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Companys, en 1940, era repatriado prisionero a España. Se inicia así una extraña catarsis en el responsable de miles de asesinatos -principalmente católicos- en la retaguardia republicana catalana. Llegado a Madrid, el escritor Valentín de Pedro, lo describe así: “Los que lo vieron, decían que estaba desconocido, y que estaba más delgado y seco, y que sus ojos llenos de vida, fiebre y fuego, le salían del rostro”. Camino de Madrid a Barcelona, fue esposado, ante lo cual sentenció: “Está bien. También a Cristo lo crucificaron”. Las referencias religiosas en sus diálogos fueron cada vez más frecuentes. Parecía que Companys ya se iba auto-convenciendo de su inmediato “papel martirial”.

 

La verdad sea dicha, con Companys se tuvo un trato cuidadoso, especialmente en el Castillo de Montjuïch, como así lo reconocería él mismo ulteriormente. Se le asignó la estancia destinada al cura castrense y no fue maltratado –asegura el historiador catalanista Josep Benet- ni de palabra ni de obra. En el castillo de Montjuïch pudo reencontrarse con sus hermanas, Ramona y Neus, que permanecieron con él en su último trance. Estas eran profundamente católicas y especialmente devotas de Santa Teresa de Jesús, y no compartían con su hermano sus ideas políticas, ni aceptaron nunca su divorcio y segundo matrimonio por lo civil. Por ese hecho dejaron de hablarle desde los inicios de la II República.

Además, tenían un pleito familiar contra su hermano desde hace años por haber dilapidado, este, una parte importante del patrimonio familiar en juergas disolutas y una agitada vida política de juventud (desde que empezó a estudiar derecho y se colegió, habían pasado 18 años). Por ello, habían permanecido distantes de su hermano hasta ese reencuentro. Y estuvieron con él en sus últimos días hasta su fusilamiento. Gracias a Ramona y su diario personal en el que recogía los acontecimientos, podemos saber cómo pasaba Companys esos días: “Está tan tranquilo –escribía el 11 de octubre de 1940- que creo que no hay nada que pueda turbar su paz”. También quedan recogidos esos aspectos “místicos” que hemos referido. Por ejemplo, constantemente hacía alusión a que se sentía indigno de morir con casi 60 años por Cataluña.

 

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Al finiquitarse el juicio militar, se le concedió a Companys la posibilidad de hablar. Su tono fu sencillo y sin ánimo de grandes retóricas. Sorprendió oírle decir cosas como (dirigiéndose al Tribunal): “ustedes no tienen la culpa de mi muerte”. Se despidió del Tribunal con un “Sin rencores”. El caso es que su breve discurso impactó en los asistentes. Tras el esperado anuncio de la sentencia a muerte, todo se precipitó. Las hermanas, le estuvieron hablando de Dios y de su misericordia y de que debía preparase como católico para la muerte. Hubo una primera resistencia inicial, pero luego solicitó un monje capuchino (ya tenían fama por aquella época de catalanistas).

Hay ciertas dudas sobre quién le atendió espiritualmente en los últimos momentos. Josep Benet se inclina a favor del jesuita Isidre Griful (que con el tiempo se fue haciendo catalanista y algo progresista). El caso es que, tras una larga conversación con un sacerdote, pidió confesión, acolitó en Misa (de pequeño había sido monaguillo) y comulgó. Los últimos escritos de Companys están llenos de referencias espirituales y a Dios. Esta es una de las partes de su biografía que siempre ha sido ocultada, para que resplandezca el mito del revolucionario e independentista.

Una de sus hermanas, Ramona Companys, aguardando aún la sentencia, comentó a los militares: “Yo creo que es providencial que le hayan juzgado hoy, vigilia de Santa Teresa. Yo les pediría que no tengan que ejecutarlo esta noche. Yo les ruego que pidan a la gran Doctora que les iluminen, para que no firmen nada irreparable”. Pero las plegarias no lo evitaron. Una vez ejecutado Companys, el 15 de octubre, en los escritos de Ramona aparecen constantes referencias a él como un “santo” que murió el día de Santa Teresa de Jesús. No deja de ser paradójico que esta devoción a Santa Teresa fuera compartida por el mismo Franco que llevó a su lado durante toda la Guerra, el brazo incorrupto de la santa de Ávila. Ironías de la Providencia.

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