio del veneno. Enviaron a Lactancio, hábil administrador de brebajes, para que la muerte le llegara de manera natural y sin sospechas. Helvio se sentó en una piedra frente a la basílica de Santa María la Mayor para reponerse de tanto grito repetido. Estaba gordo y sudaba, tenía la garganta seca, y Lactancio aprovechó para ofrecerle una bebida refrescante que aceptó con agradecimiento y satisfacción. Estaba calculado que la muerte no fuera repentina, para que nadie la considerara culpa suya. Tardó una hora en morir. Le sorprendió la muerte en las termas de Caracalla, cerca del Corsarum, cuando iba a clamar de nuevo contra las mujeres que dominaban Roma. Los partidarios del Papa, alentados por la habilidad de Teodora, difundieron que la muerte de Helvio era un justo castigo por sus herejías y las grandes blasfemias que profería.

Mientras que el norte de Italia se desangraba en guerras intestinas, en Roma, en el Lacio y en el resto de los territorios pontificios la casa de Teofilato, bien articulada con el papa Sergio III, había logrado imponer la paz con un dominio absoluto del poder civil y religioso. Se habían jurado mantener lo más lejos posible a emperadores y reyes. Y lo habían logrado. Marozia era la más entusiasta de ese planteamiento, por ser la más joven, y todo en ella tenía la fuerza de lo nuevo y la frescura de lo reciente. La muerte de Pascanio de Frascati facilitó las estrategias de Teodora y Marozia. Necesitaban un hombre nuevo y con vigor para que se hiciera cargo de las herrerías de la familia en Tívoli y, sobre todo, asumiera con fuerza y sabiduría los adiestramientos de las milicias pontificias que habían terminado por confundirse con las de la casa de Teofilato. Se trataba de encontrar a un verdadero magister militum. Aunque el título lo siguiera manteniendo el conde de Túsculo, el clan familiar sabía que no podía ejercerlo a causa de sus disparatados desvaríos. Teofilato había encontrado la paz de espíritu con el cultivo de lechugas y otras especies hortícolas. Plantar cebollas era su última afición. Le gustaba asistir a las ceremonias públicas, y lo hacía conforme a los exigentes ritos de cada una, vestido con llamativos mantos abrochados con cadenas de oro y un extraño gorro de plumas que le había enviado su lejano pariente el margrave de Lotaringia. Sin duda, tales desvaríos eran fruto de la devastación que había causado en sus partes viriles aquel endemoniado puercoespín crestado. Tanto el Papa como Teodora y Marozia se propusieron mantener a Teofilato en la ficción del poder, mientras ellos lo ejercían. Sobre todo ellas. Nombraron primicerio de la curia al incondicional Rolano, prior del monasterio de Montecasino cuando fue asaltado por los sarracenos, hombre profundamente piadoso y célibe por convicción y voto. Conocía los secretos y a las gentes de la maquinaria pontificia porque la había servido desde distintos puestos con reconocida eficacia. En Alberico de Spoleto tenían al mejor de los capitanes posibles, al magister militum que podía formar y entrenar un verdadero cuerpo de hombres de armas dada su dilatada experiencia. También era el más indicado para coordinar la gestión de las herrerías de Tívoli, ya que sabía a quiénes se les podían vender armas y a quiénes no, y era muy entendido en la calidad de los metales así como en el perfecto acabado de las piezas. La duda era si aceptaría, pues pasaba largas temporadas en sus dominios de Orte y los nuevos cargos le exigirían gran dedicación en Roma y en los estados pontificios. Contra todo, Alberico aceptó de buen grado la propuesta y ofreció, sin que se lo pidieran, los hombres de armas de sus marcas de Camerino y Spoleto para aumentar las defensas del Lacio. Apretar sus brazos era como apretar el bronce. Marozia lo comprobó con sorpresa. Alberico pasó a integrarse en la familia, reforzando así la intensidad de su poder.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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