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Hoy nos complace reproducir una de las conferencias que Julio Merino pronunció en el Club «Siglo XXI» de Madrid. en 1978, cuando se debatía en el Congreso de los Diputados el proyecto de la Constitución que actualmente rige en España. En aquellos momentos Julio Merino era Director del diario «El Imparcial» y era el más joven de los directores de la Prensa Nacional.
Presentó al conferenciante Don Antonio Guerrero Burgos, Presidente del Club, el más prestigioso de los años de la Transición, y Don Manuel Fraga y Don Santiago Carrillo, moderaron el debate posterior a la conferencia.
Así presentó el Presidente, Don Antonio Guerrero Burgos a Don Julio MERINO el día 28 de marzo de 1978
Señoras y señores, amigos todos:
Decir de Julio Merino que es un periodista es, desde luego, una realidad evidente. Pero tal vez sea, además, un concepto insuficiente. Julio Merino es un hombre preocupado, hasta la raíz, por la problemática española. Ha escrito obras históricas, teatro, narración. Desde muy joven, ha combinado en su personalidad los afanes sociales y las preocupaciones por la libertad. Tal vez por ello dirija ahora un periódico cuyo título sea, justamente, El Imparcial.
Pero detrás de esa condición suya de director de un gran periódico de Madrid late todo un historial profesional, en el arco del periodismo. Desde las experiencias iniciales de «SP» hasta su llegada al diario Pueblo, donde alcanzó el rango de subdirector con Emilio Romero, luego dirigió la Agencia Pyresa. Nueva reincorporación a Pueblo, posterior pase a El Imparcial, que ahora dirige. Por lo que no sólo hay en Julio Merino una trayectoria profesional acreditada, sino una realidad contrastada con hechos, fundada en la sólida evidencia de su valía.
Hoy viene a hablarnos, dentro del ciclo de conferencias sobre «Constitución, Economía y regiones», sobre el tema específico titulado «El desenlace de un proceso constituyente». Se trata, sin duda, de un asunto polémico, de un grave asunto. De una seria cuestión que Julio Merino no aborda, en modo alguno, con la ligereza de quien desea salir del paso, sino desde una sólida documentación, desde una contemplación histórica rigurosa y desde una reflexión política profunda. En torno al mismo tema del que hoy va a hablarnos, está preparando una obra de largo alcance, en la que cabe poner las más fundadas esperanzas.
Por todo ello, señoras y señores, amigos, deseo dar las gracias a Julio Merino por su presencia aquí. Y a la vez que cumplo con ese deber elemental de gratitud, hacer ésta extensiva a todos los periodistas que con tanta amabilidad siguen y comentan nuestras actividades. Nunca ha sido fácil, ciertamente, el oficio de periodista, y menos en estos tiempos. Por eso quiero decir hoy, con motivo de la presencia del director de El Imparcial, que la atención del Club «Siglo XXI» hacia la actividad de la prensa y de sus representantes y su responsabilidad ha sido, es y seguirá siendo abierta, cordial y agradecida.
Muchas gracias, pues, a Julio Merino por su intervención de hoy, por su amabilidad al aceptar la invitación de esta casa, que es la suya, y por esa imparcialidad que, día a día, todos le agradecemos con la mayor sinceridad. Muchas gracias a todos.
Texto Conferencia
«El desenlace de un Proceso Constituyente»
«Excelentísimos señores, señoras, queridos amigos: Vaya por delante un capítulo de agradecimiento a los socios de este acreditado Club, y especialmente a su Presidente, don Antonio Guerrero Burgos, por haberme invitado a exponer en su famosa tribuna mis ideas, las ideas de un español de a pie, sobre el proceso constitucional que estamos viviendo y que puede ser -va a ser- decisivo para el futuro de España.
Yo tengo que decir ya, aquí, que mis méritos para estar hoy con vosotros son bien simples: ser director de El Imparcial, un periódico joven, pero con antecesores nobles e importantes en la historia del periodismo de este país, y ser un periodista de tropa, lo que me enorgullece y me llena de satisfacción.
Ambas cosas me van a condicionar ante ustedes. Porque irremediablemente voy a tener que ser imparcial y sincero. ¡Ay de aquel periodista que no sepa mantenerse imparcial y ser por encima de todo sincero consigo mismo!
Pero no se me oculta que, al ser imparcial, posiblemente, mis palabras disgusten a tirios y troyanos. Es decir, a la izquierda, a la derecha y al centro. Sin embargo, acepto el desafío. Porque aquí de lo que se trata no es de contentar a nadie, sino de meditar en voz alta sobre el ser o no ser de España. ¡Y eso, señores, tiene que ser sinceramente cruel, tremendamente honesto! De lo contrario, perderíamos todos el tiempo.
Como reza en las invitaciones, voy a hablar del «Desenlace de un proceso constituyente». O sea, del momento político que estamos viviendo y de lo que puede acontecer en un futuro inmediato.
Ya sé, y bien que me consta, que más de uno de vosotros os estaréis preguntando cómo un periodista de tropa puede hablar -se atreve a hablar- de un tema tan profundo. Lo sé, quizás sea demasiado pretencioso por mi parte, pues no se me oculta que «doctores tiene la Iglesia»… Pero, a los que así estén pensando les recuerdo la definición que mi profesor Enrique de Aguinaga hacía del periodista: «Señores, un periodista no es una enciclopedia, sino el hombre que sabe manejar una enciclopedia». Al final, sólo al final, podréis dar o quitar la razón a mi profesor y siempre compañero.
Dos personajes van a ser, quiero que sean, el marco de esta conferencia. Porque ellos han sido los hombres que más influyeron en mi vida y porque, ¡qué diablos!, ambos son, como yo, cordobeses. Son Lucio Anneo Séneca y Juan Valera. Por el primero fui Premio Nacional de Teatro y por el segundo fui Premio Nacional de ensayo. Creo que se tienen ganado citarlos aquí.
Lucio Anneo Séneca dijo, cuando estaba en la cumbre de su saber, una frase para meditar largamente y que evitó, seguramente, cualquier tipo de veleidad política en mi vida. Y que conste que respeto y admiro a todos los políticos. Dijo Séneca:
«A cualquier precio, el Poder jamás es caro».
«A cualquier precio, el Poder jamás es caro». Tremendas palabras. Tremenda definición de lo que es la política. Tremendo drama para un hombre. «A cualquier precio, el Poder jamás es caro». En más de una ocasión yo me he preguntado si no estarán en estas palabras de Séneca el verdadero problema de España. Porque, señores, el problema de España, no nos engañemos, ha sido, es y seguirá siendo irremediablemente un eterno forcejeo entre unos y otros, una inmensa zancadilla de todos. Una tragedia mil veces repetida.
Sólo al final de su vida cuando ese mismo Poder le condena a muerte, el viejo filósofo se vuelve a sí mismo y mirándose las manos manchadas por la política se pregunta, aterradoramente: «De verdad, de verdad ¿mereció la pena?».
Pues bien señores mis primeras interrogantes de esta noche las hago al hilo de Séneca: «De verdad, de verdad ¿mereció la pena que un millón de españoles se mataran por defender su idea (roja o azul) de España?» ¿Merece la pena que un país tenga que enfrentarse cada equis años a una guerra civil?
Don Juan Valera, uno de los hombres más cultos y más viajeros de su tiempo, decía de los españoles algo que me complace resaltar en esta ocasión:
«Los españoles –decía- somos una raza aparte. Cuando somos soberbios, lo somos más que nadie. Cuando somos humildes caemos en la idiotez o/en tristeza… ¡Ay, el español no sabe ni sabrá jamás ceder sin humillación o ganar sin triunfalismos! ¡Así nos va!…»
Y yo comparto sus palabras. Porque aquí, seamos sinceros, aquí nadie ha cedido jamás un palmo por las buenas ni nadie ha conquistado nada sin la fuerza. Y éste es, desde otro ángulo, otra vez, el problema de España. Terrible y cruel castigo de los dioses este «no saber ceder sin humillarse» o «ese no saber vencer sin triunfalismos». Porque, desgraciadamente, entre uno y otro límite hay millones de muertos de por medio. Y varias Guerras Civiles, y miles de enfrentamientos, y luchas fratricidas, y engaños, y asesinatos, y privilegios ancestrales, y torpezas eternas…
Por eso, yo quiero hacerme esta noche, de la mano de don Juan Valera, otras preguntas que entristecen mi alma y que, como español, me horrorizan:
«Alguna vez, algún día, algún año… ¿sabremos los españoles ceder a las razones del «otro» sin tener que caer en la humillación de la derrota o en el triunfalismo de la victoria»? ¿Podrá un español dialogar con otro español sin necesidad de que tenga que ser un esclavo o su dueño, su enemigo o su aliado? ¿Podremos, de verdad, alguna vez, convivir los españoles sin tenernos que matar?».
Y dicho esto, entremos en materia.
La “Teoría del Retrovisor”
Y para entrar en materia no hay más remedio que hablar de lo que yo llamo «‘teoría del retrovisor».
El problema de España de hoy es que, una vez más, comenzamos a estar divididos. Desgraciada pero ciertamente. Hay españoles que miran con horror el futuro. Hay españoles que miran con horror el pasado. Hay españoles que quieren caminar de espaldas y hay españoles que a toda costa no quieren mirar hacia atrás. ¿Por qué hemos de ser siempre tan radicales? ¿Por qué no hacer lo que diariamente y en cualquier momento tiene que hacer -hace instintivamente- cualquier conductor? Porque un conductor que se precie -y más un conductor de ciudad- tan pendiente va de lo que tiene delante como de lo que viene por atrás. ¡Cuántos muertos se habrá cobrado el volante por esa falta de reflejos para saber estar con la vista a la par en la carretera y en el retrovisor! ¡Y es que puede ser una muerte menos muerte porque sea de frente o sea por la espalda!
Señores, seamos serios.
En este país están ocurriendo muchas cosas que podrían haberse evitado. Y pueden ocurrir otras si somos tan necios que no sabemos evitarlas.
España vive hoy un Proceso Constituyente. Un proceso que puede desembocar en alegría o llevarnos otra vez al llanto. Si se acertara, habríamos superado nuestro propio destino. Si no se acierta, volveremos a las andadas. Esta es la cuestión.
Y vivimos un proceso constituyente porque otra vez queremos -o tenemos- que partir de cero. Como hace cien años, como hace cincuenta años. Se trata de montar un nuevo sistema sobre las cenizas del viejo sistema, como éste a su vez se montó sobre el anterior; y el anterior sobre el anterior… y así sucesivamente. Eso sí, en esta ocasión no fue necesario que hablaran los cañones. Algo hemos ganado. Ahora se trata de establecer la Democracia. Ayer se trataba de traer la República… pero antes fue la Monarquía. Y antes que esa Monarquía fue otra República y otra Monarquía…
¡Y siempre, de por medio el pueblo español! ¡Ese pueblo que tan astutamente saben manejar unos y otros!
Pero seamos realistas.
El «proceso» ha llegado y está aquí. Como llega el »parto» o llega la «otra».
Alegremente, irremediablemente, fatalmente.
¿Y cómo terminará este parto? ¿Va a nacer un niño hermoso o un niño raquítico?
Al menos hay algo que nos debe tranquilizar. Parece ser que toda la familia está de acuerdo en que nazca un niño democrático.
De momento, ya es algo.
Bueno, también en otra cosa debiera haber acuerdo familiar: en que el niño nazca pronto y no se eternice el parto.
Pero, al parecer en este punto ya surge alguna discrepancia. Aunque no se diga en público, algún miembro de la familia quisiera ganar tiempo. Tiempo ¿para qué? Eso no importa. Sobre todo si se está en el disfrute de la herencia. En cualquier caso «ganar tiempo» para el español es una regla de oro.
Por eso también yo la voy a utilizar.
Porque mientras nace el niño, que os aseguro que nacerá en el transcurso de esta conferencia, quiero mirar hacia atrás, por el retrovisor, y ver qué pasó en anteriores ocasiones como ésta.
¿Cómo fueron los otros »procesos constituyentes»? ¿Cómo se salió de los otros «procesos»? ¿Qué desenlace tuvieron en este país los cambios constitucionales?
Sin remontarnos a los Reyes Católicos, que casualmente, llegaron al Poder tras una guerra civil. Sin detenernos en el entronque de los Borbones, que, casualmente, también llegaron tras otra guerra civil… me voy a referir a los que yo considero «grandes procesos constituyentes» de la España contemporánea. Es decir, a las Cortes de Cádiz de 1812, a la «gloriosa» revolución de 1868, al golpe de Martínez Campos y a la República de 1931.
Ya sé que hubo otros «procesos» de por medio, pero intencionadamente los voy a silenciar. Porque esos otros son «procesos» de andar por casa, como hijos naturales de una familia mal avenida que guarda las formas.
Veamos:
Primer Proceso: el de 1812
¿Qué salió de aquellas «Cortes de Cádiz»?
¿Qué querían sacar de aquel gran »proceso constituyente? Está claro que los representantes del pueblo español que pudieron reunirse en Cádiz consiguieron dar a luz, no sin dificultades, una Constitución ejemplar. España atravesaba una «situación límite». Los mariscales de Napoleón y el «gran Ejército» se habían adueñado del suelo patrio y amenazaban el ser de España. Su Majestad el Rey don Femando VII, el Deseado, realista al fin y al cabo, se había entregado y rendía honores al entonces amo de Europa. El rey padre, don Carlos IV, también. Y la nobleza. Y las clases dirigentes… Todos, menos el pueblo llano y sencillo, inculto o analfabeto, zaragatero o triste, que da el do de pecho y se enfrenta al invasor a sangre y fuego para salvar la dignidad nacional pisoteada. Con razón años más tarde diría Ortega que «en España lo ha hecho todo el pueblo, y lo que el pueblo no ha hecho se ha quedado sin hacer».
Fue aquel pueblo, fueron aquellos políticos, los que dieron a Europa un texto constitucional modelo. Porque de Cádiz salieron aprobados varios puntos fundamentales: que la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona; que la soberanía reside esencialmente en la nación y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho a establecer sus leyes; que el Gobierno de la nación española es una Monarquía moderada y hereditaria… y que la religión de la nación española es y será PERPETUAMENTE la Católica, Apostólica y Romana…
Y, sin embargo, el desenlace no pudo ser más triste.
Porque a no tardar mucho aquella alegría de Cádiz se trastocó en llanto. El llanto de miles de españoles que, nada más volver el Rey de su exilio dorado, dieron con sus huesos en la cárcel o tuvieron que huir al extranjero, o, lo que es más grave, pagar con la vida sus veleidades liberales.
Y es que -como diría años más tarde el propio Carlos Marx- de Cádiz salió ya España dividida en dos partes: en la isla de León había ideas sin actos; en el resto de España, actos sin ideas.
Por eso llega la guerra civil. Como colofón de un enfrentamiento visceral, como consecuencia de la radicalidad de dos ideas, como confirmación de que este pueblo no sabe ceder si no es por la fuerza. Fue la llamada primera «guerra carlista».
Segundo «Proceso»: 1868
Otra vez España se debate entre dos frentes. A un lado la España oficial que defiende sus privilegios y a una Monarquía desprestigiada y manipulada. A otro lado, la España real, con sus ambiciones personales, que quiere a toda costa un cambio radical. Se trata de sustituir un régimen por otro… Y eso, en este país, ya se sabe a lo que conduce.
Corre el verano de 1868 y en el ambiente se respira algo anormal. De norte a sur y de este a oeste se ha ido extendiendo una calma rara que presagia tormenta inminente.
En los cuarteles se manejan, abiertamente, las listas de los generales que están a favor, las de los que están en contra y hasta las de los «indecisos». Era como si todo el país se hubiera convencido de que el choque era inevitable, de que todo lo que se tenía que hablar ya se había hablado y de que había llegado el momento de las armas.
Por eso no sorprende a nadie el redoble del tambor y las salvas de los cañones en aquel amanecer del 18 de septiembre. El paso ya está dado y otra vez las dos Españas van al encuentro fatal. Triunfan los revolucionarios (¡es decir, los generales que se han sublevado contra el Poder establecido!) y se inicia un nuevo «proceso constituyente».
Un »proceso» que va a derramar ríos de tinta y que sume a los padres de la Patria en el combate dialéctico más extraordinario que conocieron los siglos.
Llegado a este punto me van a permitir que les adentre en aquella vorágine verbal y escuchen conmigo.
Habla el señor Romero Girón: «Señores diputados, en presencia de esta llamada por algunos pavorosa cuestión de Monarquía o República, que verdaderamente ha alarmado los intereses del país en muy diversos sentidos, no temáis que yo penetre en el terreno estéril de la personalidad y que venga aquí a levantar ninguna tempestad en esta especie. Creo que la cuestión sale de la esfera estrechísima, aunque respetable, de la persona, para convertirse en una cuestión de más alta importancia para el progreso y la cultura de la nación, y sobre todo, de más importancia para asegurar la revolución, y más que la revolución, la libertad y la justicia… Por eso os quiero advertir de algo que me parece fundamental y fuera de toda discusión: la clase política de un país, la diversidad de criterio a la hora de afrontar unos mismos problemas, las rivalidades de cuantos quieren gobernar… exigen que por encima de todos exista un Poder moderador, un Poder que sirva de contrapeso a un lado y a otro y nivele las ansias de reforma o los criterios demasiado conservadores. Y yo os digo que ese Poder moderador no puede ser otro que el Poder del Rey. Es decir, de ese ser que no está ni con éstos ni con aquellos, sino con el pueblo. Por eso defiendo la Monarquía…».
Toma la palabra el señor Castelar:
«La Monarquía es para mí la injusticia social y para mi Patria la reacción política. Pero, señores diputados, la Monarquía va a vencer. En cambio, la República -perdonadme que no pueda pronunciar esta palabra sin conmoverme profundamente- es para mí la justicia social y para mi Patria la libertad política. Sin embargo, la República va a ser vencida…
Ahora bien: descended de las abstracciones al terreno político, y decidme: ¿Qué es la democracia?… Y yo os digo: la democracia es el poder de todos. Decidme ahora: ¿Qué es la Monarquía?… Y yo os digo: la Monarquía es el privilegio de uno…, solamente que para vivir más tiempo, institución flexible, yo lo reconozco, ha admitido dentro de sí el privilegio de algunos. Pero decidme, señorías, ¿qué quiere decir el privilegio de uno, o el privilegio de algunos, sino que no ha llegado la hora del derecho de todos?:.. ¿Qué quiere decir vuestra Monarquía, sino que no ha llegado la hora de nuestra democracia?…
Yo, entre las grandes ventajas que encuentro en la Monarquía, la principal es lo mucho que corrompe, y lo mucho que envilece al pueblo… Permitidme, señorías, que diga aún más: todas las Monarquías concluyen lo mismo, absolutamente lo mismo que todas acaban en la corrupción…».
Habla ahora el señor Ríos Rosas:
«Señores diputados… Su señoría…, el señor Castelar, ha hecho un parangón entre los republicanos y los monárquicos… Para Su Señoría todas las monarquías que se han sucedido en la Historia, todas son detestables… Para Su señoría todas la repúblicas son admirables…, y yo pregunto: ¿Es esto verdad? ¿Es esto verdad en la Historia?…
Señores diputados: ¡Un respeto para la Historia! ¡Un respeto para la verdad!… Y todavía más: si las repúblicas han errado poco es porque han vivido poco… La Monarquía española ha tenido también grandes períodos de grandeza, períodos florecientes y abundancia general… No obstante, la Monarquía que queremos ahora, la Monarquía que ha de venir, la Monarquía que está llamando a nuestras puertas, la Monarquía que desea la Nación, la Monarquía que tiene en expectación a Europa y que es la esperanza de España, esa Monarquía será liberal, esa Monarquía no será de proscripción, sino de conciliación y de paz, esa Monarquía será una Monarquía imparcial entre todos los españoles, entre todos los partidos, entre todas las opiniones y entre todos los sistemas… Porque sobreviene la debilidad del Gobierno, sobreviene el desquiciamiento de la Administración, sobrevienen los excesos de los partidos, sobrevienen los excesos de las muchedumbres inexpertas, ignorantes, mal aconsejadas, y entonces todo el mundo empieza a sentir la necesidad de gobierno, todo el mundo desea que haya Gobierno. Señores, malhadada situación, esta terrible alternativa, este similiter cadens de nuestras discordias civiles, no puede parecer más que de una manera; cuando todos nos acojamos a la legalidad común, más o menos imperfecta; a una legalidad donde todos puedan funcionar libremente…».
Pide la palabra el señor presidente del gobierno, general Prim:
«Señores diputados…, confieso que no pensaba tomar parte en este debate, pues me conozco de sobra y sé que me gusta más escuchar que hablar…, pero ahora creo que debo intervenir. Su Señoría, el señor Castelar, ha dicho cosas que merecen contestación. Mejor dicho: lo que quiero es decir a la mayoría que no se confunda con las palabras del señor Castelar… Que el señor Castelar quiera la República a toda costa -y rechace cualquier otra forma de Gobierno- me parece respetable. Pero la mayoría no debe dejarse llevar por este empeñamiento del señor Castelar. La mayoría debe tener su criterio propio…, y sería dar un mal paso político si se dejara llevar por los deseos manifestados por el señor Castelar. Nosotros no podemos ir a la República porque no puede ser, por una razón muy sencilla: porque en España no hay bastantes republicanos para plantearla, porque la inmensa mayoría en España es monárquica, y mientras así sea, el señor Castelar debe considerar la imposibilidad que hay de establecer la República».
Don Antonio Cánovas del Castillo tiene la palabra:
«Habéis creado la monarquía, y biencreada está a mi modo de ver. Habéis creado la Monarquía y habéis hecho muy bien bajo el punto de vista de mis opiniones. Porque la habéis conservado todas sus prerrogativas, o al menos la mayor parte de ellas, y claro es, señores, que conforme a mis convicciones yo no puedo menos de aplaudirlo… Pero el Rey es algo más que las facultades que se le dan, de la mayor parte de las cuales no hace uso jamás: testigo el veto o la sanción de leyes… El Rey, ante todo, es un prestigio, un grande honor, una gran representación…
Creo que la forma más perfecta del Estado, ahora y siempre, principalmente atendido al desarrollo legítimo de la personalidad humana y a la consagración histórica de los derechos individuales, que es la propiedad, la herencia; que así como la eficacia civilizadora de aquel principio se multiplica por medio de la herencia, el principio propio de una sociedad continua, que guarda en depósito el caudal de las generaciones pasadas para las venideras, que es la atmósfera moral de su progreso, de su desenvolvimiento histórico, no es otro que la Monarquía hereditaria.
Y os digo más: si esta gran cuestión monárquica pudiera reducirse en algún tiempo a los límites de una cuestión personal; si esta cuestión monárquica pudiera alguna vez decidirse por simpatías como por antipatías individuales; si esta cuestión monárquica pudiera resolverse con el criterio individual y no con el criterio de la posibilidad de los intereses y del bien general de la Patria, y no temo decirlo, yo os lo voy a decir y lo diré cien veces; aquí, dentro de mi corazón; aquí, dentro de mi espíritu; aquí, dentro de mi conciencia, no hay más que una simpatía, y esa simpatía es por el príncipe Alfonso.»
Pero, en qué queda, de verdad, esta verborrea.»
¿A dónde conduce el nuevo «proceso constituyente»?
Veamos:
Primero a un clima de tensión y miedo, de atentados y asesinatos, que culmina, precisamente, con la muerte violenta del propio presidente del Consejo de Ministros, el general Prim.
Después, el cambio de Monarca y a un gobierno de concentración. Luego, a una república anárquica que destroza la unidad nacional y a un gobierno de salvación que implanta el Ejército tras «arrojar» por las ventanas del Congreso a la flamante Democracia. Y, por último, al golpe de Estado de Sagunto… no sin tener que soportar otra vez el drama de la guerra civil. Una guerra civil que no es sólo el enfrentamiento de «carlistas» e «isabelinos».
En un quinquenio los españoles presencian la caída de una monarquía (la de Isabel II) que, por olvidarse del pueblo, se había quedado sin soporte; una revolución que tiene al pueblo, pero no tiene Rey; una monarquía (la de don Amadeo de Saboya) que tiene al pueblo y a la mayoría de los políticos, pero no tiene a los «grandes de España»; una República que tiene palabras y buenas intenciones, pero no tiene orden ni autoridad… y, por fin, el sainete trágico-cómico de ver entrar en las Cortes a la Guardia Civil y los soldados y ver salir a los diputados por las ventanas. Señores, si esto es la Democracia a la española, España sí es diferente.
Sin embargo, hay unas cuantas cosas que conviene resaltar de este extraño y curioso quinquenio:
En primer lugar, que las dos Españas (la de los privilegios con orden y autoridad y la de la Revolución) siguen sin querer ceder y sin hallar la fórmula de convivencia válida para todos.
En segundo lugar, que el sistema republicano llega por vía de los votos y que el monárquico (ya sea instaurado o restaurado) ha de hacerlo de la mano de un general (llámese Prim o Martínez Campos).
En tercer lugar que, dígase lo que se diga, a la Primera República se le debe la abolición de la esclavitud en España, sin duda una de las conquistas más importantes en todo el siglo XIX.
En cuarto lugar, que los textos constitucionales para el español son, desafortunadamente, papel mojado, bien por los intereses creados de la clase dominante, bien por la ignorancia e incultura tradicionales del pueblo.
En quinto lugar, que, tradicionalmente, el único sistema electoral posible a la hora de la realidad, es el de los «caciques». (Don Gumersindo Azcárate lo calificó de «nuevo feudalismo» y don Alfonso Posada, tras estudiarlo detenidamente, llegó a la conclusión de que «excepto en las grandes ciudades, la lucha electoral no es de ordinario otra cosa que una lucha de caciques»).
Y en sexto lugar, aunque quizás debiera estar el primero, que el tema más debatido durante toda la centuria es el de la soberanía. ¡Cuánto tiempo y cuántas vidas se habrán perdido en este país por defender el lugar donde debe radicar la soberanía!
Pero, en fin, vayamos al encuentro del Tercer «proceso»: el de la Restauración.
Tercer «Proceso»: 1876
Está suficiente demostrado que Cánovas no quería una Monarquía restaurada por la fuerza y que todo lo tenía preparado para que Alfonso XII no tuviera que venir de la mano de los militares. Y, sin embargo, y a su pesar, es el general Martínez Campos quien se adelanta y se pronuncia a favor de don Alfonso y quien restaura la monarquía Borbónica.
Alfonso XII hace su entrada triunfal en Madrid el 14 de enero de 1875. Aunque a renglón seguido, Cánovas lo envía fuera (de visita al frente Norte donde sigue la Guerra Civil) para ganar tiempo y poner en marcha la maquinaria política de la Restauración que tan buen juego va a dar sobre todo para una de las dos Españas.
Cánovas sabe muy bien que la nueva monarquía está como cogida con alfileres y que urge apuntalar el entramado para que este no se venga abajo al primer soplo. En consecuencia, aleja la convocatoria de las elecciones y se decide a gobernar por decreto. Con lo cual se confirma otra de las constantes políticas españolas. Durante un año, todo un año, el país no conoce otra forma de gobierno que la del decreto. «¡Viva don Decreto!» exclama el pueblo llano, mientras ve cómo se recortan las libertades y sus derechos.
Porque la realidad es que en el transcurso de 1875 los españoles de a pie ven como:
– Se destituyen todas las diputaciones, por decreto.
– Se nombra, para sustituir a los destituidos, personas de absoluta confianza de la nueva situación, por decreto.
– Se limita la libertad de imprenta y se cierran periódicos, por decreto.
– Se declaran inviolables la Monarquía, la persona del Rey y la de cualquier personal de la familia real, por decreto.
– Se prohíbe la discusión de cualquier tema constitucional planteado por el gobierno, por decreto.
– Se disuelven todas las asociaciones de carácter político, por decreto.
– Se declaran nulos los matrimonios civiles celebrados en años anteriores, por decreto.
– Son puestas al margen de la Ley todas las organizaciones obreras, por decreto.
– Son arrojados al destierro políticos que -como Ruiz Zorrilla- no comulgan con la nueva situación, por decreto.
– Se prohíbe a los catedráticos cualquier explicación o enseñanza que redunde en menoscabo del régimen monárquico, por decreto.
– Etc., etc., etc…
Todo ha de ser, y es, como desea Cánovas, el admirado Cánovas, el todo Poderoso Cánovas, el «monstruo» Cánovas. ¡Qué fácil es gobernar a este país desde el Poder!
Pero, la realidad muestra que a los españoles les trae sin cuidado este tejemaneje de las altas esferas políticas. De ahí las doloridas y crueles palabras de Sagasta en uno de sus discursos parlamentarios de 1876:
«Por todas partes se nota -dice- una indiferencia que hiela; todo reviste un carácter de frialdad que espanta. Fríamente se reciben las disposiciones del gobierno; con frialdad es acogido el decreto sobre convocatoria de Cortes; en medio de la mayor frialdad se abren los comicios electorales; sin entusiasmo se verifica la apertura del parlamento; frío es el discurso de la Corona; fría la contestación; fríamente se reciben las noticias de la guerra y hasta sin el debido entusiasmo se recibe la noticia de la paz».
Y es que el país ha vivido ya demasiadas cosas en lo que va de siglo para mostrarse otra vez ilusionado. Los españoles han llegado ya a la conclusión de que todo da igual, que a la postre los políticos -sean de derechas o de izquierdas; progresistas o moderados; conservadores o liberales- lo único que pretenden es el Poder; que unas veces luchan por conquistarlo y otras, casi siempre, por mantenerlo…
En líneas generales puede decirse que la Constitución de Cánovas o de la Restauración que es igual, es un refrito de todas las anteriores, y, por tanto, ni más liberal ni más reaccionaria que las otras. «En fin de cuentas -dice Eduardo de Guzmán- la Constitución de 1876 no pasa de ser una fachada liberal que oculta una de las más habilidosas y antidemocráticas maquinarias políticas».
Si bien hay que decir en su descargo, y en el del propio Cánovas, que es la Constitución que más juego ha dado en toda la historia de España, ya que -aunque con anomalías- aguantó cincuenta y cinco años en vigor. Es decir, desde 1876 hasta 1931.
Cuarto «proceso»: 1931
Se trata, otra vez, de sustituir un régimen por otro. En este caso una Monarquía por una República.
Naturalmente porque así lo ha querido el pueblo. Quien lo niega. Si aquí todo se hace por el pueblo y para el pueblo.
EI 14 de abril ha sido como una explosión de alegría popular y democrática. El Rey se ha marchado libremente. La clase política del régimen anterior se ha cambiado la chaqueta libremente… y el pueblo ha elegido libremente… ¿Qué más se puede pedir?
Y, sin embargo, una vez más, la alegría de ayer se torna en llanto y en desilusión, y es que el «parto» constitucional no ha satisfecho a todos. Como siempre, y, como siempre, por no saber ceder todos un poquito. Porque los vencedores del 14 de abril imponen sus condiciones triunfales a los vencidos. Hoy por mí, mañana por ti.
Y España va a conocer cinco años de desconcierto, de sobresaltos, de enfrentamientos callejeros, de disturbios e incendios, de asesinatos y, por fin, la guerra civil. La más cruel de las guerras civiles. La más absurda. La más triste.
Pero, llegados a este punto no tenemos más remedio que hacer balance: y el balance lo primero y fundamental que nos dice es que los cuatro grandes «procesos constituyentes» han sufrido la guerra civil.
El de 1812 terminó, tras diversas y distintas vicisitudes en la mal llamada «Primera Guerra Carlista» de 1833-1840.
El de 1868 provoca, además del asesinato de Prim, la segunda guerra entre absolutistas y liberales, que terminó en tregua.
El de 1876 provoca otro nuevo asesinato: el de Cánovas del Castillo, y desemboca en su primera fase en la guerra de Cuba y en el desastre del 98.
El de 1931 tiene un desenlace aún más triste. Es decir, una guerra civil de tres años y un millón de muertos.
¿Quiere esto decir, sin embargo, que necesariamente todo «proceso constituyente» ha de terminar en España, en «guerra civil»?
No, por supuesto. Sería un disparate afirmarlo. Un disparate matemático y un error histórico.
Pero, como dijera Galileo Galilei: a pesar de todo la tierra se mueve. La realidad es la realidad. Y nuestra realidad, la realidad de España, es que cada vez que entramos en un «proceso constituyente» corremos el peligro de guerra civil o, en su defecto, el asesinato del jefe del Gobierno.
Ahora bien, ¿qué es una guerra civil? ¿por qué va un país a la guerra civil?… ¿cuáles son las causas de cualquier guerra civil?
Aunque antes de contestar a estas preguntas creo que conviene detenerse en estos datos. Desde 1484 a 1945 hubo en el mundo exactamente 278 guerras, de las cuales 187 se desarrollaron principalmente en Europa y 91 en otros continentes. Pero, aún hay más: de las 278, 125 fueron guerras entre pueblos de diferentes civilizaciones y 78 fueron civiles. Lo que quiere decir que la Humanidad ha vivido 1,6 guerras al año en los últimos casi 500 años… ¡Más de una guerra y media cada año! Es decir, que cada año, cada primavera… o con la llegada de las nieves, el mundo se ha visto inmerso en un conflicto de consecuencias incalculables. Porque si bien es verdad que nunca pudieron calcularse con exactitud el número de bajas, también lo es que existen dos montañas de restos humanos sobre dos fechas capitales: La primera guerra mundial (1914-1918) costó nueve millones de bajas militares y treinta millones de civiles. La segunda (1939-1945) aún más: 17 millones de militares y 34 millones de civiles.
Y todavía hay algo peor: y es que en los últimos treinta años el mundo ha tenido que presenciar otros 67 conflictos bélicos; lo que indica que el hombre sigue sin comprender y que la paz, efectivamente, es ya una especie a extinguir. O acaso que la humanidad se está volviendo loca pues -¡cómo si no!- se explica que la misma generación que conoció lo de Hiroshima y Nagasaki permitiera pocos años más tarde el medio millón de muertos de Corea, o los más de 100.000 del Congo, o los incalculables de Biafra y del Vietnam.
Ahora bien, la guerra que aquí estudiamos es la que a mí, personalmente, me parece más disparatada y tremenda. Es decir la guerra civil. Ese choque brutal entre hermanos que convierte al hombre en un ser sanguinario consigo mismo y con los demás.
Según los clásicos de la política «la guerra civil es un conflicto dentro de una sociedad provocado por el intento de adueñarse o mantener el poder y los símbolos de legitimidad por medios extralegales. Es civil porque en ella están comprometidas personas civiles. Es guerra porque ambas partes aplican la violencia. La guerra civil es intrasocial y puede sobrevenir dentro de un grupo del que algunos sectores desean mantener o establecer una identidad étnica o política diferenciadas, o bien desean cambiar el gobierno».
Hay dos tipos básicos de guerra civil: el de tipo espontáneo y el tipo planificado. En el primero, las cosas ocurren sin orden ni concierto, y como consecuencia de un gran vacío político. El Estado se ha ido descomponiendo sin causa aparente y el Poder queda en la calle. Entonces basta con un mitin callejero para trastocar el orden establecido. Ocurre como es natural en sociedades carentes de tradición de instituciones políticas estables. O también en sociedades desengañadas que han perdido la fe en sus propias instituciones, al quedar éstas sin contenido doctrinal o haberse mostrado incapaces de hacer frente a los problemas reales y cotidianos.
Es, sin embargo, el segundo tipo de guerra civil -el planificado- el que ha ocasionado la mayor parte de los conflictos. Precisamente por ello, su estudio es más fácil y el diagnóstico más sencillo. Aunque, como en todo aquello donde interviene el hombre, siempre haya un tanto por ciento equis de improvisaciones y sorpresa.
Si miramos hacia atrás y repasamos la Historia nos encontramos con que desde 1484 a 1976 el mundo padeció 121 guerras civiles. De las cuales, un 40% lo fueron por causas ideológicas (político-económico-religiosas); un 30%, concretamente, por defender la forma de Estado.
Pero, ¿cuáles son los requisitos o «constantes» de cualquier guerra civil?
Tengo que confesar que en esta cuestión no hay autor que se ponga de acuerdo. Para unos, muchos, es la falta de autoridad de quienes detentan los mecanismos de gobierno. Para otros, es la existencia de intereses encontrados que motivan el que las posturas se radicalicen.
Personalmente, y tras estudiar detenidamente el tema he llegado a la conclusión de que existen siete causas que pueden ser consideradas «constantes» y una que es denominador común de todas.
Son estas:
1) Cuando los cauces de representación (llámense Cortes, Congreso, Senado, Cámara de Representantes, Consejo Nacional, Cámara Alta, etc…) no funcionan o funcionan mal.
2) Cuando la situación económica ha llegado a un momento de caos (es decir, de hambre, de miseria, de injusticia, de subdesarrollo, etc…).
3) Cuando surge la división interna entre aquellos organismos e instituciones que son sostén del Estado como el Ejército, la Iglesia, los sindicatos, etc…
4) Cuando los partidos políticos han demostrado su incapacidad de gobernar y las relaciones entre sí se han enconado de tal modo que ya no hay posibilidad de diálogo.
5) Cuando intereses internacionales enfrentados coinciden en ese país o en la zona donde está enclavado.
6) Cuando la forma de estado es discutida radicalmente.
7) Cuando surgen los nacionalismos independentistas (caso Estados Unidos o Yugoslavia).
Hay, sin embargo, como he dicho antes un denominador común a todas las guerras civiles, a cualquier guerra civil: es la aparición de dos grupos radicalmente enfrentados: uno que defiende la ruptura con el pasado y otro que defiende la evolución. Es decir, Revolución frente a Reforma: Reforma frente a Revolución.
Pero antes de analizar cada una de estas «constantes» y su «presencia» en la España actual, creo que merece la pena estudiarlas en el ciclo histórico anterior más parecido. Es decir, en el reinado de Alfonso XIII.
¿Cómo estaban estas «constantes» el año 1902 cuando es proclamado mayor de edad don Alfonso XIII? ¿Estaban en germen o estaban en desarrollo?
Hay un hecho cierto: Con la llegada del Siglo, España atraviesa uno de los momentos más delicados de su historia. Los españoles, todavía bajo los efectos psicológicos del «desastre» del 98 están sin pulso. Así lo dice Francisco Silvela: «Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla…»
Y es que España tiene ante sí, otra vez, un reto decisivo. Ya no se trata de perfeccionar, sino de subsistir como nación. Ya no se trata de defender un imperio, sino de salvar un país que se hunde sin remedio.
En estas circunstancias llega el nuevo Reinado, y ya se sabe, un Rey joven es siempre un capítulo de esperanza. Aunque las cosas están tan mal que el propio monarca, pocos meses antes de su proclamación, se atreve a pronosticar y escribe:
«Yo puedo ser un Rey que se llene de gloria regenerando la Patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y, por fin, puesto en la frontera.»
Comienza una nueva etapa, que va a exigir transformaciones radicales y la actuación implacable de un gran bisturí. Porque muchas cosas, muchas, con el paso de los años, han quedado totalmente inservibles; otras necesitan angustiosamente un balón de oxígeno, y otras, que han surgido del desastre, requieren tratamiento distinto.
Entre los que ha quedado inservible figura el llamado turno de los partidos. Muerto Cánovas y con un pie en el estribo Sagasti, el juego de liberales y conservadores se ha terminado. Y quien no quiera reconocerlo o no tenga ojos para verlo, es que ha perdido el tren del futuro. Y si ha perdido el tren es que, acaso, también él sea ya un trasto viejo… La política es así de cruel con aquellos que no quieren aceptar la inevitable marcha del acontecer histórico. Ha quedado inservible igualmente la vieja creencia de que las masas obreras pueden ser engañadas impunemente.
Pero lo que más preocupa de todo en esos comienzos de siglo es la Monarquía, la regencia de María Cristina ha sido, tal vez, demasiado larga y, tal vez, demasiado palaciega. Canalejas coincide con Maura en que el nuevo reinado que va a iniciarse debe ser algo más que un cambio de personas. O la Monarquía evoluciona y se hace social o se verá seriamente afectada por la influencia de los grupos antimonárquicos. Republicanos, demócratas y socialistas están sembrando la idea de que la Monarquía es, por principio, incapaz de amparar la justicia social que ellos reclaman, pues no está asistida de organismos verdaderamente representativos que ejerzan una labor de control y frenen el poder avasallador de las clases más poderosas.
Maura lo apunta claramente en un discurso que pronuncia en 1901: «Va a reinar un niño de dieciséis años en una España completamente deshecha, en la cual partidos, Parlamento y Gobierno no son más que una sombra de lo que habían de ser, y apenas si cubren con una hoja de parra la función que debieran cumplir. Es necesario que el monarca se encuentre asistido debidamente para que pueda llevar a cabo su misión, de otra suerte el nuevo reinado comenzará siguiendo las rutas de su antecesor, que vale tanto como decir que carga con culpas ajenas o con desgracias en las cuales no tiene parte alguna. No confiemos en que un niño de dieciséis años no sólo vaya a poder ejercer las prerrogativas propias de la Corona según la Constitución, sino que puede reemplazar la ausencia o la cooperación de las Cortes, de los comicios, de la opinión, de la Prensa y de los partidos. Y, por lo tanto, una de dos: vamos dentro de pocos meses, a una dictadura militar, a la ruina de la Constitución, al retroceso de España, a la mitad del Siglo pasado, a una España borrada de la lista de las naciones continentales, o solamente ha de ser el Parlamento quien, representado genuina y verdaderamente a la nación, supla las deficiencias, las flaquezas, la crisis providencial e inevitable de la realeza».
Por su parte, Canalejas defiende insistentemente que la Monarquía sólo puede salvarse si afronta la cuestión social y llama a sus filas a los obreros y campesinos, si arrebata la bandera de la revolución a los izquierdistas extrarrégimen y se hace popular. Una Monarquía encerrada en palacio y aislada por las camarillas sólo puede desembocar donde desembocó la de Isabel II: allende la frontera, en el exilio. «Sólo asentándose en la voluntad nacional -dice- podrá la Monarquía ser fuerte, pues la institución más fuerte y poderosa es la que procura ser intérprete de los dictados de la conciencia nacional». Por eso defiende, por encima de todo, el sufragio universal; que cada español diga -en uso de su razón y su derecho- si quiere la Monarquía y qué Monarquía quiere.
Así pues, no debe extrañar que ambos políticos (uno desde el lado conservador y otro desde el liberal, pero los dos realistas y con visión de futuro) lancen casi al mismo tiempo la idea de hacer una revolución desde arriba, es decir, desde el Poder, antes de que sea tarde y la hagan otros desde abajo, o sea, fuera del Poder y contra el poder. Ambos piensan que ha sonado la hora de transformar profundamente el orden existente, aprovechando la magnífica ocasión que es siempre un nuevo reinado.
Acaban de constituirse las últimas Cortes de la Regencia cuando Maura exclama en medio de una enorme expectación: «Por eso he dicho y repito que España entera necesita una revolución desde el Gobierno, y que si no se hace desde el Gobierno, un trastorno formidable lo hará, porque yo llamo revolución a eso, a las reformas hechas desde el Gobierno, radicalmente, rápidamente, brutalmente, tan brutalmente que baste para los que están distraídos se enteren, para que nadie pueda abstenerse, para que nadie pueda ser indiferente y tenga que pelear, hasta aquellos mismos que asisten con la resolución de permanecer alejados».
Pero la clase política dominante no está preparada para seguir a Maura y Canalejas. Lo que hoy llamamos «establishment» -del rey abajo, todos- sólo alcanzaba a contemplar lo que estaba al alcance de su vista. Lo cual no hace sino confirmar una constante histórica de este país: la falta de visión de futuro y la miopía de su clase política. Y ambos dirigentes fracasan, fracasarán años más tarde. Hasta el punto de que uno de ellos, Canalejas, caerá asesinado, y el otro, Maura, no sólo sufre dos atentados mortales, sino que al final de su vida se ve maltrecho y humillado hasta por el propio monarca.
Y la Monarquía pierde su gran oportunidad, el tren del futuro, la posibilidad de ser «la Monarquía de todos los españoles». Pues retirados Maura (al ostracismo) y Canalejas (por asesinato), el camino queda libre para los que preconizan la revolución desde abajo, es decir, desde fuera. Salvo que el Rey se decida por una solución de fuerza y entregue el Poder a los militares, dando paso a la Dictadura. Y ambas cosas ocurrirán a no tardar muchos años.
Alfonso XIII se lleva el primer susto como Rey en las primeras elecciones de su reinado, pues los republicanos ganan con todas las de la ley en las grandes capitales (Madrid, Barcelona, Valencia…).
Pero en 1903 las clases conservadoras todavía pisaban fuerte y confiaban en la Monarquía (lo de las elecciones -pensaron- había sido un susto que les proporcionó el ansia de apertura de un político más bien inexperto). Entonces, aunque el propio Rey hubiese querido marcharse, se lo habrían impedido: ¡quedaban tantos recursos!
En 1931, el decorado, sin embargo, ha cambiado tanto que parece otra obra; sobre todo, ha cambiado el apuntador (llámese el capital) o el público (la masa, ahora radicalizada a la izquierda). Por eso no sorprende que cuando el Rey se vuelve a un lado y a otro sólo encuentre una misma respuesta: el exilio. Los unos, porque en ese momento pensaban que no había más remedio que transigir para no perderlo todo, e incluso pasarse de bando y ayudar a los que llegaban para seguir dominando la situación.
Los otros, el pueblo, porque pensaba que ya había dado a la Monarquía demasiadas oportunidades y era llegada la hora del cambio total. En esta encrucijada, al Rey no le quedó más remedio que buscar una salida airosa: el exilio. Como Isabel II. Como, de otra manera, Fernando VII.
Pero, no puede cerrarse el ciclo sin hablar de la cuestión social, tan decisiva, tan fundamental, a lo largo de todo el reinado.
Ya sé que sería tonto por mi parte pretender resumir el problema social de España en cuatro palabras, pues si hay algo que en este país ha hecho derramar verdaderos ríos de tinta no cabezuda de que ha sido esa lucha del mundo del trabajo y la clase capitalista mantenida a lo largo de años y que seguirá por los siglos de los siglos.
La cuestión social se plantea en España, de una manera clara y preocupante, con la llegada del Siglo XX, a pesar de que la Reina Regente casi la pasara por alto en el mensaje de la Corona del mes de junio de 1901. Pues este mismo año aparece en Barcelona el decenario «La huelga general», de Francisco Ferrer Guardia, y los socialistas de Pablo Iglesias ganaban sus primeras actas de concejales (27 en toda España). Si bien es verdad que las huelgas de ese año fracasan todas. Pero el tren se ha quedado, definitivamente, en marcha: los obreros han comprendido que tienen que agruparse para luchar juntos y defender sus reivindicaciones en bloque, y los patronos, que a partir de ese momento tendrán que habérselas con un «peligro real». Aunque -y como escribiera Julián Zugazagoitia en su estudio sobre Pablo Iglesias muchos de ellos (de los patronos) reaccionaron contra los primeros socialistas de una manera elemental: negándoles la posibilidad de trabajar, y, por consiguiente, desterrando a muchos de ellos de Madrid. Y es que -añade- en el Madrid de los tiempos bobos no había ninguna razón para exigir que los patronos fuesen muy cuerdos.
El hecho es que la pelota se ha puesto en juego y que ambos contendientes van a intentarlo todo por ganar un partido que en teoría no puede tener vencedores ni vencidos. Al empuje de unos (las organizaciones obreras), incluida la violencia en ambos casos, responderán los otros (partidos conservadores), con un torpe y tenaz empeñamiento en no retroceder ni hacer concesión alguna (aunque para ello tengan que hacer uso de la fuerza y graves represiones). Como es natural, en este enfrentamiento habría que llevar muchas veces -casi siempre- la por parte el equipo más débil… Los patronos no ceden; los trabajadores, coaccionan. Los patronos, despiden; los trabajadores se declaran en huelga. Los patronos se amparan en las leyes; los trabajadores en sus derechos intocables. «Planteado por la clase obrera en estos términos de coacción sobre el capital y la autoridad -escribe Fernández Almagro-, el problema se resolvía en contra del trabajador por la Guardia Civil, la Policía y los procesos subsiguientes».
Así se llega a 1909. Año crucial para España y para el reinado de Alfonso XIII, pues se produce la «Semana Trágica» de Barcelona que, al decir de un escritor de la época, «fue el primer rejón serio que se clavó en la Monarquía».
«España echa a andar ese año -dice Bravo Morata en su libro De la Semana Trágica al golpe de Estado– con veinte millones de habitantes, de los cuales casi doce son analfabetos. Casi un 60 por 100. En las mujeres, casi un 66 por 100. En cabeza, Málaga, con un porcentaje de analfabetismo del 79,46 por 100″.
El 28 de marzo -sigue el texto bravo-, la capital de España es escenario de una manifestación dirigida por Sol y Ortega, al grito de: «Maura, no», que sirve de antesala a lo que va a ocurrir en Barcelona. El 30 de abril se promulga un decreto sobre el derecho de huelga, cuyo artículo 1º dice: «Tanto los patronos como los obreros pueden coligarse, declararse en huelga y acordar el paro para los efectos de sus respectivos intereses, sin perjuicio de los derechos que dimanen de los contratos que han celebrado».
El 2 de mayo se celebran elecciones, y los radicales de Lerroux barren a sus oponentes. El ambiente está tenso. Sólo falta que salte la chispa, y ésta se produce en julio, con motivo del embarque de un contingente de soldados con destino a Marruecos. Los obreros barceloneses invaden los muelles e incitan a los militares a que tiren las armas y se vuelvan a casa. El 26 de julio se inicia la huelga en los talleres de la Hispano-suiza y se propaga rápidamente por toda la ciudad y por Sabadell, Tarrasa, Granollers, Manresa, etc. A continuación se declara el estado de guerra y comienza una verdadera batalla entre las fuerzas del orden y el Ejército y las masas instigadas y dirigidas por los anarquistas. Francisco Ferrer había escrito poco antes un artículo en «Huelga General», con el significativo de «Habrá sangre; sí, mucha sangre». Y sí que la hubo. El Ejército tuvo que emplearse a fondo (con artillería incluida) para dominar la situación y restablecer el orden.
Y así llega el año 1917.
Año clave, también, en la Historia de España, pues bien puede decirse que él abre las puertas del auténtico siglo XX para este país (y acaso para el mundo entero, ya que no hay que olvidar que es el año del triunfo de la revolución comunista en Rusia). Tres acontecimientos van a marcar la pauta que llevará el futuro. Tres acontecimientos que no son sino las tres caras de un mismo fenómeno: el malestar hondo en que se desenvuelve el pueblo español y la crisis irremediable que vive la Monarquía. En fin, es el año del movimiento de las Juntas Militares de defensa, la Asamblea de Parlamentarios y la huelga general revolucionaria de agosto. «Tres gritos -según Marcos Sanz Agüero- desesperados de una España incapaz de soportar más tiempo a sus anacrónicos egoístas politicastros».
Y una vez más hay que referirse a la ceguera del capitalismo español, pues de nuevo pierde la oportunidad de llevar a cabo la revolución desde arriba que detuviese la implacable marcha que a esas alturas del siglo llevaba y a la Revolución desde fuera.
Pero, no pudo ser.
Las dos Españas siguieron enfrentadas y haciéndose la guerra cruelmente. Como ayer, como hoy, como siempre.
Y el otro jefe de Gobierno que cae asesinado: es el cuarto en medio siglo. Eduardo Dato cae acribillado a balazos, como antes habían caído Prim, Cánovas y Canalejas. Indudablemente ese país es un país violento. Un país donde para muchos, desgraciadamente, la mejor razón es la razón de la metralla. «¿Por qué?, ¿hasta cuándo?, ¡basta ya!»… ¡cuántas veces habremos visto estas palabras escritas en la páginas de nuestros periódicos!, ¡cuántas lamentaciones inútiles!
En esa situación el Monarca no tiene más remedio que dar paso a la Dictadura de Primo de Rivera. El ciclo se va completando. Porque según van desarrollándose las «constantes» de guerra civil las salidas se van reduciendo.
Primero son los Gobiernos de Partido y las elecciones generales rotatorias. Después, cuando cada partido comprueba o demuestra su imposibilidad de gobernar por sí sólo, el gobierno de concentración. Después de éste, la Dictadura del Rey, la Dictadura de los militares o el exilio, con el consiguiente cambio de Régimen… Y, por último, si no ocurre un milagro, el enfrentamiento armado.
Curiosamente ese milagro estuvo a punto de conseguirlo Primo de Rivera. Porque la verdad es que en esos años de dictadura, España pareció recobrar el pulso perdido. Ya que hasta las clases trabajadoras, principalmente las socialistas, tal vez cansadas de tanta lucha, hacen un alto en el camino y prestan su colaboración. Como el capital, que por haber visto el lobo tan de cerca en los años anteriores, se vuelca en torno al general. Y el pueblo llano recobra la alegría. Sólo la clase política, incluyendo la monarquía, se mantiene en sus trece y sigue la lucha. Es esa clase la que, incluso cambiando de chaqueta, hace imposible que triunfe el «invento» y se vaya todo al garete. Todo, hasta la Monarquía; pues con la caída de Primo de Rivera caerá también el propio Alfonso XIII.
Señores, el ciclo ha durado exactamente 29 años.
Quinto «Proceso»: 1977
En fin, volvamos a la actualidad y veamos cómo va el «proceso constituyente» que dejamos hace un rato.
¿De dónde viene este Régimen? ¿Qué queremos los españoles? ¿Qué puede pasar tras este quinto «proceso constituyente»?…
He aquí un puñado de interrogantes que, seguramente, están en el ánimo de todos.
Para unos este Régimen viene del Régimen de Franco.
Para otros, este Régimen no debe venir del Régimen de Franco, puesto que el Régimen del 18 de julio no era democrático y sólo había sido un inmenso paréntesis.
De ahí las dudas y de ahí la confusión de muchos ante dos palabras: instauración y restauración.
La Monarquía ha sido el motor del cambio, dicen unos.
La Monarquía no debe hacer política, dicen otros.
Y todavía hay quienes hasta defienden la obligatoriedad de que el pueblo se manifieste al respecto.
En unas cosas, al menos parece que hay «consenso», como se dice ahora: en que todas las fuerzas políticas (salvo raras excepciones) desean la Democracia. Una Democracia a la europea; que ampare y defienda todas las libertades y todos los derechos del ciudadano. Una Democracia en la que exista un Poder arbitral, el Rey; un Poder Ejecutivo elegido por el pueblo y controlado o vigilado por un parlamento también libremente elegido; un Ejército profesionalizado que respalde las instituciones democráticas; unos Partidos libremente organizados y varios etcéteras que doy por referidos.
Sin embrago, existe algo intangible en lo que parece no haber «consenso»: es la cuestión del ritmo. Porque mientras unos quisieran ir muy deprisa, otros lo que desean es ir muy despacio. Los primeros esgrimen razones convincentes: cuando antes se llegue a la Democracia antes se resolverán los problemas. Los segundos también afinan y dicen: mientras más rápido se vaya más riesgo tenemos; si nos precipitamos podemos echarlo todo a rodar.
Y en esta disyuntiva estamos.
Bien es verdad que cada cual saca provecho a la situación actual. Porque unos dicen: el angustioso problema económico no tendrá arreglo hasta que no se hayan democratizado todos los estamentos de la sociedad. El terrorismo es consecuencia de los «residuos» del pasado… Pero otros responden: resolvamos antes los problemas angustiosos y después seguiremos el «proceso democrático». No se puede luchar contra la inflación si no hay un «pacto» previo.
Pero así podríamos seguir diez horas más.
Es lo que les está pasando a ellos. Es decir, a los políticos. Es un círculo vicioso. O al menos así nos los están haciendo creer.
Yo mientras tanto, quiero preguntarme y me pregunto:
¿Terminará este «proceso constituyente» como los otros?
¿Están ya aquí esas «constantes» que llevan inevitablemente al enfrentamiento? De verdad, de verdad, ¿a dónde vamos?, ¿a dónde va España? ¿Cuál puede ser, va a ser, el desenlace de este «proceso constituyente»?
Y fríamente, sin catastrofismos, sin falsos optimismos, las «constantes» de cualquier guerra civil están ya presentes:
Porque los cauces de representación legal (Congreso y Senado) no están dando el juego que se esperaba. Las Cortes democráticas no han afrontado aún los problemas reales de la España real.
Porque la situación económica, sin ser aún, caótica, es tremendamente difícil y más que lo va a ser en los próximos meses, si tenemos en cuenta, sobre todo, la falta de confianza de los sectores de inversión y la bajísima productividad (hoy la más baja de Europa) del mundo del trabajo.
Porque los organismos o instituciones que son sostén del Estado padecen ya la división interna. La Iglesia, como consecuencia del Concilio Vaticano y del actual estado de cosas. El Ejército, aunque menos responsable, como consecuencia de varios e importantes acontecimientos que están en el ánimo de todos… Y los Sindicatos, como consecuencia de la desaparición del Sindicalismo Vertical y la irrupción de las diversas Centrales Obreras.
Porque los Partidos políticos no han sabido sobreponer, todavía, en mi criterio, los grandes intereses de la nación sobre sus intereses partidistas o porque todavía cada uno tiene la esperanza de hacerlo todo en solitario y es que nunca en España dio resultado una «operación de Centro». A pesar del optimismo del partido en el Poder yo creo que esta «coalición» se diluirá como el azúcar en agua en las primeras elecciones que haya.
Porque no hay duda de que en estos momentos hay «intereses internacionales enfrentados» que aspiran a controlar o dominar la Península Ibérica y sus islas. El tema Canarias puede ser a corto plazo un foco de tensión máximo.
Porque, a pesar de que se silencie, la forma de Estado no es -o no será- totalmente reconocida hasta después de un referéndum.
En segundo lugar, quiero resaltar un hecho sumamente peligroso de cara a un futuro inmediato: la cuestión de las Autonomías. Porque para nadie es secreto cómo se entienden en este país los deseos de «descentralización».
En tercer lugar, hay que hacer mención al tema del terrorismo. ¿Puede un país soportar la sangría que viene soportando el nuestro desde hace unos años? ¿Puede un país que no se siente seguro ni respaldado pensar realmente en trabajar, en trabajar en serio?
Por lo tanto, y como colofón de todo lo dicho, y a pesar de cualquier optimismo, nos esperan años difíciles. Probablemente al Poder no va a quedarle otro remedio que acudir a «soluciones de emergencia».
O sea, a un Gobierno de Concentración Nacional. Lo cual, teniendo en cuenta los otros «gobiernos de concentración que hubo en el pasado», puede ser el comienzo del fin. Pues tras un Gobierno de Concentración sólo cabe un Gobierno de Fuerza… Y eso, señores, en este país, ya se sabe lo que es: la Dictadura. Que puede ser, ello es verdad, una Dictadura de siete años; o una Dictablanda de meses… o un Régimen autoritario de cuarenta.
Y termino. Termino con una cita de mi buen amigo Ricardo de la Cierva: «Jamás una guerra civil, por ningún motivo, para ningún fin»… y trastocando las palabras del principio de mi viejo maestro Lucio Anneo Séneca. Y las trastoco, porque a pesar de todo, quiero ser optimista, porque necesito ser optimista, porque me gustaría que todos los aquí presentes también lo fuesen, porque España necesita de nuestro optimismo. Señores: «a cualquier precio, la convivencia jamás es cara».
Julio MERINO
Director de “El Imparcial
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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