22/11/2024 01:34
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Seguimos con la serie «Los caballos de la Historia», que está escribiendo para «El Correo de España» Julio Merino. Hoy habla de «Bayard», el caballo del imperio de Carlomagno y «Vigilante», el caballo de Rolando.

 

 

«BAYARD»

EL CABALLO DEL IMPERIO DE CARLOMAGNO

 

Confieso que me gustaría tener la privilegiada mente de Leonardo, el pincel de Velázquez, el genio de Goya, la pluma de Cervantes, la fuerza de Shakespeare, la intuición de Mozart, la grandiosidad de Wagner, la imaginación histórica de Walter Scott y hasta el sibilino realismo de mi admirado Galdós… para poder sintetizar en unos cuantos párrafos lo que fue aquel mundo de la Alta y Baja Edad Media, lleno de caballos, caballeros y «libros de caballerías», en el que uno lo mismo puede encontrarse con Al-Mansur (el Victorioso), Abderramán III, el Cid, Fernán González, Alfonso el Batallador, Fernando III, Jaime el Conquistador, que con el gran Carlomagno y Rolando, el héroe de Roncesvalles, o Ricardo Corazón de León e Ivanhoe y Saladino, o los Ricardos de Shakespeare y los Templarios de la «Cruz Roja», o los «caballeros de la triste figura» y los nobles del rey Arturo… ¡Dios, qué mundo, qué hombres, qué ideales, qué hazañas, qué batallas, qué dogmas!… ¿Se imaginan ustedes aquel ejército de Almanzor que desde Córdoba se llega hasta Santiago de Compostela y vuelve cargado con las campanas de la catedral? ¿Se imaginan ustedes a aquel Corazón de León que atraviesa Europa para reconquistar los Santos Lugares y Jerusalén? ¿Se imaginan ustedes a aquel Carlomagno viajando desde los Pirineos hasta el Danubio?…

Pues bien, dejen correr la imaginación y vean lo que muchos historiadores no han visto o no han querido ver. Algo que, sin embargo, es la pura verdad, porque ¿qué sería de ese mundo, qué hubiese sido aquel período histórico, cómo se podría haber hecho Europa sin la presencia del caballo?… Al-Mansur protagoniza sus «correrías» por tierras cristianas a lomos de sus pura sangre árabes; Abderramán manda construir en su alcázar unas cuadras especiales para sus dos mil caballos de reserva; el Cid conquista Valencia montado en su Babieca casi el mismo año que Ricardo Corazón de León y Saladino se enfrentan de cara a los Santos Lugares sobre sendos alazanes del desierto; Timuchín Gengis-Khan construye su imperio chino-mongólico llevando las riendas de un zaíno con motas oscuras y hocico claro procedente de las montañas de Tachín Schara Nuro («montañas de los caballos amarillos»), mientras Jaime I de Aragón (el Conquistador) aprende a montar sobre una hermosa yegua de origen normando, regalo de su madre, doña María de Montpellier, o Fernando III de Castilla y de León entra triunfalmente en Córdoba (la Córdoba de las mil mezquitas, llorada por Averroes y Maimónides) a lomos de un ruano blanco y negro que causa más impresión que los mismos caballeros cristianos.

Sí, ¿qué sería del mundo medieval sin la presencia de los nobles, valientes y sufridos caballos?… ¿Qué hubiese sido de aquellos reyes, siempre en guerra unos con otros, sin los caballos y las caballerías?… ¿No terminaría Ricardo III ofreciendo su reino ¡por un caballo!?… ¿Podría existir Don Quijote sin Rocinante?…

Pero, visto en su conjunto el «cuadro», bajemos al redondel de la Historia y detengámonos, aunque sólo sea por un momento, en el animal más famoso del reinado de Carlomagno, aquel Bayard que supo eclipsar incluso al mismísimo caballo del emperador. Eso sí, digamos para centrar el tema quién fue y cuándo existió Carlomagno.

Carlomagno, hijo de Pipino el Breve y hermano de Carlomán, fue el rey de los francos entre el año 768 y el año 800, y el emperador de Europa entre el 800 y el 814, y sin duda uno de los personajes más importantes de la Alta Edad Media por su poderío militar, su influencia político-religiosa y su gran apoyo a la cultura. El imperio carolingio fue el gran imperio de Occidente tras el hundimiento y la «desaparición» de Roma. Pero Carlomagno es también el rey de Roncesvalles, es decir, el rey al que desesperadamente llama el héroe de la Chanson de Roland (aquel héroe que no podía morir a espada, saeta o lanza enemigas ni por arma humana).

Pues bien, el caballo que llena y simboliza el reinado de Carlomagno fue Bayard, un caballo prodigioso -según el experto Isenbart-, que podría llevar cuatro jinetes al mismo tiempo y galopar tan rápido que ningún otro caballo podía alcanzarlos. Curiosamente, Bayard fue el regalo que el emperador hizo al hijo mayor del duque de Aymon el día que éste y sus hermanos fueron armados caballeros al más clásico estilo caballeresco.

 

 

Posteriormente las cosas se complicaron y los hermanos de Aymon se enfrentaron a Carlomagno por culpa de una partida de ajedrez… Según la Historia, cierto día Renaud de Aymon jugaba contra el duque de Berthelot, sobrino del emperador, quien no pudo evitar un definitivo «jaque mate» jugando blancas; esto le exasperó de tal modo que no pudo contenerse y golpeó a su vencedor, el cual, naturalmente, repelió la agresión y corrió la sangre. Carlomagno se puso de parte de su sobrino y entonces Renaud de Aymon pidió reparación por las armas en un «juicio de Dios» que terminó con la muerte del duque… «Entonces -dice la Historia- los cuatro hermanos, temiendo la cólera del emperador, huyeron a caballo. Renaud montaba al infatigable Bayard. Cuando los caballos de Allard, Guiscar y Richard (los otros hermanos de Aymon) cayeron agotados, Bayard parecía tan fresco como al salir de la cuadra. Los tres caballeros montaron en grupa, detrás de su hermano, y los cuatro llegaron a las Ardenas sin apearse y allí construyeron el castillo de Montessor… Comenzó entonces una larga lucha contra Carlomagno, que, irritado, quería castigar a los hijos de Aymon. Tras muchas aventuras, en las que Bayard fue su aliado más seguro y fuerte y gracias al cual salieron sanos y salvos de numerosos combates, se reconciliaron con el emperador y le prestaron de nuevo juramento de fidelidad. Y el maravilloso caballo les sirvió fielmente hasta su muerte…»

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Sin embargo, lo que no dice la Historia -como casi siempre- es cómo era Bayard en lo físico, ni la raza a la que pertenecía. Ahora bien, teniendo en cuenta la época en que viven el caballo y sus dueños, así como la geografía donde se desarrollan los acontecimientos, no es difícil pronosticar que Bayard fuese un hackney de origen anglo-holandés, ya que sólo éste y el tipo «furioso», de Hungría, reúnen la vivacidad, el vigor y «un cuerpo fuerte y compacto, ancho y largo»… Desde luego algo tendría este Bayard para que hasta Cervantes lo incluyera (eso sí, como Bayarte) en su lista de caballos más famosos cuando, en el capítulo XL del Quijote, los personajes célebres andan buscando nombre para Clavileño. ¡Y es que la fama de los caballos traspuso durante muchos siglos cualquier tipo de frontera, a veces casi por delante de la de sus conductores y sus héroes!…

 

 

«VIGILANTE»

EL CABALLO DE ROLANDO

La Chanson de Roland es, sin duda, la cumbre de la épica francesa… como el Cantar de mío Cid lo es de la española. Tal es así que algunos comentaristas llegaron a compararla con La Ilíada, de Homero, y aquella tragedia de Troya, poniendo al caballero Roldán y su fiel amigo Oliveros a la altura de Aquiles y Héctor. Y en cierto modo tienen razón: la fuerza del poema (3.998 versos endecasílabos) en el momento crucial de la muerte del héroe en plenos Pirineos muy bien puede ponerse a la altura del combate mortal que sostienen los héroes griegos ante las murallas de la ciudad de Príamo. Aunque, por desgracia, allí, en Roncesvalles, no estuviera un Homero… y hubieran de ser los juglares los encargados de cantar las gestas de los personajes.

Sin embargo, hay algo que identifica plenamente la Chanson de Roland con La Ilíada: la presencia en plan protagonista de los caballos. El caballo del héroe aparece con «nombre y apellidos» (como los de Aquiles), el caballo del emperador, los caballos de los doce pares de Francia, los caballos del rey y el emir árabes, los caballos de los grandes señores aliados… ¡todos! Todos viven en la obra casi a la par que sus renombrados jinetes… hasta el punto de que la Chanson perdería gran parte de su fuerza si de golpe desapareciesen los nobles animales que montan los héroes.

Pero antes de hablar de los caballos conviene puntualizar los límites de la Historia y la leyenda, porque ambas se confunden -como en La Ilíada– y se entremezclan a lo largo del relato… La Chanson de Roland (canción de Roldán) es un «cantar de gesta» de finales del siglo XI que recoge la peripecia humana y militar de aquel gran ejército de Carlomagno que invadió España para luchar contra los árabes y en el que era héroe indiscutible el caballero Roldán, sobrino predilecto del emperador. La obra está dividida en tres partes: la traición de Ganelón y la descripción de los ejércitos moro y cristiano, la batalla de Roncesvalles (lugar de Navarra situado a treinta y tantos kilómetros de Pamplona y 980 metros de altitud pirenaica) y la muerte del héroe, jefe de la retaguardia…, y el castigo de Carlomagno, implacable, en homenaje al caballero trágicamente muerto.

O sea, una «leyenda» en la que los «europeos» son el portaestandarte del Dios verdadero y los defensores de la cristiandad (los buenos) y los árabes, unos «infieles» que viven equivocados y que han invadido un mundo que no les pertenece (los malos). Así, Carlomagno es como un semidiós, supremo señor del bien y del mal y juez último de los «pecados» de sus hombres, y Roldán, el más valiente de los mortales y el más amigo de los amigos…, mientras el rey Marsil y el emir Baligán son los «infieles» sanguinarios que matan en nombre de Alá. («Abjura de tus errores y sirve al verdadero Dios», dice Carlomagno a Baligán en el momento crucial de su enfrentamiento a muerte.)

Lo cual no es del todo históricamente cierto. La Historia dice que el emperador Carlos, ciertamente, realizó una expedición militar el año 778 por el norte de España y que durante cuatro meses (y no siete años, como dice el poema) combatió contra los «españoles» (árabes y no árabes) y conquistó Pamplona y otras plazas fuertes, aunque no Zaragoza, a cuyo cerco hubo de renunciar en seguida. Al regresar a Francia, y cuando su ejército atravesaba los Pirineos, los montañeses vascos atacaron su retaguardia y le infringieron una gran derrota, incluso matando al jefe de la misma -el caballero Roldán- y sus capitanes. Y seguramente los «hechos» fueron así, o así se desprenden también del Poema de Bernardo del Carpio, el héroe leonés creado por la fantasía española como contrapunto del héroe galo.

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En cualquier caso, y fuesen los «hechos» como fuesen, lo que a la postre imperó fue la fuerza del «Cantar de gesta» y lo que durante siglos cantaron los juglares por el «camino de Santiago»: la gran hazaña de Rolando en la batalla de Roncesvalles y la gran venganza de Carlomagno, que exterminó a los árabes de Marsil y Baligán, coaligados. Es decir, la leyenda.

Y ahora, ya, vayamos al encuentro de los caballos. El primero que aparece en el poema, naturalmente, es el del héroe. O sea, Vigilante, un corcel más rápido que el viento, impetuoso, fuerte, con bocado y estribos de oro fino que no teme a nadie ni a nada y que se enfrenta al contrario con la fuerza de un elefante (¿y no se llamaba olifante la trompa mágica o cuerno de caza que Roldán toca pidiendo auxilio ya a la desesperada?)… Varias veces se cita el nombre de Vigilante en el poema, casi en cada una de las acciones heroicas del protagonista, y siempre para alabar su poderío y su destreza. Es más, hay un momento de la batalla en el que Vigilante sostiene y lleva a un Roldán casi exánime. («Allá iba Roldán desvanecido sobre su caballo…», y luego «Era tal su congoja que Roldán sufrió otro desvanecimiento montado sobre el caballo llamado Vigilante. Sus estribos de oro fino le mantuvieron erguido en la silla. No podía caer, aunque se inclinara a uno u otro lado».)

Al final, y ante la abrumadora mayoría árabe, Vigilante muere asaetado, provocando el dolor de su dueño. («Y entonces, los infieles lanzaron contra el conde Roldán sus lanzas y emplumadas saetas. Quebróse el escudo de Roldán, pero su cuerpo quedó indemne. Sin embargo, su caballo, Vigilante, fue alcanzado por varias flechas y cayó muerto. Huyeron los infieles sin esperar más mientras el conde llora el corcel perdido…») Poco después cae muerto el propio héroe, con su cara vuelta hacia España, para que se cumpliese su promesa.

Pero Vigilante no estuvo solo en Roncesvalles. Porque a su lado hay otros caballos con nombre. Caballos cristianos y caballos infieles. Los caballos de los doce pares de Francia y los caballos de los guerreros árabes. En el poema se citan éstos:

 

«Iban por el campo de batalla el conde Garín, montado en su corcel Sorel, y su compañero Gerer, en su caballo Paso de Ciervo, ambos hacían prodigios de valor derribando de las monturas a numerosos infieles…

El arzobispo Turpín se adelantó a todos… montaba en Alegre, un caballo que había conquistado al rey Gresalle, allá en Dinamarca. Era un corcel veloz, con ágiles cascos, patas lisas, muslo corto, largos los flancos, ancha grupa y alto es­ pinazo. La cola era blanca y amarilla la crin, las orejas pequeñas y la cabeza leo­ nada. ] amás hubo animal que pudiera igualarle en la carrera.

Surgió entonces de las filas sarracenas un infiel llamado Valdabrún, rey poderoso que había armado caballero al rey Marsil…, montado sobre su caballo Graminundo, más rápido que el halcón…

Había en el ejército de Marsil un africano llamado Malquidán, hijo del rey Malquid…, sus armas eran de oro batido y brillaban al sol. Montaba en un caballo llamado Saltoperdido, rápido como la noche…

Luego surgió un infiel llamado Grandonio, hijo de Capuel, rey de Capadocia…, montaba un caballo llamado Marmorio, tan ligero como el pájaro…»

Y por ahora basta. En el siguiente capítulo hablaremos de Vencedor, el caballo de Carlomagno, y de los demás caballos árabes de la segunda parte de la Chanson de Roland. Los caballos de la Historia y la leyenda.

(Agradecimiento. Por su ayuda inestimable para la realización técnica de esta serie no tengo más remedio que dar las gracias a José Manuel Nieto Rosa, un verdadero experto en informática y digitales.)

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.