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Más de 15.000 personas de izquierdas  se vieron engañadas por los responsables de sus Partidos y lo que quedaba de Gobierno y esperando inútilmente durante cuatro días unos barcos que nunca llegaron 

 Entre los días 30 y 31 de marzo y el 1 de abril de 1939 muchos se suicidaron y los más cayeron prisioneros de las victoriosas fuerzas nacionales

 

Los últimos días de marzo, hasta el primero de abril de 1939, la tragedia se cebó con los miles de republicanos que esperaban ser rescatados en el puerto de Alicante. Los barcos prometidos por sus líderes nunca llegaron. Algunos republicanos se suicidaron antes de caer en manos del enemigo y quienes no lo hicieron acabaron dando con sus huesos en el campo de concentración de Albatera. Los líderes de la República escaparon al extranjero dejando a miles de compatriotas abandonados a su suerte.

Fue, sin duda, una de las mayores tragedias de la Guerra  Civil, aunque se haya hablado poco de ella, tal vez porque ni a unos ni a otros (republicanos, socialistas, comunistas…y nacionales) les interesó aclarar su comportamiento de aquellos días. Fue el símbolo de lo que había sido la República: el engaño de los líderes y el sacrificio del pueblo. Porque, allí, en el Puerto de Alicante, durante los cuatro larguísimos días finales del mes de marzo de 1939 más de 15.000 personas (y hay quien habla hasta de 40.000) sufrieron en sus propias carnes la angustia y la desesperación más cruel que puede soportar un ser humano. Cuatro días esperando unos barcos que les han prometido los líderes y que nunca llegaron. Hacinados en los muelles del puerto, sin comida, tumbados en los suelos y esperando la llegada de los soldados de Franco unos se suicidaban y otros se hundían en la desesperación.

            Y al final, y ya en la madrugada del 31 al 1 de abril, no tuvieron más remedio que rendirse tras entregar las últimas armas y sabiendo que iban directos, de momento, a un campo de concentración.

De aquella tragedia, para mí, hay un relato que supera a todos los demás. La obra que escribió el gran periodista de la República, testigo presencial y víctima, encarcelado después e incluso condenado a muerte, Eduardo de Guzmán con el título de “La muerte de la esperanza”. Les aseguro que la primera vez que la leí, como ganadora del premio “Memorias de la Guerra Civil española” en 1973 me impresionó tanto que como subdirector de “Pueblo” que era en ese momento conseguí que se le ayudara a publicar una segunda parte, la que vivió con otros miles de prisioneros, en el campo de concentración de Albateras.

Por su interés, y a sabiendas de que se quedan muchas cosas interesantes fuera, reproducimos algunos párrafos de esos últimos días en el puerto de Alicante:

 

Jueves, 30 de marzo

Imprevisibles muchas veces, las reacciones de la multitud tienen siempre algo de primitivo y pueril. Como los niños, las muchedumbres pasan con facilidad y sin transición de un extremo a otro, saltando en unos segundos de la risa al llanto y del más rosado optimismo a un pesimismo irrazonado y desolador. Diez minutos bastan para cambiar por entero el aspecto del puerto de Alicante. Lo que a las doce menos cinco era algazara y euforia, se trueca a las doce y cinco en amarga desesperanza. Los más acusan rabiosos:

–          ¡Todo el mundo nos traiciona…!

Las palabras no constituyen únicamente una reacción momentánea o irritada por el inesperado cambio de rumbo del buque aguardado con ansias; expresan un firme convencimiento grabado a fuego en el ánimo popular a fuerza de abandonos, olvidos, injusticias y decepciones a lo largo de toda la guerra. Un rosario inacabable de hechos nos ha ido mostrándola doblez de unos, la cobardía de otros, la inhibición de quienes debían actuar y la intervención de los que no tenían papel en el drama. Contra todas las leyes internacionales, las democracias nos han negado las armas que precisábamos para defendernos. La farsa de la no intervención ha permitido que Francia, Inglaterra y Norteamérica imitasen a Pilatos lavándose las manos y simulando no ver que otros se las teñían en sangre hasta el codo. Incluso quienes decían ayudarnos negociaron precios astronómicos por armas de desecho, frenando la revolución, planteando aquí extrañas querellas partidistas, boicoteando a los hombres más capaces y las organizaciones más fuertes y buscando por todos los medios que sus seguidores lograsen el monopolio del poder, aun a costa de la desunión y del enfrentamiento de los antifascistas entre sí, a ciencia y conciencia de que podía traer aparejada la derrota colectiva.

–          El pueblo español, los trabajadores españoles hemos tenido que luchar solos contra todo y contra todos. Y ahora, como remate y contera, Francia e Inglaterra reconoces a Franco y cavan la tumba de la República.

–          En la que con toda seguridad nos enterrarán muy pronto a todos nosotros.

Mariano Viñuales, comisario en la 28  División, da rienda suelta a su indignación hablando a voces en medio de un nutrido grupo que asiente a sus palabras. Comprende y se explica el comportamiento de los conservadores británicos, realizando un doble juego en defensa de los sacrosantos interés del capitalismo internacional, o la indecisión de los gobernantes franceses acobardados por la amenaza hitleriana. Ni siquiera le sorprende que Stalin vaya a lo suyo y ponga los interés del estado soviético por encima de la revolución mundial, tolerando el sacrificio de los trabajadores españoles igual que sacrificó anteriormente a los alemanes, polacos y húngaros.

–          Lo inconcebible y vergonzosa es la traición de los que debían y tenían que estar a nuestro lado, muchos de los cuales siguen todavía afirmando que lo están.

–          ¿Quiénes?

Viñuales no se muerde la lengua. Habla de los hombres que el pueblo con sus votos llevó al poder y que no quisieron ni pudieron por incapacidad política o cobardía física cumplir con su deber. De Casares Quiroga que se burla durante meses de cuantos le denuncian la inminencia de un levantamiento que asegura plantar en veinticuatro horas cuando se produzca, que niega el 18 de julio armas a los trabajadores y el 19 lo abandona todo en medio de la calle; del mismo Azaña, que en noviembre escapa de Madrid y no para hasta Barcelona, y que en febrero de 1939, e lugar de regresar a España, donde continúa la guerra, dimite en Francia la presidencia de la República, dando a las democracias el pretexto que buscan para reconocer diplomáticamente a los fascistas; de Negrín, que habla de resistir hasta la muerte y que tiene siempre un avión preparado para la fuga; de los intelectuales que se llamaron servidores de la República y recibieron de ellos los máximos honores.

–          Todos huyeron en la hora del peligro. Llevan muchos meses viendo los toros desde la segura barrera de los Pirineos. Lloran la tragedia del pueblo, llorarán incluso nuestra muerte, pero esperan ya el momento de volver a sus cátedras aunque sea entonando loas en honor del vencedor.

–          Machado, no.

–          ¡Claro que no! Machado era antítesis de todos esos. A machado no le premió la República con ningún puesto de relumbrón, ningún enchufe, ninguna embajada. Modesto y leal siguió callado su labor y estuvo hasta el fin de sus días al lado del pueblo. Quizá por eso le abandonaron los otros y le dejaron morir de pena y soledad tras la derrota de Cataluña en un desconocido pueblecito pirenaico.

Maestro de escuela aragonés, Viñuales combate en las primeras líneas desde el mismo 18 de julio. Forma entre los luchadores que, partiendo de Barcelona, liberarán la mitad de Aragón; combate luego en Belchite, Teruel, Levante y Extremadura. Da siempre el ejemplo marchando en los puestos de vanguardia. Herido, retorna al frente antes de cicatrizar sus lesiones.

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–          Sólo el pueblo ha sabido y sabe estar a la altura debida en nuestra guerra. Frente a tantas cobardías, vejaciones y abandonos escribió con su sangre páginas inolvidables. Aunque al final hemos sido vencidos, aunque de cada uno de nosotros individualmente no se acordará nadie, el comportamiento conjunto de los trabajadores, lo que hicieron en el frente y la retaguardia constituirá un ejemplo imborrable, un acicate constante para cuantos aspiran a que el mundo futuro esté libre de las injusticias y dolores del que hasta ahora conocimos.

En sólo unos momentos el muelle se ha convertido en un inmenso guirigay de voces, gritos, polémicas y discusiones. Dejándose llevar por sus nervios la gente habla más que escucha y prefiere chillar a razonar serenamente. Si por la mañana fue un duro golpe saber que se había marchado el barco que debía aguardarnos, a medianoche es mayor la impresión de presenciar directamente cómo un buque llegaba hasta la bocana y daba media vuelta en lugar de penetrar.

–          Pero –grita uno-, ¿está seguro alguien de que era el buque que debía recogernos?

Cien voces distintas le contestan indignadas afirmativamente. Pero el que ha formulado la pregunta ha sembrado una duda a la que no pocos se aferran instantes después como a una tabla de salvación. En definitiva, todo lo que hemos visto era una embarcación que se aproximó al puerto y viró antes de entrar.

–          ¿Quién nos dice que no era un barco de guerra fascista?

No lo dice nadie, porque muchos empiezan a pensarlo. Quizá la cosa no ofrezca dudas posibles para un marinero o pescador acostumbrado por poco que sea a la navegación, pero la inmensa mayoría que llena el puerto somos gente de tierra adentro, que fácilmente pueden confundir  la silueta de un mercante entrevista en la oscuridad, con unas lucecitas encendidas un minuto en cubierta, con un cañonero o un destructor. Máxime cuando muchos de una manera instintiva desean creerlo para mantener en pie unas leves esperanzas de salvación.

–          Yo creo que era el “Canarias”.

–          ¡Seguro que era el “Canarias”! ¡No podía ser otro!

Aunque la especie se nos antoje disparatada, se propaga con increíble rapidez. Tengo la clara impresión de que una mayoría no lo cree, pero simula aceptarlo únicamente para no deprimir y desmoralizar a quienes los rodean, especialmente a las dos mil o tres mil mujeres que están entre nosotros.

–          Si de verdad fueses el “Canarias” –murmuran los más crédulos-, entonces…

La presencia de un crucero enemigo en las proximidades hubiese sembrado la inquietud y la alarma hace unos horas. Ahora, sin embargo, se trueca en un signo esperanzador. En efecto, que el “Canarias” esté en las inmediaciones puede significar que no nos hallamos totalmente abandonados. Que estando los accesos al puerto libres y despejados no hubiera entrado ningún barco de los varios que nos han dicho que salieron de Orán o Marsella con tiempo suficiente para haber llegado ya a Alicante, significaría que esos buques sólo existían en nuestra imaginación; en cambio, si el paso se lo había cerrado el “Canarias” quedaba en pie la esperanza de que pudieran pasar en cualquier momento en que el crucero enemigo se alejase o que la cercanía de unidades de guerra inglesas y francesas, que al parecer pululan por los alrededores, le fuercen a tolerar la evacuación de los últimos defensores de la zona republicana.

 

Viernes, 31 de marzo

Son pocos los que duermen a la una de la madrugada. Aunque estamos agotados por la interminable espera y los nervios de muchos no parecen capaces de aguantar más, una mayoría lucha por mantener los ojos abiertos. El crucero francés debe llegar a las doce y media y las gentes se encaraman al muro del rompeolas o clavan la mirada en la bocana del puerto, impacientes por verle aparecer. Incluso pasados cuarenta minutos de la hora indicada seguimos esperando, acaso porque ya no somos capaces de hacer otra cosa.

El loco de la farola lleva unas horas callado. Es un alivio, porque su monótona letanía crispaba los nervios de quienes le escuchaban. No sé si le obligaron a bajar a la fuerza, bajó porque s ele agotaron las fuerzas o se suicidó tirándose de cabeza. Cualquier cosa es posible y ninguna me sorprendería mucho. Ha habido ya siete y ocho suicidios y probablemente habrá muchos más cuando amanezca si continuamos en la misma situación. Tampoco escasean los ataques de histeria, los enfermos repentinamente agravados y algunos cuyo corazón es incapaz de soportar una tensión tan dramática y prolongada.

Nadie habla de ellos, quizá porque la sensación del peligro propio insensibiliza de los dolores o tragedias ajenas. Ayer sacaron a bastantes en camillas para ser atendidos fuera; desde que por la tarde entraron los italianos, enfermos y muertos se quedan entre nosotros. Como máximo, familiares o amigos les recogen del suelo para llevarlos a un improvisado hospital o enfermería atendidos por médicos y enfermeros que generalmente pueden hacer muy poco.

Para combatir el frío de la noche, sorprendente en Alicante a finales de marzo, arden en los muelles numerosas hogueras. En torno a ellos, la gente, sentada, con los ojos medio cerrados fijos en el fuego y generalmente sin ganas de hablar. Envueltos en mantas y capotes, no pocos tumbados, simulan dormir y algunos lo hacen en efecto; la mayoría, sin embargo, vela con los ojos cerrados concentrada en sus meditaciones…

A la una y media de la madrigada, el muelle entra en convulsión. Quienes esperan en el muro anuncian la aproximación de varios barcos. Los que estamos sentados nos incorporamos y los que aparentan dormir nos imitan. Todos esperamos la entrada inmediata del crucero francés que se retrasa, ignoramos por qué causas.

Pero si las luces de los barcos continúan con sus sorprendentes andanzas a un par de millas del puerto, en el muelle el clima se enrarece por momentos y a cada segundo aumenta la irritación y la desesperanza.

–          ¿A qué espera para entrar?

–          A que nos muramos de viejos.

–          No es de viejos precisamente de lo que vamos a morir.

–          El que viene delante es un barco de guerra, posiblemente un destructor. Los otros dos son buques de carga.

Importa poco que sea un destructor en lugar de un crucero, si se decide a entrar y puede llevarse a los que aguardan en la zona acotada. Especialmente si lo acompañan dos mercantes que recojan a la mayoría de los que permanecemos en el muelle.

–          Aunque tengamos que ir hacinados en las bodegas o de pie en la cubierta.

El chasco se produce en forma semejante a la noche anterior. El supuesto crucero o destructor francés que marchaba en cabeza, llegando a trescientos metros del rompeolas, para sus maquinas, primero, y da marcha atrás después. Lo mismo hacen los dos mercantes que le siguen. La única diferencia es que ahora no se alejan hasta perderse de vita en el horizonte, sino que se limitan a regresar al punto en que se encontraban minutos antes.

–          Están jugando con nosotros como el gato con el ratón. Y el final es que el ratón acaba devorado.

Cunde y se intensifica la desmoralización. Aumentan con rapidez quienes lo dan todo por definitivamente perdido. Impresiona el aire desolado de la multitud. Impresionan más aun los frecuentes suicidios. Un individuo de cierta edad se tira de cabeza al agua; dos muchacho jóvenes quieren auxiliarlo y el suicida se defiende de ellos con uñas y dientes. Es una pugna breve y angustiosa que muchos presencian desde el borde del muelle. Al final, los jóvenes tienen que desistir y el viejo desaparece bajo el agua.

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En la parte exterior del puerto, dos cadáveres flotan junto al rompeolas. Debieron suicidarse al amanecer, sin que nadie se diera cuenta. Otro, que va caminando al parecer con entera tranquilidad, se pega un tiro en la cabeza y cae sobre una mujer tumbada y dormida que se despierta con un grito de horror. Se produce otro hecho más dramático aun: un muchacho joven se dispara un tiro en el pecho y la bala, después de atravesar su cuerpo, va a herir mortalmente a un viejo de pelo blanco. Los dos se derrumban muertos casi al mismo tiempo.

La gente comienza a demostrar una indiferencia increíble ante la muerte. En la parte central del muelle un hombre alto, fornido, que está fumando un buen cigarro puro, se da de pronto un tajo profundo en la garganta. Cuando algunos quieren auxiliarle, los rechaza enérgico. Sentado en el suelo, con el puro en los labios, permanece medio minuto hasta que se derrumba muerto.

–          Es el alcalde de Alcira –oigo decir a mi lado.

–          En ocasiones excepcionales como ésta –dice el doctor Bajo Mateos-, el suicidio es la más contagiosa de las enfermedades conocidas.

 Un grupo de soldados, mandados por un capitán, se acercan a la entrada del muelle. Piden, exigen mejor, hablar con los militares de más alta graduación entre nosotros. Como más tarde sabremos –estamos en este momento demasiado lejos para poder presenciarlo-, salen a su encuentro algunos militares profesionales. En forma clara y enérgica el capitán da sus órdenes para la inmediata evacuación del puerto. Debemos salir todos de forma paulatina y ordenada para constituirnos en prisioneros. Seremos conducidos entre una doble fila enemiga hasta un campo de los alrededores, al pie del monte de Santa Bárbara, fuera ya del casco urbano. Las mueres tendrán que separarse de los hombres para ser recluidas en los diversos cines y teatros de Alicante.

Son instantes de intenso dramatismo. Todo el mundo sabe lo que le espera y encara su destino dan debilidades ni claudicaciones. Se abrazan muchos en gesto de despedida. Las mujeres frenan la expresión de sus sentimientos y procuran mantener firme el ánimo de sus familiares cercanos. Ni siquiera lloran cuando alguno anuncia una decisión trágica e incluso la pone en práctica ante su vista. Arrodilladas junto a su deudo, le cierran los ojos mientras se muerden rabiosas los labios.

–          ¡Ya están saliendo…!

Empiezan a salir los primeros grupos. A quince o veinte pasos de distancia los soldados separan a las mujeres de los hombres y los obligan a continuar en direcciones distintas. Entre una doble fila de soldados, los hombres marchan por la carretera de Valencia, bordeando el monte de Santa Bárbara; las mujeres, también  entre doble hilera de vigilantes, so internadas en el casco de la ciudad.

 

Sábado, 1 de abril

 La tranquilidad de esta ultima noche que pasaremos en el puerto contrasta con la inquietud y zozobra de las dos precedentes. No es tanto que las quince o veinte mil personas de hace veinticuatro horas hayan quedado reducidas a menos de mil, como la mudanza de nuestro estado de ánimo. Ahora no estamos pendientes de las luces que se mueven en la lejanía ni aguardamos un barco que nos conduzca a tierras libres de la amenaza enemiga. Hemos dejado de esperar, y al darlo todo por definitivamente perdido, recuperamos la calma que ayer nos faltaba.

–          Yo me mataré antes de salir. ¿Qué pensáis hacer vosotros?

–          Yo me mataré también –sostiene un viejo luchador anarquista andaluz-. Me prometí a mí mismo no caer vivo en manos del fascismo y cumpliré mi promesa.

–          Yo no –afirma Manuel Amil-. Si me quieren muerto, tendrán que matarme.

La discusión se generaliza. Cada uno va dando su opinión, razonándola. Todos partimos, naturalmente, de nuestra situación actual y de las perspectivas que se abren ante nosotros. Nadie sueña despierto ni espera nada agradable en un futuro inmediato.

Son las ocho de la mañana y un sol brillante inicia su recorrido por un cielo sin nubes. La noche ha quedado atrás, pero las tinieblas empiezan para nosotros. Va a concluir la evacuación del muelle. Vemos allá lejos que los soldados forman como la noche anterior dos filas paralelas dejando en medio un ancho pasillo por donde habremos de pasar. Inician la salida quienes se encuentran cerca de la plaza de Joaquín Dicenta.

-¡Ha llegado el momento, compañeros!

Oímos unos tiros detrás de uno de los barracones y nos estremecemos sabiendo lo que significan. A cuatro pasos de nosotros Mariano Viñuales y Máximo Franco, comisario de la 28 División y comandante de la 127 Brigada, se estrechan con fuerza la mano izquierda mientras levantan las pistolas que sostienen con la derecha a la altura de su sien.

–          ¡Nuestra última protesta contra el fascismo…!

Suenan a un tiempo os dos disparos. Un instante permanecen en pie ambos. Luego se hunden verticalmente como si le hubiesen fallado a un tiempo músculos y huesos. Quedan tendidos, inmóviles en el suelo. Con los ojos abiertos mirando sin ver, con las pistolas humeantes al lado y unidas aún sus manos izquierdas.

Un momento los contemplamos en silencia. Luego echamos a andar lentamente hacia la salida. Camino maquinalmente, sin ver siquiera dónde piso. Frente a mí veo a los soldados que nos aguardan. Pienso en las ilusiones desvanecidas, en el ejemplo de cuantos cayeron en largo camino recorrido. Alguien murmura a mi lado:

–          Pronto envidiaremos a los muertos.

Asiento sin palabras.

Es el primero de abril de mil novecientos treinta  nueve.

¡La guerra ha terminado!

 

PD:… y mientras esto sucedía en el Puerto de Alicante Indalecio Prieto ya estaba en México, Largo Caballero en París, Azaña en Montauban y Negrín con los Ministros de su gobierno, con los generales Hidalgo de Cisneros y Cordón han huido en tres aviones Douglas desde el aeródromo de Monovar y dos días más tarde los dirigentes del PCE, entre ellos Dolores “La Pasionaría”, Enrique Lister, Rafael Alberti, María Teresa León y otros… ¡¡¡Solo el socialista don Julián Besteiro rechazó el exilio por dignidad y prefirió rendir cuentas ante los vencedores por su gestión como Presidente del PSOE y Secretario General de UGT, que había sido!!!

 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.