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El «viacrucis» que vivió Dionisio Ridruejo fue único y singular. Ningún otro escritor de las 4 generaciones que coinciden con la República y la Guerra Civil vivió lo que el castellano (nació en Burgo de Osma, Soria): la triunfal entrada en la política, desde su posición antimarxista y anticomunista, el ser «niño mimado» de Serrano Suñer y Franco durante la Guerra, desterrado en la posguerra y durísimo opositor al Franquismo en su madurez. Dicen que Franco le tenía una especial admiración, hasta el punto de que un día dicen que dijo, cuando algún Jerarca del Régimen le quiso perseguir, «A Dionisio no se le toca y que no le falte de nada». Pero, las cosas no fueron ni como dicen unos ni como dicen otros. Es verdad que Dionisio irrumpió en las filas nacionales con el ímpetu de un joven que se había «enamorado» de las ideas de José Antonio Primo de Rivera y acabó combatiendo las sinrazones de la Derecha, de la Iglesia y el Militarismo reinante… y también es verdad que pasó por la cárcel y tuvo que soportar un destierro de 5 años y que supo, o se atrevió, a decirle a Franco las verdades del Barquero, que los demás no le dirían nunca.

Pero dejemos que sea el propio Ridruejo el que nos abra las puertas de su «viacrucis» particular:

«Tenía yo 18 años cuando fue proclamada en España la República española, 21 cuando se fundó la Falange española – a la que prontamente di mi adhesión –, 23 cuando se desencadenó la Guerra Civil, y 24 cuando cayó sobre mí – sin que yo lo desease ni poco ni mucho – el primer cargo ejecutivo de responsabilidad (Director General de Propaganda).

Mis primeros 20 años habían sido, por así decirlo, prehistóricos, desde el punto de vista político. Ni de mi casa, donde yo era el único varón, ni de mi pequeña villa episcopal, donde el correr de la historia era casi insensible, ni de los diversos internados donde había ido cursando mis estudios, incluidos los superiores, había podido yo recibir estímulos para interesarme por aquellos asuntos. Mi educación había sido tradicional y conformista y mis reacciones personales – como es normal – rebeldes e interrogantes. Mi conocimiento de las realidades políticas y sociales era sumario, filtrado con dificultades a través de las grietas de todos aquellos senos maternos en que se defendía aun buena parte de  mi infancia, pero bastaba para hacerme comprender que vivíamos  todos en una sociedad injusta y algo asfixiante. Fue, sin duda, el clima de intensa politización desencadenada por la experiencia republicana el que, invasoramente, acabó despertando en mí las inquietudes de ese orden  que solo de un modo intelectual y abstracto – a través de mis desordenadas lecturas y de mi sentimiento generoso – se me habían insinuado… En 1935 conocí personalmente, fuera de los círculos falangistas, a José Antonio Primo de Rivera, un hombre sugestivo, inteligente, de gran elegancia dialéctica, gallardía y segura honradez personal, que a estas gracias añadía la de un punto de timidez delicada y deferente, enormemente atractiva. Me impresionó como no me ha impresionado ningún otro hombre y me pareció ver en él el modelo que el joven busca instintivamente para seguirle e imitarle: algo así como el amigo mayor que siempre orienta el despegue rebelde de los adolescentes cuando se siente la necesidad de romper lo más inmediato e impuesto. Con esto, mi sistema de mitificaciones quedó completo.

Nunca he dejado ni dejaré de sentir por la figura de José Antonio el gran respeto y vivo afecto que me inspiró entonces, aunque muchos de sus pensamientos me parezcan hoy inmaduros y otros contradictorios y equivocados. Creo aun en su buena fe con tanto rigor acreditada por las actitudes humanísticas que antecedieron a su muerte. En verdad José Antonio no tenia aquella seguridad histriónica de los Jefes Fascistas – e incluso no fascistas – y parecía estar siempre en actitud crítica frente a si mismo, buscando lo que no acababa de encontrar. En conversación particular – aun con una persona muy joven que tenia ante él la actitud contenida de la admiración incondicional – no ocultaba sus dudas sobre la calidad de la pequeña masa que le acompañaba. Trataba de distinguir su movimiento de los modelos fascistas, no renunciaba a la esperanza de tener audiencia entre los hombres de izquierdas para que ellos hicieran innecesario su propio partido tomando la dirección que a él le interesaba

Sin embargo, y antes de seguir adelante en su hilo biográfico, creo necesario dar un salto en su vida y detenernos en el momento cumbre de su actuación política. O sea, cuando en 1942, desilusionado ya por lo que había vivido y estaba viviendo en la España Nacional, le dirigió a Franco la Carta más sincera que ningún Jefe del Estado haya recibido en su vida. Naturalmente, Dionisio que era una inteligencia nata, sabía a lo que se exponía cuando se dirigió al ya entonces Generalísimo, Jefe del Gobierno y Jefe del Estado con estas palabras:

Carta a Franco

Madrid, 7 de julio de 1942

Al Excmo. Sr. D. Francisco Franco Bahamonde

Jefe del Estado

Jefe Nacional de FET y de las JONS

Madrid

«Mi General:

Si me atrevo a distraer la atención de V. E. con esta carta es simplemente por una razón de conciencia.

Cuando llegué a España, tras una ausencia larga e ilusionada, tuve, en mi choque con la realidad, una impresión penosa que no quise dejar de comunicar a V. E. en la audiencia que se dignó concederme. Podía yo, aún entonces, creer que se trataba solamente de eso: del choque con una realidad agria al salir de un ambiente de pura esperanza. Luego han pasado meses, he podido estar con unas y otras personas, ver directamente el estado de las cosas y tener según creo una impresión justa de todo. El resultado ha sido para mí doloroso. Todo ha ido llegando a los peores extremos. Vivíamos antes en un estado de mal arreglo, pero ahora no parece quedar ante el falangista sincero el margen de esperanza que hace meses parecía abierto. No creo que se trate de una nueva sensibilidad mía, pero en todo caso lo cierto es que seguir viviendo silencioso y conforme como un elemento, aunque insignificante, del Régimen me parece, en el estado actual de cosas, un acto de hipocresía. Por eso adopto esta actitud sincera al dirigirme a V. E.

No sé si se puede tener una vocación profesional, incondicional, por la política. Yo no la he tenido jamás. Me he encontrado en ella —en un puesto de mando, siquiera sea aparente— sin desearlo, arrastrado por mi voluntad de servicio no simplemente a España —que a ésta creo poder servirla siempre sin función pública, con mi simple vida— sino a un Movimiento político definido y concreto, con sus principios y sus proyectos, que es la Falange. Sólo dentro de ella creía servir políticamente a España con arreglo a mi conciencia y con ilusión eficaz. Cualquier otra cosa podía parecerme incluso respetable pero me parecería siempre «otra cosa», en la que no creo tener nada que hacer. Y éste es el caso. Durante mucho tiempo he pensado —junto con algunos de los servidores más inteligentes y leales, más exigentes y antipáticos quizá también, que ha tenido V. E.— que el Régimen presidido por V. E., a través de todas sus vicisitudes unificadoras, terminaría por ser al fin el instrumento del pueblo español y de la realización histórica refundidora que nosotros habíamos pensado. No ha resultado así y esto lleva camino de que no resulte ya nunca. No voy a aludir al contenido mismo del propósito, sino simplemente a la técnica de su realización, que era la de una dictadura nacional servida por un movimiento único, creadora y revolucionaria.

Puede esa fórmula de Régimen ser mejor o peor que otra, pero en todo caso de lo que sí debemos estar seguros es de que, de ensayarla, habría que hacerlo con todas sus consecuencias, aplicándola seriamente. El dictador no puede ser un árbitro sobre fuerzas que se contradicen, sino el jefe de la fuerza que encarna la revolución. El Movimiento no puede ser un conglomerado de gentes unidas por ciertos puntos de vista comunes, sino una milicia fuerte, homogénea y decidida. Y sobre todo, ese Movimiento, con su jefe a la cabeza, debe poseer íntegramente el poder con todos sus resortes y el mando efectivo de toda la vida social en cuanto la sociedad es sociedad política.

Por supuesto todo esto no al servicio de un capricho de opresión, sino al servicio de una creación verdadera, de una empresa capaz de crear para ese pueblo mejores formas de vida y un ideal colectivo proporcionado a su vitalidad.

Frente a esto, ¿cuál es la realidad? Repito a V. E. que para mí, falangista, la fuerza a que he aludido no podía ser otra que la Falange misma, ensanchada, sin menoscabo de la intención que tuvo en su origen, hasta el límite que permitiese su capacidad de asimilación de las masas nuevas; que el Régimen entero debía ser ocupado por auténticos falangistas —porque los principios viven por los hombres y no por su simple virtud— y que el jefe del Régimen había de serlo en cuanto jefe auténtico de esa Falange.

La realidad es casi absolutamente opuesta a este esquema. V. E. puede, si quiere, pensar que, producida esa identidad formal entre jefe del Movimiento y jefe del Régimen, todo se legitima simplemente por la concurrencia de las decisiones en este vértice. Pero yo me permito sostener que la autenticidad ha de ser cosa de hecho y extenderse a cada organismo; que no basta una disciplina común. Y lo cierto es que los falangistas no se sienten dirigidos como tales, no ocupan los resortes vitales del mando, pero, en cambio, los ocupan en buena proporción sus enemigos manifiestos y otros disfrazados de amigos, amén de una buena cantidad de reaccionarios y de ineptos.

El resultado es catastrófico. En primer término, la Falange gasta estérilmente su nombre y sus consignas amparando una obra generalmente ajena y adversa, perdiendo su eficacia. En segundo lugar, la pugna hace que toda su obra aparezca llena de contradicciones y sea estéril. La mitad de la energía del Régimen se pierde en discusiones, recelos, actos de ataque y defensa, etc. Por último, la pretensión de los que inútilmente se disputan el Régimen engendra en todo el país desesperadas indiferencias o bien pugnas enconadas: un estado mixto de desentendimiento y guerra civil.

Por otra parte el Movimiento mismo, al no sentirse misionado, pierde fe y realidad, desgasta sus equipos y termina por hacer prevalecer a los que, por mediocres, resultan más cómodos, mientras dura en su seno la pugna de una unificación que será imposible mientras las posiciones más contradictorias tengan autoridad para diluir sus principios en el patrioterismo tópico de la derecha tradicional.

Amén de esto, el Movimiento se desprestigia por su burocratismo inoperante y se hace grotesco e indigno al tener que soportar frente a sí otras fuerzas más reales, mejor armadas y de contraria voluntad política. Ser falangista ya apenas es ser cosa alguna y es además exponerse a diario vejamen. ¿Cómo un Movimiento en tal situación puede ser lo que debe ser: la extensa minoría revolucionaria que posee y defiende el plan al que todos tendrán que plegarse y el cuerpo galvanizador del pueblo en los trances decisivos?

Mientras esto sucede, he aquí la terrible realidad del Régimen:

1.º Fracaso del plan de gobierno y de la autoridad en materia económica. Triunfo del «estraperlo». Hambre popular desproporcionada.

2.º Debilidad del Estado, que sufre las intromisiones más intolerables en materias que afectan a su propia contextura política, mientras se enajena el apoyo popular con una política excluyente de estilo conservador.

3.º Abandono de una política militar de previsión eficiente y, en cambio, permanencia del Ejército como vigilante activo de la vida política; cosa que se justifica por la inestabilidad del Régimen, en la tradición intervencionista, no superada, procedente de un siglo de guerras civiles.

4.º Confusión y arbitrariedad en el problema de la justicia, con agudización del encono rojo en extensas zonas del pueblo.

5.º Conspiración incesante de los sectores reaccionarios, anglófilos de ocasión, que invita a la intriga a las gentes que defienden privilegios y toman posiciones enfrente del Régimen y más concretamente contra la Falange.

6.º Olvido total de la verdad fundacional falangista. El Movimiento inerme y sin programa. Los mandos poco auténticos y sobradamente vulgares. La masa a expensas de los demagogos.

Todo esto, mi General, en un recuento a la ligera. Pero basta. Quiero subrayar con él que no tenemos régimen que valga, salvo en sus aspectos policiales, y que la Falange es simplemente la etiqueta externa de una enorme simulación que a nadie engaña.

¿No sería mejor avanzar decididamente hacia un régimen sincero? Yo y cualquier falangista preferiríamos hoy una dictadura militar pura o un gobierno de hombres ilustres a esta cosa que no hace sino turbarnos la conciencia.

Por mi parte puedo decir a V. E. que no he hablado con persona alguna del Régimen que no ponga un tono de «oposición» en sus palabras. ¿Es esto normal? Nadie se siente responsable de lo que se hace porque todos piensan que esto es una cosa provisional en la que están de tránsito.

Puede pensar V. E. en cómo todos estos problemas, que quizá el tiempo pudiera resolver en ocasión más tranquila, adquieren un carácter de trágica urgencia ante la situación del mundo, en el que España está fatalmente situada y en el que quizá puedan llegar momentos peligrosos y en el que es inútil pensar en rebelarse porque el conato de rebeldía podría ser utilizado por los de fuera e interpretado como traición.

Que el Régimen es impopular no es preciso decirlo. Y es claro que esta impopularidad comienza a minar grave y visiblemente el prestigio de V. E. y a invalidar históricamente la Falange, cuyas ideas no han sido ensayadas y cuyos hombres son insignificante minoría en el mando efectivo del país. El falangista tiene que luchar dentro contra el sentido general del Régimen, contra bloques enteros del Estado que le hostilizan. Y tiene que luchar fuera para defender este mismo Régimen con el que está disconforme. ¿Cómo es posible sostenerse en tal situación? Pero la cosa es más grave: la campaña antifalangista se replica en el seno de la Falange con otra campaña contra V. E. y las dos pueden tener éxito. Porque, en efecto, «parece» que la Falange manda y, en efecto, también «parece» que V. E. burla a la Falange. Nunca ha sido más fácil provocar una crisis. Por eso, repito, sería preferible una situación del todo adversa, manifiesta y clara.

Todo parece indicar que el Régimen se hunde como empresa aunque se sostenga como «tinglado». No tiene, en efecto, base propia fuerte y autorizada y la crisis de disgusto es cada vez más ancha. Un día podría producirse el derribo con toda sencillez. Entonces los falangistas caeríamos envueltos entre los escombros de una política que no ha sido la nuestra. ¿Piensa V. E. qué desgracia mayor podría yo tener, por ejemplo, que la de ser fusilado en el mismo muro que el general Varela, el coronel Galarza, don Esteban Bilbao y el señor Ibáñez Martín? No se trata de no morir. Pero ¡por Dios! no morir confundido con lo que se detesta.

Pero yo no pretendo otra cosa que advertir. Confieso que los pequeños cargos aparenciales con que V. E. me distinguió me pesan en exceso y sería feliz librándome de ellos. Por el momento pido meditación solamente. Preveo que esto tal como lo vivimos acabará mal. No sé si aquellos camaradas míos a quienes aludí creen otra cosa; no he querido mezclar a nadie en estas manifestaciones. Desde luego sé que ellos —como yo— saben cuán fácilmente el porvenir podría tomar un rumbo diferente. Se trataría de dar el paso decisivo. De mi entrevista con V. E. saqué la conclusión de que el paso no se daría. Y cumplo con mi conciencia presentando ante V. E., y sólo ante V. E., mi más absoluta insolidaridad con todo esto. Esto no es la Falange que quisimos ni la España que necesitamos. Y yo no puedo exponerme a que V. E. Me tenga por un incondicional. No lo soy. Simplemente pienso con tristeza que aún todo podría salvarse. Pero mientras lo pienso estoy ya moralmente de regreso a la vida privada.

Perdóneme V. E. toda esta impertinente crudeza. Sepa en cambio que con todo fervor le deseo una vida de aciertos para España.

Respetuosamente a las órdenes de V. E.

Dionisio Ridruejo

Con Serrano Suñer

¡Era demasiado para Franco!… y naturalmente fue apartado de todos sus cargos y castigado con un duro destierro a Ronda, donde permaneció confinado hasta que fue trasladado a Sant Cugat de Vallés (Barcelona). Fue el comienzo de su «exilio interior», luego le llegaría también el «exilio exterior», y el «rubicón» de su vida política, aunque todavía tuvo el atrevimiento de volver a enfrentarse a Franco en una extraña audiencia que el Jefe del Estado (¡Dios!) le concedió casi en secreto y a sabiendas de su estado de confinamiento en 1947.

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Pero, volvamos a su biografía. ¿Cuándo, cómo y por qué se fue apartando de su sincero falangismo inicial y alejándose de Franco y el franquismo? Está claro que su primer «choque» llegó con el Decreto de Unificación (19-04-1937), porque en cuanto lo supo por Serrano Suñer (precisamente entonces se conocieron ambos) pensó que era un disparate unir fuerzas tan dispares como lo eran aquellos «forofos» iniciales del 18 de julio y ni corto ni perezoso se fue directamente a ver a Franco y con la insolencia propia de sus 25 años y su sinceridad le espetó en su despacho de Salamanca:

–        «Mi General, ¡es un disparate!… tratar de unir a las derechas católicas, a las derechas monárquicas, a las derechas económicas, a los terratenientes, a los obispos y cardenales con la falange de José Antonio es una locura. Mi General, ¿pero no se da cuenta que eso es como meter en un mismo saco leones y gacelas?… Si usted une eso hasta podríamos perder la guerra«.

Ridruejo junto a Franco

Pero, Franco, sin inmutarse, le respondió hasta con cierto cariño (cosa sorprendente en aquel Franco):

–        Está bien, Ridruejo, está bien. Tendré en cuenta su opinión, usted es un hombre sincero y eso le favorece. Le llamaré otro día.

Sin embargo, a la postre los argumentos que le hizo llegar a través de Serrano Suñer le hicieron aceptar la Unificación.

–        Ridruejo, yo estoy contigo, también a mí me parece un imposible unir fuerzas e ideologías tan dispares. Pero, Franco tiene razón en una cosa, más importante que eso e incluso que el futuro está la «Guerra»…¿Porque de qué servirían nuestras cuitas si perdemos la «Guerra»? Franco tiene razón, Ridruejo, de momento hay que unificar todas las fuerzas posibles y ganar la «Guerra». Luego, si la ganamos, tendremos tiempo de rectificar nuestros errores de hoy.

Así que aquel joven Dionisio Ridruejo se tragó sus quejas y se volcó, también él, en hacer lo posible por ganar la Guerra y hasta hubo días que dejando atrás sus labores como Jefe de Propaganda, iba al frente para luchar como un soldado más.

Y siguió la Guerra y las tropas nacionales fueron venciendo, batalla tras batalla, a las tropas rojas y la España Nacional fue creciendo a costa de la España Republicana.

En 1939, derrotado el ejército republicano en la Batalla del Ebro, las tropas de Franco entraron en Barcelona (26-01-1939)… ¡Ay!, pero aquella jornada fue otro disgusto para Ridruejo. Así lo cuenta él mismo en «Casi unas Memorias»:

«En enero de 1939 se produjo la ocupación de Barcelona y con ella una crisis de decepción en mi ánimo parecida a la de los días de la unificación. Aunque al modo falangista, veía yo el problema catalán como un problema delicado y no me parecía que el atropello de las cosas que los catalanes amaban –comenzando por su idioma- fuera lo más aconsejable para disuadirles de su veleidad secesionista. Trabajaban conmigo, en el servicio de propaganda, muchos catalanes que, como es lógico, estimulaban aquellas inclinaciones mías. Para «entrar» en Barcelona habíamos preparado, a cargo de catalanes siempre, camiones de propaganda –y hasta ediciones literarias de sus obras más respetables- en el lenguaje vernáculo. La «autoridad» se incautó secamente de todo aquel arsenal y prohibió, sin más, el uso del idioma. Las primeras medidas de ocupación –me pusieron al borde de la náusea. Regresé a Burgos descorazonado y enfermo y unos días después tenía que ir a reparar mi estado físico –y en cierto modo el moral- en un sanatorio, precisamente en las montañas catalanas. Esto me impidió llegar a Madrid, ocupado en abril, hasta otoño.»

Sí, fue una desilusión grande, pero no sería la única. «Durante un año más –escribiría después- seguí ocupando mi puesto de Director de Propagando, aunque de una manera más nominal que real, pues por diversas razones –las más de ellas políticamente irrelevantes- me sentía insatisfecho y despegado de aquellas funciones… mis discrepancias con el franquismo aumentaban día a día y ya me planteé la dimisión y el retiro. Cosa que de momento no hice por los consejos de mi ya amigo Ramón Serrano Suñer, a la sazón todavía Ministro de la Gobernación, que una y otra vez me pedía paciencia… Pero a finales de 1940 no pude aguantar más y abandoné la dirección de Propaganda y fundé, con Laín Entralgo, la revista «Escorial». Nuestro propósito estaba claro, recuperar el mundo de la cultura y recomponer el desastre de los exilios. De ahí que nos dirigiéramos a los escritores intelectuales que se había quedado dentro y a los que por una u otra circunstancias se habían marchado (lo cual también nos traería problemas con las «Jerarquías del Movimiento»). Como secretarios de la revista figuraban el poeta Luis Rosales y el liberal Antonio Marichalar, que procedía del grupo de la «Revista del Occidente». En «Escorial» colaboraron prontamente hombres como Menéndez Pidal, Marañón, Zubiri, Baroja, Eugeni D’ors, Azorín, Julián Marías y casi todos los poetas y escritores no exiliados, cualquiera que fuera su tendencia.

Con la revista pretendíamos contrarrestar el clima de intolerancia intelectual desencadenado tras la guerra y crear unos supuestos de comprensión del adversario, integración de los españoles, etc. En algún número de la revista se condenó secamente –y no sin consecuencias molestas- el nombre de «Cruzada» aplicado a una Guerra Civil; se condenó el «exceso de arrepentimiento» de los que pasaban de izquierdistas a reaccionarios, dejándonos sin esperanza de equilibrio; se condenó, en fin, de uno u otro modo, la idea del monopolio de los vencedores y de la dogmatización de sus ideas.»

«Por lo que a mí se refiere –sigue diciendo- confesaré que aquellos dos años, 1940 y 1941, fueron para mí los más contradictorios, los más desgarrados y críticos de mi vida. Los de disgusto interior más irritable. Terco en la esperanza y en las convicciones teóricas, vivía cada día su fracaso y me estrellaba cada día contra la realidad… Yo soñaba con la reconciliación de vencedores y vencidos y la realidad me hacía ver que ni los vencedores querían olvidar que habían vencido ni los vencidos estaban dispuestos a aceptar la derrota. Las dos Españas seguían odiándose como antes del 18 de julio».

Y sin pensarlo se fue a Rusia con la «División Azul» y allí permaneció, como un soldado raso, luchando a muerte contra los comunistas. A su lado estaban muchos de los jóvenes falangistas (Agustín Aznar, Enrique Sotomayor y otros) que se habían ido desilusionados al ver que la atractiva ideología de José Antonio se quedaba en la orilla y el nuevo Régimen sólo se aprovechaba de la fachada externa. Según él la campaña de Rusia fue una experiencia positiva, ya que conoció a fondo lo que era el comunismo, pero también lo que era el nazismo y según él volvió «deshipotecado» y libre para disponer de su persona con libertad plena de conciencia.

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¿Y qué España encuentra a su vuelta de Rusia? «Las posiciones conservadoras –escribe- se afirmaban en todas partes. La represión alcanzaba proporciones absurdas. La corrupción daba ya pasos agigantados (lo de «straperlo» era un juego de niños) el Partido se aborregaba y abría su propio expediente de depuración para quitarse el San Benito de «refugio de rojos» que le echaban encimas los grupos más febriles. El papel de Serrano Suñer, el único que con sus defectos incluidos, pensaba más o menos como nosotros, bajaba, no porque sus ideas políticas fueran estas o las otras, sino porque se permitía la libertad de poner en duda las dotes mesiánicas del Jefe y no era bastante flexible para «tragarse» lo que estaba sucediendo a su alrededor.»

En este estado Dionisio ya no aguantó más y escribió la famosa carta a Franco de la que ya hemos hablado.

Y a Ronda llegó cuando todavía reinaba el sol en la vieja ciudad del Tajo. Dionisio se las arregló para sobrellevar el destierro y permanecer en el bello Hotel Victoria, donde además la Dirección había tenido el simpático gesto de darle la  misma habitación que años atrás había ocupado el joven poeta alemán Rainer María Rilke. Hay que haber visitado Ronda para poder hablar de su encanto y de sus misterios. De su larga estancia allá quedaron algunas Cartas que le escribió a sus amigos Antonio Tovar y Ramón Serrano Suñer.

Al primero le abría su corazón y su faceta más personal.

«Querido Antonio, no sabes cómo me ha alegrado saber que ya eres padre y que Chelo está bien. Ya tienes algo que yo no tengo, ni veo nada parecido en el horizonte. El amor me sigue dando la espalda.

Pero, de amor e ilusiones hablo con mis «compañeros» de destierro. ¿Sabes qué te estoy escribiendo desde la misma habitación que Rilke escribió sus «Cartas a un joven poeta» y algunos de sus famosos «Sonetos a Orfeo»? Te aseguro que me está viniendo muy bien leer esas Cartas, sobre todo la Sexta, en la que habla casi en exclusiva de la grandeza de la soledad. La necesidad de soportarla con firme actitud y protegerla para acercarnos al encuentro de nosotros mismos. Aunque lo que más me está influyendo es su «vuelta a la infancia». Según Rilke cuando la vida se te pone cuesta arriba y la adversidad hace acto de presencia lo mejor es volver los ojos atrás y recuperar el tiempo pasado. Así que aquí me tienes recordando mi infancia y mis «locuras» de juventud. Ahora me veo en aquella Segovia de mi niñez o la impresión que me causó «nuestro» José Antonio la primera vez que hablé con él. ¡Dios!, mi querido amigo, que lejos quedan ya los uniformes y las glorias del mando… ¡Y qué triste es ver en qué ha quedado todo!

Otro día te hablaré de la novela que he empezado a escribir… quiero, necesito, contar lo que ha sido mi experiencia falangista y con «esto» que se inventaron Serrano y Franco, pero como sé que la censura no lo dejaría pasar quiero hacerlo en forma de novela y con nombres ficticios para ver si así cuela.

Un abrazo fuerte y un beso para la criatura y su madre»

La otra carta digna de mención se la dirige a su amigo Ramón Serrano Suñer, pero con unos años de diferencia. A raíz de la Carta que Serrano le escribe a Franco en septiembre de 1945

«Querido Ramón, he leído, por fin, la Carta que le enviaste a tu «pariente». Ni que decir tiene que estoy de acuerdo con todo lo que dices, pero si yo hubiera estado en tu lugar no la habría escrito. ¿Para qué?… si tu sabes como yo que ¡Dios! escucha atentamente pero luego se ríe de ti en cuanto le das la espalda y hace lo que le da la gana

Mi querido Ramón, esto no tiene arreglo… y aquí ha sucedido lo que nos temíamos en Salamanca cuando te empeñaste en hacer el «Decreto de Unificación», porque, ya lo ves, aquí triunfaron las Derechas que tanto daño le han hecho siempre a España, la Derecha católica, la Derecha económica, los Terratenientes y los Obispos y Cardenales… y sobre todo la corrupción. Hoy, por lo que me dicen y por lo que me llega del exterior, los corruptos se han infiltrado ya hasta en los más recónditos rincones de la administración… y si me apuras hasta del Pardo. ¡Dios, sí «nuestro» José Antonio levantara la cabeza!

En fin, no sé cómo voy a hacerte llegar esta carta, ya sabes que hasta en el destierro me tienen supervigilado. Si cada 10 días tengo que presentarme en el cuartelillo de La Guardia Civil pare decir simplemente que estoy vivo.

Por lo demás, decirte que estoy escribiendo y leyendo más que nunca. Afortunadamente encontré a Seneca y su destierro en Córcega, y te aseguro que sus meditaciones me han servido y me están sirviendo para sobrellevar mi propio destierro… Aunque ya sabes que para un buen romano el destierro era la mayor pena que se le podía imponer a un sentenciado, más, incluso, que la pena de muerte.

Un fuerte abrazo ¡Arriba España!… pero la nuestra, no la de Dios, no la de tu «pariente»»

Pero como todo llega en esta vida a Dionisio le llegó la libertad y el fin de su destierro. Bueno, libertad si a vivir vigilado y proscrito, sin trabajo y apenas sin medios económicos se le puede llamar libertad. Y Dionisio ya no estaba solo, porque en 1944 se había casado con Gloria de Ros, la mujer y compañera ideal que le acompañó hasta su muerte.

Desde 1951 reside en Madrid, dando conferencias, escribiendo artículos o viviendo a salto de mata y gracias al apoyo que el viejo equipo de los años de jerarca falangista había conseguido reunir bajo el paraguas protector de Serrano Suñer: Gonzalo Torrente BallesterXavier de SalasJuan Ramón MasoliverJosé María FontanaSamuel RosRomán EscohotadoCarlos SentísAntonio de ObregónMartínez BarbeitoEdgar NevilleLuis Escobar, Leopoldo Panero, Manuel Augusto García ViñolasPedro Laín EntralgoLuis RosalesLuis Felipe Vivanco, etc.

Pero, «Volverán banderas victoriosas // Al paso alegre de la paz» (los versos que consiguió meter en el texto del «Cara al Sol»), porque a pesar de sus circunstancias personales no cesó en su aspiración de liberalizar el Régimen de Franco y su actividad en la oposición clandestina fue a más… hasta que apareció como uno de los responsables de la revuelta estudiantil de 1956 que le llevaría a la cárcel, junto a los comunistas Ramón Tamames, Javier Pradera, Enrique Mujica,  Miguel Sánchez Masas y los liberales José María Ruiz Gallardón y Gabriel Elorriaga.

Y en este caso Franco ya no tuvo miramientos con su antaño «mimado» Dionisio Ridruejo. Y eso lo percibió Ridruejo mejor que nadie y por ello en cuanto salió de la cárcel se las arregló para irse a un exilio voluntario en E.E.U.U., donde permaneció hasta el famoso «Contubernio de Múnich» (1962).

Bueno, el «Contubernio de Múnich» en versión franquista, porque en realidad lo que se celebró en la capital alemana fue el «IV Congreso del Movimiento Europeo», al que asistieron 118 políticos españoles de todas las tendencias opositoras al Régimen franquista, tanto del interior como del exilio, excepto el Partido Comunista de España, a cuya presencia se opusieron todos los demás. Al final los reunidos en Múnich tomaron por unanimidad la siguiente resolución:

El Congreso del Movimiento Europeo (…) estima que la integración, ya en forma de adhesión, ya de asociación de todo país a Europa, exige de cada uno de ellos instituciones democráticas, lo que significa en el caso de España, de acuerdo con la Convención Europea de los Derechos del Hombre y la Carta Social Europea, lo siguiente:

1.- La instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el Gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados.

2.- La efectiva garantía de todos los derechos de la persona humana, en especial los de libertad personal y de expresión, con supresión de la censura gubernativa.

3.- El reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales.

4.- El ejercicio de las libertades sindicales…

5.- La posibilidad de organización de corrientes de opinión y de partidos políticos…

Los delegados españoles, presentes en el Congreso, expresan su firme convencimiento de que la inmensa mayoría de los españoles desean que esa evolución se lleve a cabo de acuerdo con las normas de la prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo.

Fue la gota de agua que colmó el vaso de Franco, porque dio órdenes rotundas de que todos los participantes en Múnich fueran a la cárcel en cuanto pisaran territorio español. Algunos, a pesar de la amenaza, volvieron y automáticamente fueron encerrados en Fuerteventura (Canarias). Otros, entre ellos Ridruejo, no quisieron más destierros ni cárceles y prefirieron quedarse directamente en el exilio… Y en París se quedó Dionisio 2 largos años hasta que consiguió un contrato firme en la universidad de Austin (Texas)… Y ya sólo volvió cuando su salud empezó a resquebrajarse y aun así tuvo que pasarse otros 6 meses en la cárcel.

Murió en Madrid el 29 de junio de 1975 (o sea, tan sólo 5 meses antes que su ¡Demonio! Francisco Franco), cuando ya tenía a la vista, como Moisés, la Tierra Prometida, la Democracia soñada durante su largo «viacrucis» político y personal.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.