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Hablar de la Legión es hablar de honor, de dignidad, de códigos, de mística y de tradiciones; de ese sempiterno respeto hacia el hermano legionario caído en combate para, ya en el V Tercio del Recuerdo, abrazar enérgicamente a su amada, la Muerte, delante de todos los compañeros que le precedieron en el camino de la inmortalidad.
 
Hoy, 7 de enero de 2022, la Legión recuerda la muerte del cabo Baltasar Queija Vega, primera baja legionaria en los combates de Zoco de Arbáa. Y con su adiós, génesis de ese coqueteo de los «legías» con su paciente señora y su himno «El novio de la muerte», rememora la peregrinación hacia esa mortal doncella que te da toda una vida de ventaja para, al final, ganarte la partida.
 
Nuestro primer héroe legionario había nacido un 29 de marzo de 1900 en la onubense Minas de Riotinto y, tras un desencuentro amoroso con su novia, como tantos otros entre los que hemos llegado a las puertas del Tercio, y un esporádico empleo como camarero en Tenerife después de diversos trabajos en su población y alrededores, decidió marchar a Sevilla antes de enrolarse en las filas de la II Bandera una vez ya conformada la I Bandera a partir del 20 de septiembre de 1920.
 
El 9 de octubre de aquel año, el cabo quedó filiado con 20 años cumplidos y su corta estatura, en la vanguardia de una imprevisible aventura, no exenta de riesgo, por tierras de África. Las nuevas amistades en la sexta compañía de la II Bandera también iban a añadir un plus de emociones fuertes debido a sus condenas en prisión por revueltas políticas de años atrás.
 
Como decía, la nueva etapa vital ponía a su disposición el dudoso entretenimiento y camaradería que un par de centenares de antiguos convictos de la Cárcel de Barcelona podía ofrecer a la bisoñez e ingenuidad de aquellos recién llegados a servir y, si era preciso, morir por la Patria.
 
La atractiva campaña de marketing del general Millán-Astray no tenía parangón en lo referente a sueldo, ropa, servicio, heroicidad, vida o muerte. Su madera y carácter de liderazgo, tampoco; como el fundador de la Legión proclamaba a los cuatro vientos:
 
«¡Venís a morir! La Legión os abre sus puertas, os ofrece olvidos, honor y gloria. Vais a enorgulleceros de servir en la Legión. Podéis ganar galones y alcanzar estrellas. Pero a cambio lo tenéis que dar todo sin pedir nada. Los sacrificios han de ser constantes y los puestos más duros y de mayor peligro serán para vosotros. Combatiréis siempre y moriréis mucho. ¡Quizás todos! ¡Caballeros legionarios, viva el Tercio! ¡Viva la Muerte!».
 
Con esa arenga, además del Credo Legionario como ingrediente adicional y sus espíritus, aquellos hombres se convirtieron en estiletes de la Patria allá por tierras africanas donde las lejanas montañas o el desierto señalaban el objetivo de la futuras estrellas de la oficialidad como consecuencia de la victoria en el combate.
 
Y aquellos presos, antiguos actores anarquistas de la Ciudad Condal, bien que lo sabían. Su condición humana se debatía entre la elección de vida en la Legión o, con un futuro más que incierto, decadencia o muerte en prisión. La redención, pues, estaba servida en el menú del Tercio de Extranjeros con el compromiso a España y una presencia que, a su vez, servía para suplir la de quintos y reclutas cuya nula experiencia les convertía en carne de cañón. África, en ese primer tercio del siglo XX, no era un lugar muy atractivo para aquellas generaciones de jóvenes españoles que habían iniciado el siglo en cuestión. Por desgracia, para muchos de ellos sería su tumba.
 
Esta medianoche, justo 101 años después,  vienen a nuestra memoria aquellos arrestos del cabo Queija de la Vega al dar el paso al frente y alistarse en la Legión, no muy diferentes a los que, arrogante, tuvo con Millán-Astray: 

 

«Ojalá la primera bala perdida sea para mí, mi teniente coronel.»

 
Y así fue. El certero proyectil de un tirador cabileño hizo realidad aquel fatal desenlace, la épica y despechada premonición con la que el poeta legionario tanto había impresionado al entonces teniente coronel del Tercio de Extranjeros. 
 
El cabo, al mando de su escuadra, realizaba un servicio de aguada en las inmediaciones del Zoco el Arbáa de Beni-Hassan y, en la retirada hacia el campamento, fue herido de gravedad. Luego, acosado por los asaltantes, recibió múltiples heridas que, a pesar de su crudeza, le aferraron con mayor fuerza a su arma ante el empuje del enemigo. 
 
La reacción de sus seis hombres no se hizo esperar y, tras el preceptivo fuego de respuesta, acudieron al socorro del cabo Queija al que, junto a su fusil, le hallaron unos versos que, sin duda, ya ensayaba para recitar a su expectante amada:
 
«Somos los extranjeros legionarios, 
el Tercio de hombres voluntarios, 
que por España vienen a luchar.»

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Emilio Domínguez Díaz
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