20/09/2024 12:32
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Como lo mío va a ser repensar España en otra dimensión distinta a la de Don Mario Conde. Voy a enfrentarme a la siguiente pregunta. ¿Cuáles son los primeros síntomas que hay que detectar para saber que una sociedad está enferma, hasta el punto de instalarse la ineptitud, la ineficacia y la desvergüenza en la vida nacional?

Serio y comprometido, educado y formal, seguramente José Antonio respondió esta pregunta. Y al responderla, lo que lo detecta es el daño que se hace a la razón a través de narrativas simuladas, esto es, cuando se sustituye la historia por la memoria y se excluye toda deuda con el orden natural. El resultado, como no puede ser de otra forma, es un oasis en el espacio indeciso que nos rodea, perturbador y lleno de prejuicios; siendo que, “cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches técnicos, necesita todo un nuevo orden. Y este orden ha de arrancar otra vez del individuo” (3 de marzo de 1935, Teatro Calderón de Valladolid).

Traer al debate político a José Antonio Primo de Rivera -de profesión y oficio abogado, político circunstancial y fusilado con 33 años-, más aún, presentarle tantos años después como la repuesta obligada a lo que nos acontece, no es una apuesta que no tenga sentido, propia de quienes somos sus admiradores incondicionales. Hay algo más.

Más, porque se necesita una respuesta al brutal ataque que se ha hecho y se sigue hace a España, a lo que es y a sus valores, por parte del poder en connivencia con las grandes corporaciones internacionalistas. Toda vez, además, que en el contexto de Europa, España se nos muestra demasiado desconcertada para recordar su orientación moral con independencia de su debilitado estatus político. Situación que se agrava en un contexto de quiebra internacional.

De quiebra internacional, decimos, porque la idea sobre la que se articula este tiempo, el comercio como sustento de paz, idea antigua pero reactivada sobre el soporte de la globalización, ha resultado fallida tras la crisis financiera de 2007-2008 que hizo que los inversores fueran atraídos para invertir en la deuda soberana de los Estados, cuya deuda ha venido aumentando, alcanzando un nivel en los ingresos público insostenible. Lo que hace que el reembolso de la deuda sea cada vez mayor. Situación que nos lleva a hacernos una pregunta obligada e inquietante, ¿tenía algún propósito, pese a estar advertidos desde finales de 2019 y principios de 2020, que no se hiciera caso al Covid-19? De momento quedémonos con lo que dijo el ministro de Sanidad francés, que declaró el pasado 24 de marzo sobre el confinamiento lo siguiente: “Durará lo que tenga que durar”.

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Nos aproximamos a un mundo incierto, y sin duda alguna inhóspito, y aunque las piedras velan, como se dice en navegación, sólo nos muestran la superficie, la punta del iceberg. El problema al que nos enfrentamos no es otro que a la conjura contra el orden occidental cristiano. Cuya ofensiva se inicia en la década de los años setenta del siglo pasado, que allanó el camino con nuevos estímulos y aportaciones que enriquecieron las capacidades de la revolución, hoy a punto de conquistar sus objetivo, y que puede que haya necesitado una situación de crisis internacional como la que ha provocado el Covid-19 para implementar medidas que ya estaban diseñadas, y que están en la mente de todos.

Cuando estábamos a punto de traspasar el nuevo milenio, san Juan Pablo II advirtió con enorme claridad de juicio que numerosas luces rojas se encendían en el camino desde el punto de vista moral, sociocultural, económico, científico y tecnológico. No era casual que el Papa Wojtyla viera esta situación, porque la caída de las ideologías hacía nacer el deseo de hallar un nuevo orden facilitado por la banda ancha de la comunicación. Un nuevo orden que no considera que la entrada en el nuevo milenio represente, como representaba para san Juan Pablo II y para todos nosotros, católicos: “la puerta de la eternidad que, en Cristo, continúa abriéndose en el tiempo para conferirle su verdadera dirección y su auténtico significado”.

Y siendo que hablamos de una conjura contra el orden social cristiano, lo siguiente que deberíamos considerar, es que en el tablero internacional España está en el epicentro de esa conjura. De ahí que estemos ante un desafío que hay que afrontar con energía en cuanto que todos necesitamos estar preparados para responder con sabiduría, y de esta forma penetrar en el sentido y alcance de lo que se pretende subvertir; dando respuesta a los interrogantes que esa ofensiva plantea y combatiendo sus argumentos con sólidos principios, éticos y espirituales. Desafío del que nos advirtió el pontífice Wojtyla: “Manteneos en guardia contra el engaño de un mundo que pretende explotar o desviar vuestra energía y potente búsqueda de la felicidad y del sentido de la vida”.

Muy seguramente José Antonio se hizo esta pregunta, ¿cuáles son los primeros síntomas que hay que detectar para saber que una sociedad está enferma? Serio y comprometido, educado y formal, respondió. Lo que lo detecta es el daño que se hace a la razón a través de narrativas simuladas, instalándose la desvergüenza en la vida nacional.

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Por eso parte de una primera consideración incontestable, que el hombre es el sujeto de la historia, no el Estado ni la ideología. Y de una segunda no menos importante, que la política, como contrato social que es, debe evitar el conflicto. Desde estas dos consideraciones fundamenta su discurso y su posicionamiento, que es por lo que se sitúo en los márgenes, al aire libre, con el añadido “que sigan los demás con sus festines”… “Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización (…), aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización (…), aunque al subvertirla se arrastren muchas cosas buenas”. Por eso definió la Patria como “una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; (…) que no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. Porque la Patria es “una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir (…); y el Estado que cree, el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de esa unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria” (29 de octubre de 1933, Teatro de la Comedia de Madrid).

¿Qué hacemos? O más propiamente, ¿qué vamos hacer?

Algunos lo tenemos claro, dar sentido a la voz autorizada que articula un discurso sobre los valores que todos compartimos: la Patria, el Pan y la Justicia en este tiempo de quiebra nacional determinada por un independentismo que sigue ganando espacio, en un ambiente de bronca lastimera e inmersos en una crisis económica agravada por el destrozó causado por el Covid-19. Una situación que, pese a todo, sustenta su preocupación máxima en procesar al rey Emérito y salvar de la cárcel al Trapero de los Mossos.

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Pablo Gasco de la Rocha