20/05/2024 12:06
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                                                                                    A Sotero V. P.,

                                                                              in memoriam.

 

       —“Pasen al cuerpo de guardia —contestó Ruipérez—. Pedro Sánchez les contará.”

                                      Ignacio Aldecoa, El fulgor y la sangre (Planeta, 1995, p. 28.)

  

   Pedro Sánchez. Cuerpo de la Guardia Civil. Víctimas. El Deber. Todo por la Patria.

  No, no se trata de una crónica de actualidad política de comienzos de este siglo XXI, sino de palabras clave (valga etiquetas) para la relectura de El fulgor y la sangre (1954), primera novela de Ignacio Aldecoa, acerca de la muerte de un agente sin identificar de la Guardia Civil desde el punto de mira de sus compañeros y esposas, desde el cuartel:

   “¿Quién era el que había caído? ¿Quién era el hombre que se había acabado en un charco no muy grande de sangre? El hombre sin fuerza frente al sol, cara a cara con el sol o con la sombra del compañero sobre él. Una sombra que era casi la oscuridad total, o un fulgor que era el principio de no ver para siempre” (p. 55).  

  CINCO CÁRMENES SIN MARIO

 

       —“Han matado a un compañero.”

 Ignacio Aldecoa, El fulgor y la sangre  ( p.. 43.)               

 

   Sin ánimo de destripar el final (y no valdrá hacer spoiler), la sensación de alivio que produce en el lector, al llegar al desenlace, descubrir al fin que el asesinado es el único agente soltero, tal y como, fruto amargo del corazón, anhelaban las mujeres de los otros tres números, casados (y uno, padre), y sendas esposas de los miembros del retén, con cinco hijos entre ambas, permite empatizar con la incertidumbre de quienes aguardan la fatalidad —“desamparo, desasosiego y miedo”—, participar del duelo anticipado de los familiares de una víctima, al tiempo que, cruz de la moneda, confirma con ese alivio de luto la condición humana del superviviente:  del mal menor, por esta vez me he librado.

  La voz narradora se focaliza, salvo en el caso inicial del guardia Pedro Sánchez y en el final de Ruipérez, desde el punto de vista de las mujeres mediante omnisciencia parcial, identificada  sucesivamente con las cinco esposas y muy en particular con María Ruiz, la maestra. Desde ahí se irá relatando por medio de la ruptura de la linealidad temporal la vida de cada una y la evolución de sus relaciones con sus correspondientes  maridos, lo que incardina sus pasados en “la mala hora”  en que van transmitiéndose la noticia: “Nadie, como todas. Nadie: la mujer de un guardia. Nadie: una pobre mujer esperando allí a que le trajeran al marido muerto, tirado en unas angarillas, para que se diera bien cuenta de que no era nadie o menos que nadie” (p. 244).

 

                                      UN CASTILLO EN CASTILLA

     De fondo, trazado con el estilo poético de Aldecoa —a medio camino entre lirismo narrativo de Ana Mª Matute (ganadora del Planeta ese mismo año con Pequeño teatro) y desgarro barroquizante de Caballero Bonald—, el paisaje de Castilla y el paisanaje del “Castillo” ruinoso que domina desde un altozano el país que se extiende a su alrededor.

   Una ubicación imprecisa, en la España rural, hecha de retazos  —de “Un pueblo de Castilla del Norte” (p. 238) a un lugar próximo a “Talavera de la Reina” (255)— y de evocaciones biográficas del autor, como ese “paseo del Cuarto de Hora” (p. 95), de su Vitoria natal, donde sitúa el origen de la maestra, hija de un oficial del Ejército, en una ciudad de curas y militares, Villorria de la que renegaría el autor, “vitoriano de toda la vida”: “He nacido en una ciudad de Castilla. Siempre he vivido en la capital”, confiesa la maestra cuando vuelve del pueblo de la sierra donde ejerce a su casa de “la llanada”. 

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                 ALGO ASÍ COMO ESPAÑA ENTRE DOS GUARDIAS CIVILES

 

  “En un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras  civiles […]”

                                        Jaime Gil de Biedma, “La vida beata”

 

   Y, al fondo, como un hito temporal marcando un antes y un después en las vidas de las cinco mujeres, extensivas a los guardias a partir del momento en que se conocieron, “la Guerra”. Y su República. “¿Por qué pensaba en la guerra lejana cuando ellos jamás habían abandonado la guerra ni posiblemente la abandonarían?”, se pregunta el guardia Ruipérez. “Esta era otra guerra que él había escogido desde niño como la escogió su padre, también guardia” (pp. 77-78). Si bien todos los personajes miembros del Cuerpo  han estado en el bando vencedor (como no podría ser de otra manera en un relato de esa 1ª postguerra),  en el “realismo social” costumbrista de su primera novela —y finalista del Premio Planeta 1954— Aldecoa no ahorra, mediante el objetivismo de los diálogos, y entre secuencias evocadoras a diestro y a siniestro —de las “fuerzas vivas” al Frente Popular—, ni denuncia del caciquismo, como el revanchismo y la usura de don Alfonso  (pp. 219-221) y la brutalidad de los guardas del marqués (pp. 99 y ss.) o el estraperlo de los nuevos ricos (con otro guardia como víctima) , ni elogios testimoniales del maquis —“Esos malos de montaña, que a veces cumplen justicieramente también, como en el caso…” del guarda (pp. 102-103), o del  honrado sindicalista, como el del padre de una de ellas, en boca de su yerno el guardia, ni loas de la pareja de hecho (p. 161) o de un exilio afortunado (p. 138).                                 

CINCO HORAS SIN PACO Y UN CABO SUELTO O ¿ALDECOA TAMBIÉN ERA UN FACHA?

   En ese cronotopo de la inmediata postguerra se desarrolla, pues, a lo largo de los seis capítulos —en un tiempo narrado de 5 horas que transcurre del “Mediodía” a “Siete de la tarde”—, el juego de la ruleta rusa (vale decir nacional) que acaba cerrando el círculo vicioso de la ansiedad ante lo ignoto con la muerte del cabo Paco, en el “Crepúsculo”, a manos de un gitano —“Era extraño. Un gitano con pistola. Luego se aclararía” (p.258) —, que se fuga y deja,“sin aclararse”, en el desenlace entreabierto, la tácita sospecha de algo más grave que la proverbial delincuencia de la minoría marginal a la que dedicaría después el autor otra novela, Con el viento solano,  sobre oficios humildes, que aborda en una trilogía y, entre los que se incluirían, salvando las distancias, los guardias civiles.

 ATANDO CABOS

    —“El traslado del cabo. Nos hemos pasado todo el año suspirando por un traslado y, ya ve usted, trasladan al que lleva menos tiempo aquí.

     —Son cosas del servicio, ¿no?

      —Sí, son cosas del servicio.”

 Ignacio Aldecoa, El fulgor y la sangre (pp. 247-248.)

 

    Y a ello se suma el acierto de posponer, mediante quiebro temporal,  la autobiografía, contada al otro miembro de la pareja, por la víctima, el cabo Francisco Santos, aludido indirectamente por carecer de una pareja que lo interpele en su responso de cinco horas con el difunto, para cerrar el círculo de ese “cuarto de hora tonto” (p. 144)  —si “la vida es eterna en cinco minutos”, no digamos en quince…— tras la noticia de su muerte, algo que incita al lector a completar el perfil, a ponerle cara al uniforme, a identificar la vida, ¿el charol y el hombre?, en la silueta genérica de un guardia, un número intercambiable.  

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   Y la ironía del destino en la “carta robada” que se guarda el narrador: que sea justo ese “caído”, el comandante del puesto, el último de la dotación en incorporarse al cuartel y que ese mismo día presta su último servicio, quien haya recibido en el cuerpo de guardia la comunicación de su traslado a un nuevo destino, ese objeto de deseo que obsesiona a  sus cinco subordinados, todos más veteranos en la plaza. Y que ese destino, en un acto de “justicia poética” que un crítico malasangre diría con sarcasmo macabro, fuera el del traslado forzoso, para un funeral de cuerpo presente, desde el Cuerpo de Guardia. Más el remordimiento de la culpa en las cinco mujeres por haberlo “sentenciado” en su foro interno para salvar a los suyos, por ser el cabo soltero: «El pensamiento de María: “El cabo Santos es soltero. Un soltero no es como un hombre casado, el que se debe a otra persona, haciendo que muera también, con su muerte, parte de esa otra persona”» (193).   ¿Atar o matar cabos? No era más que un cabo suelto, ¿se consolarían?, al fin y al cabo.

 

  TODO POR (LA) PATRIA

    Ahora que la obra de Aldecoa parece haber alcanzado (ya es triste gloria) la fecha de caducidad y prácticamente no se lo lee en Vitoria(-Gasteiz), y menos aún los miembros, me temo, del jurado de su premio epónimo, ni mucho menos una novela ejemplar sobre la Guardia Civil—no de la conquista del poder (no Podemos), sino del deber (Debemos) de prestar un servicio—, cada vez más denostada al norte de Castilla y humillada en el resto por el Poder político, viene pintiparada, por su valor literario y social, y su honda perspectiva, no” de género”, sino femenina y del “género humano”;  o, aunque sólo sea en desagravio, a rebufo de la adaptación a televisión de Patria, de Fernando Aramburu:

   “Los paisajes de la tierra, que él no llamaba España, sino Patria. […] Andar y andar de un lado a otro, con el reglamento en cada caso rebotando del labio a la mente. El temor de algunos frente al uniforme, las caras hostiles o amigas que brotaban en el recuerdo, relacionadas con las obligaciones del servicio” (El fulgor y la sangre, p. 76).

 

DESIDERATA IN MEMORIAM

    El impulso biológico, el instinto de supervivencia de la tribu, no debe hacer borrón y cuenta nueva cuando no cuadran las cuentas de los muertos, ni cortar por lo sano para evitar meter el dedo en la llaga de los deudos, incordiar o recordar (a vueltas con el corazón),  porque la reflexión ética, la moral humanista de la que nos dota la cultura, habrá de ver, en las víctimas, siquiera sea con agradecimiento interesado, a quienes murieron por delegación, valga decir persona interpuesta, para que pudieras decir: Me he librado.

    “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” (Bécquer). “Y lo demás era silencio”.

 

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