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Seguimos con la serie “Los caballos de la Historia”, que está escribiendo para “El Correo de España” Julio Merino. Hoy habla de “Janto” el caballo de Aquiles, junto con Balio, Podarga y Pédaso, y el famoso caballo de Troya, el gran invento de Ulises con el que vencieron y entraron en la ciudad troyana.

 

“JANTO”

EL CABALLO DE AQUILES

Después de Pegaso, el caballo de los dioses, no hay más remedio que hablar de «los caballos de La Ilíada», ya que sin ellos no se concibe la obra de Homero… ni la guerra de Troya. Pues, no en vano, hasta Zeus, el soberano del Olimpo, se sirve de cuatro corceles de pies de bronce y áureas crines en el momento crucial de la tragedia. «Esto dicho -escribe concretamente el poeta- unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor, y subió al carro. Picó a los caballos para que arrancaran, y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la tierra y el estrellado cielo.» Después, cuando el gran dios manda detener a su hija, Palas Atenea, que iba en auxilio de los troyanos, Homero escribe: «Entonces, las Horas, al verlas, abrieron las puertas del Olimpo, desengancharon los caballos, los llevaron a los divinos pesebres y arrimaron el carro al luciente muro».

También es curioso que llame a Troya «criadora de caballos» y a Héctor, el héroe que coprotagoniza la obra, «domador de caballos»… o estas palabras que pone en boca de Eneas: «Dárdano tuvo por hijo al rey Erictonio, que fue el más opulento de los mortales hombres: poseía tres mil yeguas que, ufanas de sus tiernos potros, pacían junto a un pantano. El Bóreas enamoróse de alguna de las que vio nacer, y transfigurado en caballo de negras crines, hubo de ellas doce potros que en la fértil tierra saltaban por encima de las mieses sin romper las espigas y en el ancho dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas».

Sin embargo, y ello demuestra la gran importancia y el protagonismo del caballo en la Historia, lo que más llama la atención es que el poeta mencione con sus nombres los caballos de los dos grandes héroes de la tragedia: Aquiles y Héctor, o sea, «el de los pies ligeros» y «el domador de caballos». Y no sólo los menciona, sino que además hace que los héroes les hablen o que uno de ellos le hable al mismísimo Aquiles, cuando éste se dirige a la batalla.

Se llamaba Janto y formaba con Balio la pareja de «caballos inmortales» que Pe­ leo recibió al casarse con la nereida Tetis, de cuya unión nació Aquiles. La yegua que los parió se llamaba Podarga. También cita Homero el nombre del tercer caballo que Patroclo unce a su carro cuando el héroe de los «pies ligeros» le cede su armadura, sus armas y sus caballos. Éste, que no era inmortal, se llamaba Pédaso y murió en el combate de un lanzazo en el cuello.

 

«Aquiles -escribe el poeta-, cuya armadura relucía como el fúlgido sol, subió al carro y exhortó con horribles voces los caballos de su padre:

Janto y Balio, ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo al campamento de los dáneos al que hoy es guía; y no le dejéis muerto en liza como a Patroclo.

Y Janto -puntualiza Homero-, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza -sus crines, cayendo en torno de la extremidad del yugo, llegaban al suelo-, y habiéndole dotado de voz Juno, la diosa de los níveos brazos, respondió de esta manera:

-Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquiles; pero está cercano el día de tu muerte y los culpables no seremos nosotros, sino un dios poderoso y el hado cruel. No fue por nuestra lentitud ni por nuestra pereza por lo que los teucros quitaron la armadura de los hombros de Patroclo; sino que el dios fortísimo, a quien parió Latona, la de hermosa cabellera, matóle entre los combatientes delanteros y dio gloria a Héctor. Nosotros correríamos tan veloces como el soplo del Céfiro, que es tenido por el más rápido. Pero también tú estás destinado a sucumbir a manos de un dios y de un mortal.

Dichas estas palabras, las Furias le cortaron la voz. Y muy indignado, Aquiles, el de los pies ligeros, así le habló:

Janto! ¿Por qué me vaticinas la muerte? Ninguna necesidad tienes de hacerlo. Ya sé que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre; mas, con todo eso, no he de descansar hasta que harte de combate a los teucros.

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Dijo. Y dando voces, dirigió los solípedos caballos por las primeras filas.»

 

Comentarios posteriores aseguran que este Janto, aunque de origen divino e inmortal, era un caballo negro y de pura sangre persa, que tenía tres años y estaba dotado de patas especialmente vigorosas que le capacitaban para correr a más velocidad que la mayoría de sus congéneres. Por su parte, Balio era de color blanco e igualmente rápido. Y esta rapidez de ambos es lo que impedía que el héroe pudiera uncir a su carro otros dos caballos, que era lo habitual entre los griegos.

Pero Homero no se conforma con citar los caballos de Aquiles, sino que cita también los nombres de la cuádriga de Héctor. Cuando, en el canto VIII de La Ilíada, el hijo de Príamo, se dirige al combate, exhorta a los caballos de este modo:

 

«-¡Janto, Podargo, Etón, divino Lampo!, ahora debéis pagarme el exquisito cuidado con que Andrómeda, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os mezclaba vinos para que pudiéseis, bebiendo, satisfacer vuestro apetito; antes que a mí, que me glorio de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance, esforzaos, para ver si nos apoderamos del escudo de Néstor, cuya fama llega hasta el cielo por ser de oro, sin exceptuar las abrazaderas, y le quitamos de los hombros a Diómedes, domador de caballos, la labrada coraza que Hefesto fabricara. Creo que, si ambas cosas consiguiéramos, los aqueos se embarcarían esta misma noche en las veleras naves.»

Lo que no aclara Homero, sin embargo, es el hecho de que uno de estos cuatro caballos de Héctor se llame también Janto, es decir, igual que el inmortal y bello animal de Aquiles. Pero así está escrito en La Ilíada y por ello hay que respetarlo.

También es curioso que el poeta haga llevar a los dos héroes cascos con «largas crines de oro» y que no hable del comportamiento de los caballos durante el transcurso del duelo a muerte que ambos -Héctor y Aquiles- mantienen ante las murallas de la vieja ciudad de Troya, situada -como se ha demostrado después- en lo que hoy es Turquía y muy cerca del estrecho de los Dardanelos.

Pero ello no quita el que La Ilíada sea toda ella como un canto al caballo y una de las mejores fuentes para conocer el protagonismo de este hermoso animal en la Historia y la leyenda. Un protagonismo que haría de «el caballo de Troya» el mayor símbolo conocido de la astucia y la traición, como veremos en el siguiente capítulo.

EL FAMOSO

CABALLO DE TROYA

Entre los caballos de la antigüedad destaca con luz propia el famoso caballo de Troya, a pesar de ser simplemente una máquina de la que se sirven los griegos como último recurso para vencer a los troyanos. De ahí que a la hora de hablar de los caballos de la Historia no haya más remedio que citarlo como si de un animal de carne y hueso se tratase.

También porque el caballo de Troya significó desde el primer momento algo más que una figura de madera o un infernal artilugio guerrero… El caballo de Troya fue, es y seguirá siendo hasta el fin de los tiempos un símbolo: el símbolo de la traición o de la astucia, según se mire. Una idea perversa que demuestra algo perverso: que no hay mejor modo de destruir una fortaleza -ya sea militar, política, espiritual, moral, económica o policiaca- que introducirse en ella y minarla, corroerla, corromperla, dividirla o desmoralizarla desde dentro. Que fue exactamente lo que sucedió en Troya, pues no hay que olvidar que los griegos se estrellaron sistemáticamente durante diez largos años ante las murallas de la ciudad de Príamo. Es decir, mientras lucharon de frente y antes de que al sibilino Ulises se le ocurriera la estratagema del caballo de madera…

Pero detengámonos en los «hechos» y veamos qué fue con exactitud el famoso caballo de Troya, cómo y para qué se hizo y qué nos dice al respecto la leyenda.

Según cuenta Virgilio en La Eneida por boca del héroe Eneas, el único superviviente de los protagonistas troyanos de La Ilíada, de Homero, todo comenzó tras la muerte de Aquiles, el de los pies ligeros, y cuando ya los griegos desesperaban de poder vencer a los troyanos. Porque fue entonces cuando una mañana los troyanos se despertaron con dos sorpresas: que las naves griegas se habían esfumado y que ante las murallas de la ciudad sitiada había un increíble caballo de madera… «Un caballo alto como una montaña -dice Eneas-, cuyos costados estaban recubiertos con tablas de abeto entrelazadas». ¿Qué era aquel caballo y qué significaba?… «Muchos pensaron enseguida -sigue contando el héroe virgiliano- que aquello era una trampa y pidieron a gritos que se arrojara al mar; otros, que se quemara, poniendo bajo su vientre una hoguera; aquéllos, que se abriesen sus costados y se explorasen las entrañas…».

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«Pero he aquí que, a la cabeza de un numeroso tropel, Laocoonte, furioso -escribe Virgilio-, baja de la ciudadela y grita desde lejos: «¡Oh, desdichados ciudadanos!, ¿a qué tan grande locura? ¿Creéis que los enemigos se han marchado? ¿O es que creéis que los presentes de los dánaos carecen de engaños? ¿Así se conoce a Ulises? O bien dentro de ese caballo de madera se ocultan los aqueos, o esa máquina se ha fabricado en el sentido de nuestras murallas, para inspeccionar nuestras casas y desde lo alto caer sobre la ciudad, o ella oculta alguna estratagema; no os fieis de ese caballo, troyanos. Cualquier cosa que sea, yo temo a los dánaos, incluso en su ofrenda a los dioses…» Dicho esto, lanza con toda su fuerza una enorme jabalina sobre el costado del animal y su redondo vientre, quedando en él clavada y vibrando, y sus profundas cavidades devolvieron un quejido. Y, a no ser por el destino de los dioses, si no se hubiese ofuscado nuestra mente, hubiera llegado a destruir aquel escondite de los griegos; aún existiría hoy Troya, y tú, ¡ciudadela de Príamo!, todavía permanecerías en pie.»

 

Es entonces cuando aparece Sinón, un pariente del propio Ulises, y se hace pasar por un desertor de los griegos…, el cual, convenientemente dirigido por los suyos, cuenta a los troyanos la versión de que quien posea y ofrende a los dioses el caballo de madera acabará siendo dueño y señor de Grecia. Esto, y los estudiados gestos de sumisión y entrega del griego, hizo que los troyanos abandonasen sus temores y decidieran apoderarse del caballo e introducirlo en la ciudad, aunque para ello tuviesen que tirar parte de la muralla, dadas las proporciones gigantescas de la traidora trampa, y colocar bajo los pies del coloso unas enormes ruedas para poderlo mover…

 

«¡Oh, patria! ¡Oh, Ilión, morada de los dioses! -exclama entonces Eneas­. ¡Oh, muralla de los dárdanos célebres en la guerra! Cuatro veces se paró en el umbral de la puerta y cuatro veces resonaron las armas en su vientre. Nosotros, no obstante, seguimos olvidadizos y ciegos en nuestra locura, y colocamos en lo alto del santuario este monstruo de desdichas…» 

Entonces Sinón aprovechó un descuido de los troyanos y se deslizó hasta el monstruo, en donde los dánaos estaban encerrados, y abrió los escotillones de abeto… ¡Era el momento esperado!, pues abiertas las trampillas de acceso los griegos comienzan a saltar al exterior, sirviéndose de largas cuerdas, y explotando el factor «sorpresa». Y los primeros, los caudillos Tesandre y Esténelo, el temible Ulises, Acamas y Toas, el nieto de Peleo, Neoptolomo, Macaón y Menelao, y Epeo, el constructor del infernal artefacto.

Fue el final de Troya, ya que a los escondidos en el vientre del famoso caballo se sumaron los de fuera, que habían vuelto a escondidas y aprovechando el caos de la traición. Pero fue también el nacimiento de un mito.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.