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Quien habiendo tomado
armas contra su patria, castigado
fuera negando a su cadáver
sepultura. Que mano
desconocida le tribute al fin
sus últimos honores.
Sea errancia sin descanso su vida
por haber tomado las armas contra su patria.
Cuántos poemas, por buenos, merecieran encabezar este artículo. Y, sin embargo, escribiendo en El Correo de España, este aparece oportunísimo. Perdónenos su autor por no elegir otro.
Escribió Marcial que el poema breve tiene que ser como una abeja, tan dulce como punzante. Pienso que al gran poeta latino le hubiese satisfecho saber que en el demediado siglo XXI todavía queda algún solitario artista que sabe acometer ese sólo en apariencia fácil género. Más allá de la forma predominantemente breve de los poemas incluidos, con algunas salvedades hermosas, el poeta navarro Alfredo Rodríguez construye en Urre Aroa. Seis poetas de Tierra Naba (Pamiela, 2020) una pieza de finura literaria y poética deliciosamente extemporánea.
En un medio poético como el que subsiste hoy (chutado de todos los aerostatismos de la subvención pública), colmado de averiados epifenómenos del sinsentido ducassiano más huero, por un lado, y de la poesía de la experiencia más rutinaria por el otro, Alfredo Rodríguez descuella en tan sombrío panorama, atreviéndose a fundir su voz con la de la expresión renacentista, filtrando (y esto sí es lirismo) suaves dosis de autobiografía en las canciones melancólicas de unos heterónimos poetas navarros del siglo XVI, de los que se nos presentan cuidadas y realistas semblanzas y etopeyas. De este modo se introduce así Rodríguez en una noble tradición de falsificaciones literarias en la que se pueden citar algunos de los más grandes poetas modernos, como James Macpherson (Fragmentos de antigua poesía recogida en Escocia; Las obras de Ossián) Thomas Chatterton (Eleonure y Juga), Pierre Louÿs (Las canciones de Bilitis) o José María Álvarez (La edad de oro), que es el reconocido maestro de Rodríguez, quien se ha erigido, además, como el mayor estudioso de la obra del novísimo.
Pero Rodríguez tiene más maestros, y en el poemario se nota el influjo de todos ellos. Señalaríamos el de, por ejemplo, Julio Martínez Mesanza, que se aprecia en el regusto por el trasuntarse en personajes del pasado, situar la emoción poética en la Historia, y el verso sentencioso y moral, duro y épico, que estila Rodríguez con acierto. Mas también se encuentra la exigencia interpretativa que caracteriza a otro de sus referentes, como es Antonio Colinas, así como un erotismo pasado por el velo elegante de la opacidad. Estos tres poetas señalados han sido intensamente estudiados por Alfredo Rodríguez, que nos ha regalado múltiples libros en torno a sus respectivas obras y estéticas. Búsquense estos libros para quien interese conocer a tres de los últimos poetas auténticos que restan vivos. Una estela que con discreción y buen hacer plumas tenaces como la de Alfredo no dejan de buscar, en los caminos del gran Arte, tan huérfanos de tránsito en nuestros depauperados días.
Alfredo Rodríguez sabe que esto se acaba: “Así está bien, escucha / desasidos del mundo, / bien pronto no nos quedará ya nada”, o “Nos han de quitar todo, / no nos han de dejar llevarnos nada. / Hasta el torreón y las huertas serán tomados. / A sagrada ordalía / por el fuego seremos sometidos, / por veredicto divino. El deseo / de aislarse, de apartarse, / habrá permeado en nosotros”. Pero mientras queden las Arcadias, y custodios de ellas, habrá Belleza: “Sobre llanos, montañas, mercados de frontera, / la fuente de la eterna juventud / descubro en los tranquilos / atardeceres de la Tierra Naba. / A un escriba o a un aedo más joven / verso a verso le dicto / mi perenne ritual de muerte vicaria”. Y, con ella, una vía de redención: “Y todo es vano, todo / excepto esta sensación de existir / en ti, de plenitud en ti”.
Comenta en una entrevista: «Hay una cita magnífica del Libro rojo de Hergest, manuscrito medieval escocés, que dice así: “Las tres maravillas que enriquecen al Poeta son: Los mitos, su poder poético y la memoria de la antigua Poesía”». A esa cita, como confiesa Rodríguez, se adhiere su libro. Y, desde luego, lo consigue con eficacia. En Urrea Aroa mito, poesía e historia se funden armoniosamente. Lo que nos falta a todos hoy, sigue Rodríguez, «es el mundo mítico, que ha desaparecido de nuestro mundo, y lo vamos a pagar muy caro». Suscribimos plenamente. La poesía, aniquilado el mito, languidece de modo ineludible. Sólo esa mirada mítica, que Alfredo Rodríguez es capaz de recuperar en un travestismo cronológico insólito, es capaz de satisfacer nuestra sed de Absoluto.
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