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Cien más uno tras unos fastos obligatoriamente descafeinados por las inesperadas circunstancias que, a nivel mundial, han sacudido el último año y medio de nuestras vidas. Sin embargo, lo importante es cumplir y seguir teniendo protagonismo en el incierto futuro que se proyecta ante sueños y expectativas por llegar. Y, de cumplir, la Legión Española sabe desde aquellos primeros pilares establecidos como Tercio de Extranjeros.
Una pena, un desastre, una injusta recompensa a la sufrida y centenaria historia de una Legión Española que, desde sus inicios allá por 1920, ha sabido soportar los amargos sinsabores de tantos y tantos males dentro y fuera de nuestras fronteras. Fue, es y será el precio estipulado para los que, en primera línea, demandaron gestas acordes al firme compromiso con el verde sarga que se enfundaron y, luego, sudaron en las compañías de sus Banderas.
Hoy, al cumplir otro año, han vuelto a aparecer efemérides recientes en un almanaque repleto de la heroicidad de aquellos primeros legionarios. Zeluán, Monte Arruit, Annual, Melilla o Dar Hamed y sus lazos con la Legión han ido recuperando recuerdos de un siglo y, a partir de hoy, seguirán apareciendo nombres como Dar Drius, Ambar, Alhucemas en próximas páginas de nuevos centenarios grabados en nuestras mentes y corazones con la patriótica sangre y el ardiente fuego de «legías» de una vanguardia diversamente ejemplar.
«Fueron días malos. Todas las angustias, todos los dolores, los padecimos. Sólo por España seguíamos soportando el martirio», escribía Luys Santa Marina en Tras el águila del César en un reflejo elegiaco de lo que, a pesar del oscuro panorama de aquel Marruecos de hace un siglo, los primeros legionarios sentían en primera persona; allí, en aquel frente, en aquella posición, en aquellos blocaos defensivos de los que, en muchas ocasiones, ni siquiera sabían su nombre.
Todo formaba parte de un riguroso ritual de disciplina, del cumplimiento de las órdenes del mando, de un frenético e irresistible ímpetu adornado por el anonimato de combates, enclaves e identidades de aquellos legionarios, hombres ávidos de acción y despliegues que demandasen poner en práctica el dictado de los espíritus de su particular, sentido y estricto ideario.
Y todos habían comenzado a ser testigos de los inicios de aquella cautivadora aventura, de aquella arriesgada empresa, de aquellas peligrosas escaramuzas a las que el Destino, con permiso de la Muerte, les había emplazado desde septiembre de 1920.
Aquellos aguerridos infantes, herederos de los otrora «aguiluchos» del Duque de Alba en Flandes, caminaban, combatían, volaban, vencían y, ante su Madrina de Guerra, morían, sucumbiendo al irresistible encanto de aquella sombra de cadavérica faz, profundos ojos negros y dorada túnica invadida de largos y arrebatadores cabellos de los que, tras sentir el frío beso de sus labios y el gélido aliento de su voz, era imposible escapar.
Era la entrada en capilla, la cercana consumación de ese matrimonio eterno, los prolegómenos del novio a punto de alcanzar inertes escalones del mármol de un altar para desposarse con la Muerte, sedienta de vida, de la joven sangre redentora de aquellos valientes a los que la pólvora y las balas habían puesto punto final a su vital soltería a cambio de un placentero encuentro con la Eternidad.
Y seguía el poeta santanderino: «Fueron días horribles. No ha de preguntarse lo que sufrimos sino lo que no sufrimos. No los muertos, sino los salvos. Siempre de choque, en la vanguardia, sin otra esperanza de descanso que el hospital o la cruz de palo. Fueron días dantescos, acosados por la fiebre, la sed y las balas…»
Recuerdos imborrables, años de fatiga, miseria, pesadumbre, resquemor, pero, con fe y esperanza, victorias en la trinchera, en el campo de batalla, en aquellas lomas altas desde las que se divisaban las estrellas del cielo norteafricano y, avatares por medio, se anhelaban las otras estrellas, las de seis u ocho puntas que definirían el gallardo valor de sus aspirantes en el ascenso por la oficialidad.
Sentimientos encontrados, memorias de hombres de acero, de almas inmortales, de barbudas y desfiguradas caras, de pieles curtidas al sol. Más de un siglo, punto de inflexión para un nuevo centenario, de hombres y mujeres forjados por la amistad, el compañerismo y una camaradería a prueba de bombas, de gratuitos insultos, de osados agravios por parte de los que hacen ostentación de su atrevida necedad.
Y los hubo de todo tipo. Y los hay, los habrá. Todos tienen sitio en esa dura, heroica e histórica Legión de hombres valientes, de gente de toda raza, condición y clase, practicantes de religiones u opciones políticas diversas, alocados y pacientes, doctos y analfabetos, guapos y feos, introvertidos y extrovertidos, tímidos y arrogantes, pendencieros y educados, pero todos sujetos a un exclusivo código de honor, al dictamen y puesta en práctica del Credo Legionario, santo y seña del caballero, arquetipo y paradigma de valores y virtudes que, al menos en los Tercios, seguirán cultivándose contra infames e indignos vientos y mareas del presente.
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