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Luis Martínez de Galinsoga y de la Serna ocupó la dirección de La Vanguardia Española durante veinte años por imposición del gobierno de Franco. Con anterioridad, desde marzo a julio de 1936, había sido director del diario ABC en sustitución de Juan Ignacio Luca de Tena. Durante la guerra civil fue director del mismo diario de la edición de Sevilla. Al terminar la guerra Serrano Suñer lo nombró director de La Vanguardia Española. Compaginó esta tarea con la de procurador en Cortes, 1946-1952 y 1955 hasta 1964. El mismo régimen que le situó al frente del diario le hizo dimitir el 5 de febrero de 1960. Es lo que se conoce como caso Galinsoga. ¿Por qué dimitió?

El 21 de junio de 1959 Galinsoga asistió a una misa en la iglesia de San Ildefonso, en la calle Madrazo -vivía muy cerca de allí- de Barcelona. Sólo comenzar la homilía protestó ante el Sacrista porque en ésta se había hablado en catalán. Recordemos que hasta el Concilio Vaticano II las misas se hacían en latín y la homilía en el idioma del país. Aquellas palabras en catalán ofendieron a Galinsoga.

– Vengo a protestar porque se dice la misa en catalán, empezó a decir el periodista.

– Usted perdone, pero aquí como en todas partes, la misa se dice en latín, contestó el sacristán con su marcado acento andaluz.

– Vengo a protestar porque es intolerable que se predique en catalán, repitió Galinsoga.

– Mire usted, respondió el cura, he predicado en castellano en la misa anterior, y en las otras misas se predicará también en castellano. Pero esta misa parroquial celebrada por el párroco y con participación de los feligreses tiene sermón en catalán, porque todos los que asisten a ella son catalanes y han pedido que se les predique en catalán. Yo soy castellano, pero me parece lógico que en esta misa el sermón sea en catalán.

– ¡Pues diga usted a ese señor y a todos sus feligreses que son una mierda!

Salió de la sacristía refunfuñando ¡Cataluña de mierda!, y una señora le increpó:

– Pero qué está diciendo, grosero.

– ¿Qué todos los catalanes son una mierda!, grito fuerte y claro.

Aquellas palabras cayeron muy mal en la sociedad catalana. Más de 14.000 personas se dieron de baja como suscriptores del diario. Cristianos Catalanes, liderados por Jordi Pujol, organizaron una campaña contra este diario. Publicaron un escrito titulado Dignidad contra la chulería donde decían:

El Sr. Galinsoga es un anticatalán furioso, hasta el punto de que durante la guerra civil llegó a escribir que había que destruir Cataluña. Durante todo este tiempo que hemos tenido que soportar como director de un diario de tanta importancia como La Vanguardia las expresiones injuriosas y las chulerias han sido su norma. Finalmente, hace poco -el día 21 de junio de este año- ha permitido pronunciar en plena parroquia de St. Ildefonso de Barcelona (Travessera de Gràcia, 55), después de otras expresiones insultantes, esta frase altamente ofensiva: «¡Todos los catalanas son una mierda!». Ha llegado la hora de demostrar al Sr. Galinsoga y la gente como él que en Cataluña todavía hay dignidad. Por lo tanto, considerando que es una vergüenza que un diario de la importancia de La Vanguardia, editado en Barcelona, tenga de director un hombre de este tipo, nos dirigimos públicamente al Conde de Godó, propietario del diario, con el ruego de que el Sr. Galinsoga sea sustituido por una persona de más dignidad y más respetuosa hacia Cataluña. Mientras esta sustitución no se produzca es necesario que las personas que están suscritas a La Vanguardia se den de baja y que quienes la compran en los quioscos dejen de comprarlo. Ya son muchas las personas que se han dado de baja o que han dejado de comprar este diario. Pero es necesario que esto se intensifique a fin de que nos sea dada la satisfacción a que tenemos derecho. 

Catalanes: Tenemos que demostrar que no se nos puede insultar impunemente.

El movimiento popular cada vez era más duro contra Galinsoga y el diario que dirigía. La pérdida de ventas hacía peligrar el futuro de la publicación. Para intentar apaciguar los ánimos Galinsoga publicó un artículo, el 19 de enero de 1960 en la página 16 del periódico que dirigía:

De esto que voy a invocar -y a evocar- hace más de cuarenta años. Sería allá por 1917 ó 1918 cuando se reunía en Barcelona una asamblea de la Mancomunidad- catalana, presidida por el señor Puig y Cadafalch. Era yo a la sazón redactor político de «La Acción», el diario maurista madrileño dirigido por el inolvidable maestro don Manuel Delgado Barreto. «La Acción» se adscribió, desde el primer momento -había, sido fundado en 1916-, a la defensa de la política desplegada por la minoría regionalista catalana que presidia en el Congreso don Francisco de A. Cambó. No era arbitraría esta postura del diario maurista, porque notoriamente don Antonio Maura simpatizaba, como luego lo demostró al formar Gobiernos, con los hombres de dicho partido catalán. Yo vine, pues, a Barcelona en aquellas jornadas, para hacer informaciones y comentarios objetivos, pero evidentemente con una consigna de mi director; a saber: la de inclinarme a favor de la sana política regionalista. ¡Dios mío!, ¡la que se armó en Madrid entre los periódicos de izquierda, singularmente los del llamado trust, o sea, «El Imparcial», «El Liberal» y el «Heraldo», que lanzaron contra mi pobre juventud de entonces los anatemas más irritados y casi insultantes! Hubo alguno de aquellos periódicos, no recuerdo si fue el «Heraldo» o «El País», que me calificaba de «maurista filibustero». Naturalmente que yo cumplí con mi deber periodístico entonces, como he procurado hacerlo siempre, y me quedé tan tranquilo ante aquella ofensiva. Y no se diga que atestiguo con muertos, porque si no fuera muy firme mi propósito de no aludir a nadie nominalmente en este artículo -ya que-no quiero implicar a nadie en mi defensa- yo nombraría a uno de aquellos diputados, casi imberbe a la sazón y hoy ilustre y veterano en el foro y en la cátedra. Podría él atestiguar, o, dicho mejor, podrá él atestiguar, y estoy seguro de que en su conciencia lo hace si me honra leyendo estas líneas, que «La Acción» y su redactor político prestaron en aquellos momentos de ofensiva general contra los políticos del regionalismo catalán un positivo y trascendental servicio. De entonces me quedaron a mí la complacencia y el honor de ser amigo, muy amigo, en algunos casos amigo íntimo, de aquella minoría regionalista que en los pasillos y en el salón de conferencias del Congreso charlábamos animadamente para pasar después al «hall» y a los salones del Palace, cuartel general mundano de la simpática peña catalana, llena de vivacidad y humor. O allá nos reuníamos en lo que ellos llamaban «el convento», un piso principal de la calle de Alarcón, esquina a Lealtad.

Pasaron muchos años y yo mantuve siempre un contacto amistoso muy estrecho con los políticos de referencia. Y cuando los arabescos del destino trazaron el mío de venir a dirigir en 1939 LA VANGUARDIA -¡quién me lo había de decir entonces!- yo me encontré en Barcelona con amistades muy sólidas nacidas en aquellos tiempos de un modo bien romántico y desinteresado por ambas partes. Y en años recientes, al ir cumpliéndose la ley fatal de la muerte, se nos fueron don Francisco de A. Cambó y Felipe Rodés y José Bertrán y Musitu y Rahola y finalmente, hace justamente cinco meses, don Juan Ventosa. Mi pluma de una manera editorial, o con la firma, evocó, en ocasiones tales, aquellos tiempos en términos que yo no he de repetir hoy porque sería reiterativa insistencia y alargaría este artículo. Pero quiero aludir, por haber sido la última triste coyuntura que se me presentó para ello, a la muerte de don Juan Ventosa, el admirado hombre público. Estaba yo en mis vacaciones veraniegas -era hacia el 20 de agosto- cuando oí en el diario hablado de la noche, de Radio Nacional, la funesta noticia de que había fallecido en Suiza el señor Ventosa. Y corrí al teléfono y de viva voz, sin haberlo escrito previamente, transmití a LA VANGUARDIA un artículo que a la mañana siguiente se publicaba y que produjo honda huella de impresión en toda Cataluña, porque era un emocionado homenaje, a aquel esclarecido estadista que entre otros muchos servicios rendidos a la Patria había ofrecido en holocausto, durante nuestra Cruzada, la vida de uno de sus hijos.

Y hace unos años, no recuerdo cuántos -porque yo no contabilizo mis espontaneidades ni mis sentimientos-, al producirse una arbitrariedad en el fallo de unas oposiciones en Madrid a cátedras universitarias, yo escribí en LA VANGUAR3DIA un artículo con mi firma protestando contra el caso, que a mí me parecía inaudito de desdeñar o, dicho mejor, postergar a un insigne médico de la egregia escuela catalana, famosa en todo el mundo, para discernir la cátedra en favor de un candidato apoyado por caciquismos, que tanto daño han hecho para el buen entendimiento entre las provincias catalanas y el resto de sus hermanas españolas.

¿Y qué más…? Pues, sí, hay mucho más. Hay más de veinte años y medio de labor cotidiana y desvelada al frente de LA VANGUARDIA en el cultivo cariñoso, atento y celosísimo de las mil actividades que en esta ciudad y en esta región se despliegan y que han sido recogidas fielmente en el periódico bajo mi dirección directa y personal, claro es que con el esencial auxilió de la Empresa y con las indispensables colaboraciones de mis compañeros los redactores, los obreros de la imprenta, los empleados administrativos y todo lo que, en suma, constituye el cuerpo vertebrado en el que radica el alma vibrátil de la redacción de un periódico como LA VANGUARDIA. Yo no he hecho más que cumplir con mi deber y al tener el honor de dirigir este periódico tuve siempre por norma y guía de todos mis actos la idea y el propósito de que Barcelona y la región catalana pudiesen enorgullecerse de albergar en su ciudad metropolitana uno de los mejores periódicos de Europa y, acaso, del mundo. A miles se podrían aducir testimonios de que estoy expresando una verdad escueta. Pero sería tanto como repasar la colección de LA VANGUARDIA de más de veinte años. Y no solamente en la sección propia de Barcelona, cuya «Crónica de la Jornada» constituye un cotidiano homenaje a las manifestaciones de progreso espiritual y material de esta ciudad, sino también en las consignas a los corresponsales de provincias para que estén siempre atentos a las repercusiones de las cosas catalanas en aquéllas y especialmente en nuestra sección de Madrid, en donde tanto cuidado se pone para hacer resaltar la presencia de catalanes en la capital de España. Y los corresponsales en el extranjero, igualmente celosos en transmitirnos, como nosotros en publicar, los triunfos y las actividades de catalanes en todo el mundo… En fin; no acabaríamos nunca, aun reduciendo la relación a un sencillo apuntamiento. Y por miles se contarán hoy las nobles conciencias que cuando lean este artículo me concedan su benévolo juicio que yo espero de su honradez, porque por este despacho de la Dirección de LA VANGUARDIA han pasado a miles los catalanes que pueden atestiguar de mi atención hacia ellos, de mi simpatía, dé mi acogida cordial y propicia.

No; contra los hechos de una conducta clara e infalsificable no pueden prevalecer intentos de atizar el fuego de la discordia y no podrán desmentirse los hechos que apunto, solamente a título de ejemplo. Me parece haber condescendido con excesiva paciencia prudente a esa oleada de maledicencia que de una manera subrepticia se ha desencadenado contra mi actuación. Tengo mi historia periodística, modesta pero limpia, al servicio de la tarea profesional. Y nunca hubiera molestado a mis lectores con este alegato en defensa propia y en defensa de la verdad si no fuera porque toda esa campaña se ha urdido sobre el artilugio da un slogan prefabricado, de una patraña según la cual se han puesto en mis labios palabras que yo no he podido decir nunca contra los catalanes, porque pocos como yo conocen desde muy antiguo, en nuestra contemporaneidad, las virtudes y los esfuerzos beneméritos que hace más de cuarenta años elogiaba yo, con vibrante tesón, en las columnas del diario «La Acción» y que ahora palpitan en la vibración de LA VANGUARDIA. Lo que más me duele es que algunos, mal informados, hayan podido creer que yo soy capaz de proferir unas palabras que sobre ser procaces resultan sencillamente necias. Yo pido que se me juzgue por mis hechos y no por mis palabras. Y menos, si las palabras que se me han atribuido’ quedan claramente desmentidas por mí.

Las excusas no sirvieron de nada. Parte de la sociedad catalana quería la cabeza de Galinsoga. Los anunciantes se dirigieron al conde de Godó advirtiéndole que se dejarían de anunciar sino dimitía el director del diario. El 28 de diciembre de 1959 Godó se dirigió a Franco pidiéndole el cese. En aquella época era el gabinete franquista el que ponía y sacaba al directores de los periódicos para tenerlos controlados. El consejo de ministros la aceptó. Durante aquellos meses La Vanguardia Española redujo en 30.000 el número de ejemplares y perdió 1,5 millones de pesetas. Se nombró a Manuel Aznar Zubigaray como sustituto. El caso Galinsoga fue una victoria de la oposición democrática catalana.

Autor

César Alcalá