25/02/2025 10:15

Los rojos, siempre tortuosos, no entienden la vida sin servirse del cínico consejo: Calumnia, que algo queda. Porque, aunque siempre han gustado de presumir de pacifistas, buenistas y de rebeldes beatíficos y solidarios, en realidad han ejercido de ello sólo nominalmente y con frivolidad astuta y diletante, esto es, aprovechándose de la coyuntura, como brutales depredadores que son. Y hoy la coyuntura dice que los pigmeos son gigantes y que los más ruines son los mejor encaramados. Los progres siempre se han dado maña para ocultar su indecencia con máscara de puros y de víctimas, mientras en la trastienda se desviven por actuar como sangrientos victimarios y ensuciar a la virtud. Hasta el punto de que, si nadie ha logrado que los animales se humanicen, los rojos han conseguido a lo largo de su historia que los hombres, bajo su látigo, se animalicen.

Las izquierdas rojas y su cohorte de piojosos resentidos con el mundo, celosos de la excelencia y codiciosos de las riquezas ajenas, dejan empobrecido a su paso todo lo que pisan. Por eso están dejando maltrecha a la patria, una patria boyante cuando ellos, directamente o a través de sus sucursales sociopolíticas, accedieron al poder. Sustentados en una Constitución penosa, agitando el fantasma del franquismo y corrompiendo todas las instituciones del Estado para sobrevivir, no dudaron en impulsar la política centrífuga ni en alentar una nueva Guerra Civil. No se sabe si en esta enésima ocasión, mediante su demoníaca estrategia y su odio, obtendrán el fruto perseguido, pero sea así o no, España y los españoles de bien han sufrido, están sufriendo y sufrirán las consecuencias del fango rojo.

El caso es que los inspirados marxistas, junto con los iluminados del separatismo y los tétricos terroristas, todos siniestros, todos corruptos, no dejan de exhibir, con dramática y repugnante ausencia del sentido de la realidad, su habitual jactancia de matones y su intolerable lobreguez y desvergüenza. Ya hace décadas que aparecieron en la España de la Transición esos inseparables compañeros de todo socialcomunismo que se precie: la censura, el paro, los elefantiásicos impuestos, el ostracismo o la liquidación de los disidentes, la destrucción de la convivencia y de la patria, la corrupción y las trampas electorales o el llamado por algunos «voto a cuatro manos»; además de la huida de quienes pueden y aspiran a una vida sin comitantes políticos.

Debiera entenderse de una vez por todas que, estando dirigidos por socialcomunistas, nos hallamos entre enemigos; y ya es tiempo de abrir los ojos y vivir alerta. No dejar nunca de luchar contra la peste que son, procurando ir con cautela en el ver, en el oír y mucho más en el decir. Guardándote de ellos como chanflones que son, listos siempre para prepararte un armadijo, porque nunca es razonable fiarse de sus fanatismos, ni conviene siquiera oírlos, o lo menos posible. Por desgracia, es esta una forma de convivencia muy amarga, pero necesaria si se comprende que los rojos no se detienen hasta haber dividido a la sociedad y creado comisarios políticos y confidentes entre la muchedumbre. Y debido a este modo de entender la vida en común nacen los paseíllos y las chekas, con sus correspondientes vendettas y sadismos.

El espécimen rojo, sí, es el enemigo. Enemigo de la convivencia y de la patria, de la propiedad privada y de la Cruz, de la verdad y de la libertad, de la civilización occidental y de la razón. Oyendo estas reflexiones pueden molestarse algunos, los aún fanatizados, y preguntar: «¿Quién eres tú, que tanto ves?». A lo que habría que replicar: «¿Quién eres tú, que estás tan ciego?». O admirarse otros, los aún no avisados, y argüir de esta suerte: «¿Cómo es esto? ¿Quieres decir que con los socialcomunistas vivimos entre fieras? ¿No hablas con exageración?». Pero no sólo no hay exageración, sino que hablando de los rojos siempre nos quedaremos cortos. Y habría que advertir que entre los tigres puedes defenderte o incluso no temer, pero entre los rojos y sus agitaciones y prácticas soviéticas acabarás temblando. Pues, aunque a menudo aparenten ser gentes corrientes y vulgares, su brutal crueldad supera lo imaginable. Los rojos son prototipos peores que las fieras, sin escrúpulos para utilizar su sevicia en la interacción social. Nunca se tiene mayor peligro que estando entre ellos; y no digamos bajo su bota, como ahora ocurre.

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Los rojos no son seres humanos normales. Es obvio que, como ocurre con todo el mundo, cada uno es hijo de su madre y de su padre, bien asido a su opinión, y así todos somos diferentes y a la vez comunes, con nuestras manías y gustos. Mas en cuanto al rojerío, aun siendo cierto que en su trato cotidiano, si no surge el tema sociopolítico y no precisa defender a su secta o a sus privilegios, te encuentras con aparentes sin sustancia, con habladores necios, con burlones impertinentes, con buenistas amables, con taimados y mohínos, como existen en todas las viñas del Señor, ello no obsta para que, llegada la ocasión, se vea aparecer su patita falaz e insidiosa por debajo de la puerta y haya que sufrir a demonios rencorosos y sanguinarios, capaces de guardar la represalia toda la vida y, aunque tarde, si tienen opción de apagar su innato resentimiento, te la acabarán pegando, hiriendo como el escorpión, con la cola. Y mostrando su incomprensible saña y su contumaz sectarismo.

Porque como dependas de su querer, ellos nunca querrán, pues les va el ser en no ser conocidos como lo que son; y el medio que estos militantes más o menos anónimos y sus agentes toman para que no los veas, es cegarte con su doblez. A estos bultos de carne con forma humana no les son necesarias garras ni colmillos para dañar a sus semejantes. Poseen armas más terribles y sangrientas que las uñas del tigre; cuentan con lenguas tan afiladas como navajas de barbero, con las que desgarran honores y vidas, y tienen instintos e intenciones tan siniestros y venenosos como las víboras. Y cuentan, sobre todo, con la memoria selectiva de su intolerancia sectaria. De modo que reúnen útiles de destrucción más ofensivos que los de las fieras, con la particularidad de que contra estas sólo puedes perder la vida material, pero contra los rojos puedes perder, además de la vida perecedera, la vida espiritual, la honra, la salud, la paz, el patrimonio y la alegría. Con los rojos sólo te esperan rapiñas, trampas, crímenes, injurias, codicias, envidias y atrocidades.

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Por lo cual, en el ver, en el advertir y en el actuar con clarividencia consiste el remedio para defenderse de los rojos. Con estas alimañas enfrente, las cosas del mundo se han de mirar al revés para verlas al derecho. El rojerío -a pesar de su atroz historia- es un monstruo tan nombrado como poco advertido por la sociedad. Conociéndolo, pocos lo quieren en su casa, mejor en la ajena, pero gracias a su maléfica habilidad acaba infiltrándose arteramente en los entresijos de las familias y de las multitudes y enredando a todo el mundo a través de asociaciones artísticas, literarias y civiles de todo tipo. Y consigue hacerse poderoso entre los necios, que son infinitos, y juez al que tantos apelan, condenándose. Mas, en vez de apocarse ante ellos, mejor es cogerles el tino y mostrarles los dientes, que, bellacos y cobardes como son, sólo embaucan y victimizan a los sufridos y a los indefensos.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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