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La Monarquía Parlamentaria que al final entró en la Constitución de 1978 no hubiese sido la que está en vigor si hubiese vivido Carrero Blanco, ya que como se ve claramente en las conversaciones que tiene con Don Juan en Estoril era partidario acérrimo de la Monarquía Tradicional Católica, Apostólica y Romana y basada en los Principios Fundamentales del Movimiento

 

El 28 de marzo de 1947 el Gobierno acordó el envío a las Cortes del proyecto de Ley de Sucesión. Al día siguiente de la aprobación por el Consejo de Ministros, el Almirante Carrero fue a Estoril a exponer el proyecto de Ley al Conde de Barcelona, y no para negociar nada con él sino simplemente para notificarle al heredero que Franco había decidido establecer la Monarquía como forma de Estado para España.

 

ENTREVISTAS DE CARRERO CON DON JUAN

El mismo Carrero cuenta con todo lujo de detalles sus entrevistas con Don Juan en documento confidencial a Franco. El documento lleva como título «Entrevistas con S.A.R. el Serenísimo Señor Don Juan de Borbón los días 31 de marzo y 2 de abril de 1947…»

Carrero habla de Don Juan con el máximo respeto y le cuenta así a Franco:

“Excmo. Señor Don Francisco Franco. Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos.

 

Excmo. Sr.: Tengo el honor de dar cuenta a S.E. de la misión que tuvo a bien conferirme acerca de S.A.R. el Serenísimo Señor Don Juan de Borbón, en fecha de 27 de marzo del actual, a fin de darle a conocer el proyecto de Ley de Sucesión que el Gobierno acordó remitir a las Cortes españolas en su reunión del viernes 28 de marzo.

 

El sábado 29, después de rogar al señor Ministro de Asuntos Exteriores que previniera al señor Embajador de Lisboa de mi viaje y le indicara la conveniencia de que solicitara para mí una audiencia con el Infante para el lunes 31 por la tarde, que era la fecha que S.E. me había indicado, salí de Madrid, llegando a Lisboa el Domingo de Ramos.

 

En seguida me puse en contacto con el Embajador, quien me dijo que aquel mismo día, por carta dirigida al señor Padilla, había solicitado la audiencia y a continuación me puso detalladamente al corriente del estado, hasta aquel momento, de las relaciones que se habían sostenido con S.A. que considero superfluo consignar pues S.E. tuvo de todas cumplida información y conocimiento.

 

En orden particular a mi misión, el señor Embajador me indicó que posiblemente encontraría al Infante en mala disposición respecto a mi humilde persona, pues, según tenía entendido, las personas de su intimidad me achacaban la paternidad de un artículo radiado con el seudónimo de «Ginés de Buitrago», en el que, decían, trataba mal a los monárquicos.

 

El artículo fue realmente mío y con él traté, exclusivamente a base de textos literales de prensa extranjera, de prevenir a los incautos de la conjura que se planeaba para constituir un frente único rojo-monárquico contra nuestro régimen. En tal articulo no hay, que yo crea, nada ofensivo para nadie, ni censura para quien no la merezca y no se dé por aludido, pero la advertencia del Embajador me hizo pensar que podía tropezarme con una dificultad no prevista y me dispuse a vencerla hablando al Infante desde el primer momento con el corazón en la mano y con toda nobleza y sinceridad.

 

Juzgué además conveniente no incurrir en faltas de protocolo y con tal fin interesé del Embajador me dijese el tratamiento que había de dar al Infante, a lo que aquél me respondió que el de Alteza y Señor, que era el que él empleaba, pues así era la costumbre de tratar a los Príncipes de Asturias.

 

En la tarde del domingo el Embajador me advirtió que la audiencia me había sido concedida para las 11 h. de la mañana del lunes 31 de marzo.

Minutos antes de esa hora me presenté en la residencia de S.A., la «Villa Belver» de Estoril, y fui recibido por el vizconde de Rocamora. Casi inmediatamente me recibió el Infante, que me acogió muy amablemente recordándome una visita que en unión de otros oficiales le hice en Roma en julio de 1939 con ocasión de haber asistido a las últimas grandes maniobras que realizó la Marina italiana.

 

Así fue mi primera entrevista

 Don Juan me indicó que me sentara y, ofreciéndome un cigarrillo, me preguntó por la razón de mi visita.

-Señor -le dije- traigo una misión del Caudillo cerca de S.A. pero, como entiendo que quizás en el éxito de una gestión puede influir el concepto que se tenga de quien la realiza, y S.A. no me conoce, os ruego que perdáis unos minutos hablándoos de mí.

»Yo, Señor, lo mismo que me crié católico me crié monárquico. Desciendo de cuatro generaciones de militares y esto en España ya es bastante; pero jamás tuve la menor afición a la política de partidos anterior al Movimiento. Me ocupé única y exclusivamente de mi profesión. La caída de la Monarquía me sorprendió, con profundo disgusto, mandando el submarino «B-.5». En la madrugada en que entraba en Cartagena después de pasar tres días en la mar en ejercicios, me crucé con el buque que conducía a Francia a vuestro augusto padre. Mis hermanos y yo seguimos en el servicio porque no teníamos fortuna y porque nos pareció, como a tantos otros oficiales, que no se podían abandonar los Ejércitos a lo que se venía encima. Logré mantener la disciplina de mi gente en aquellos primeros y azarosos días de la República, y a los pocos meses pedí curso de la Escuela de Guerra Naval, siendo designado al año siguiente para hacer los estudios de la de París.

»Estando en París, tuve ocasión de prestar un servicio al Caudillo, entonces Capitán General de Baleares, quien no me conocía, pero que para mí tenía toda la aureola y el prestigio de su brillante historia militar, enviándole por conducto del agregado militar un informe sobre defensa de costas.

»Cuando estalló el Movimiento yo estaba en Madrid, de profesor en la Escuela de Guerra. Al fracasar el Alzamiento en la capital busqué refugio en la Embajada de Méjico y conseguí que la de Francia me sacase al cabo de varios meses de gestiones. En aquellos trágicos momentos, con un hermano fusilado, mi padre muerto el mismo día en que fueron a detenerlo, y debiendo abandonar a mi mujer y a mis hijos sin un céntimo y expuestos a todos los peligros, me hice, Señor, a mí mismo el voto de dedicar el resto de mi vida al servicio de España sin pensar para nada ni en mi porvenir ni en mis conveniencias particulares. Puede que esto os parezca extraño porque para comprender estas cosas hay que vivirlas. Desde entonces jamás pedí un destino, ni he movido un dedo pensando en mi conveniencia. Serví en la guerra mandando dos barcos y de Jefe de Estado Mayor de la Escuadra, porque para ello me designaron. Hice cuanto pude por servir bien y ser útil. Al terminar la guerra el Caudillo me hizo consejero nacional y fui destinado al Estado Mayor de la Armada.

 

»Estando en este destino, un día me llamó para que fuese Subsecretario de la Presidencia. Me asustó la designación, en la que jamás podía haber pensado, pero le ofrecí lo único que podía ofrecerle: mi mejor voluntad para servirle y mi lealtad más absoluta.

»Desde entonces estoy a su lado y soy testigo de mayor excepción de su esfuerzo, de su patriotismo, de su enorme solicitud por España, de sus desvelos por mejorar la vida de los españoles y de como él, personalmente, con un acierto y una alteza de miras incomparables, nos ha salvado de la guerra y ha mantenido la dignidad nacional a una altura como después de siglos no estaba.

»Desde el puesto de observación en que la serie de circunstancias, ajenas a mi voluntad, que os digo, me han puesto, creo que puedo informaros sobre la realidad interior de España. No os puedo responder del acierto absoluto de mis juicios, pero sí de mi veracidad. Sin pensar si os será o no grato lo que os digo, preguntadme y os responderé la más absoluta verdad. No soy ni político ni cortesano, pero os respondo, con mi palabra de honor, de mi absoluta sinceridad.

Su Alteza me dijo entonces que le agradaba que me expresara así y que le hablara como a un compañero del «botón de ancla».

 

-Sabéis, Señor -continué-, por la correspondencia que habéis sostenido con el Caudillo, que él ha pensado siempre en que la Monarquía fuese la continuación del Movimiento y en V.A. como futuro Rey de esa Monarquía. Cuando quisisteis combatir con nosotros primero en tierra y luego en la mar, el Caudillo se opuso a ello por entender que España os podía necesitar un día para más altos fines, Y tan firme era esta idea en él que el día en que se perdió el Baleares fue lo primero que pensó al recibir la noticia.

»»¡Qué bien hice al no acceder a que Don Juan viniese a la Marina! -dijo-. ¡Lógicamente hubiera estado en el Estado Mayor de la Escuadra que anoche se hundió con el Baleares

»La guerra terminó el primero de abril de 1939 con una victoria rotunda y definitiva, pero España estaba deshecha en lo material, el Estado por constituir, y la Justicia en plena represión. Hacía falta tiempo para ir poniendo las cosas en orden, dar solidez a un Estado nuevo y restañar las graves heridas de nuestra economía. A los cinco meses estallaba la guerra mundial y empezábamos a correr riesgos que exigían una dirección enérgica y la máxima autoridad al frente del Estado. Durante la guerra se fueron constituyendo los órganos fundamentales de éste, y cuando la guerra terminó vino la ofensiva de los vencedores y tuvimos que hacer frente a otra situación crítica sin encontrar aún el momento propicio para establecer la forma de dar continuidad al Movimiento en un régimen definitivo que mantuviera vivas sus esencias. Sin embargo, desde mucho tiempo antes el Caudillo pensaba y estudiaba una Ley de Sucesión que instaurara la Monarquía en España, y después del último ataque de la ONU consideró que era ya llegada la ocasión de abordar decididamente este asunto.

 

»Después de hablar con muchas personas -entre ellas muchos prestigiosos monárquicos- sobre sus ideas, nombró una ponencia de ministros para estudiar la redacción de una Ley de Sucesión sobre unas directivas por él trazadas, y, al cabo de muchos días empleados en la redacción de sus artículos, en la última reunión del Consejo de Ministros -el viernes pasado, 28 de marzo- el Gobierno acordó enviar a las Cortes un proyecto de Ley de Sucesión que se hará público esta noche como todos los proyectos de ley, pero que el Caudillo quiere que S.A. conozca antes que ningún español; y ésta es la razón de mi visita: traeros el proyecto que se envía a las Cortes, para que lo conozcáis.

»Ahora las Cortes nombrarán una comisión y una ponencia; se abrirá un plazo de enmiendas y, al fin, la comisión presentará para aprobación del Pleno una ley que podrá ser la misma o que estará quizás modificada, como sucede con la mayor parte de las leyes que las Cortes elaboran.

 

Entregué el proyecto al Infante y éste lo leyó con detenimiento y atención. Mientras leía observé la expresión de su cara y noté una impresión de contrariedad. Al terminar la lectura, me dijo: 

-Bueno; esto es la monarquía electiva.

-No, Alteza; en todo caso será una monarquía hereditaria selectiva. El artículo tercero dice bien claramente que la elección debe hacerse por el Príncipe de mejor derecho, y el de mejor derecho es el primogénito, que sube al trono con la aprobación de las Cortes. Se trata, precisamente, de librar a la Institución de los riesgos de los pleitos hereditarios y de que el pueblo un día, por derrocar a un rey que no sea grato, no derribe la Institución. Además, se trata de una monarquía tradicional -no liberal como fue la de vuestro augusto padre- adaptada a la situación actual del mundo. La Monarquía tiene que tener una base popular, y nada más democrático que las Cortes españolas. Nosotros entendemos que el hombre de la calle está capacitado para elegir quién es el vecino de su pueblo más apto para regir su ayuntamiento y quién es el compañero de su oficio más capacitado para defender los intereses de su gremio. Existe una Ley de Administración Local que establece la forma electiva en la constitución de los ayuntamientos y una Ley Sindical que establece igual sistema en lo que a sindicatos se refiere. Pues bien, la tercera parte de las Cortes es la representación sindical de origen electivo. Casi otra ter­ cera parte corresponde a la representación municipal del mismo origen; la representación profesional procede de elección en los distintos colegios de abogados, médicos, ingenieros, etc.; hay además una representación cultural encarnada por los rectores de las universidades, y por último una mínima parte de designación del Jefe del Estado que corresponde a la representación de la Iglesia, el Ejército, y personalidades destacadas en distintas actividades nacionales. ¿Quién puede decir honradamente que estas Cortes no son democráticas?

 

-Sí, pero ahora los ayuntamientos son de designación gubernamental.

-En los momentos actuales sí, porque aún no se han hecho elecciones municipales, pero la Ley de Administración Local en vigor está, y las elecciones pueden hacerse en cualquier momento. Como en el proyecto de Ley de Sucesión se habla de Leyes Fundamentales, he creído conveniente traeros la ley y reglamento de las Cortes españolas, el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo y la Ley del Referéndum nacional.

 

Y le entregué las cuatro leyes, que Su Alteza recogió dejándolas encima de la mesa con el proyecto que acababa de leer.

S.A. me dijo entonces que no comprendía cómo si se pensaba en una Monarquía no se dejaba hacer propaganda monárquica y se perseguía a los monárquicos como a los comunistas. 

-Eso es exagerado, Alteza; a los monárquicos no se les persigue. Lo que se castiga, y eso con gran benignidad, son los manejos de los que se llaman monárquicos conducentes a romper la unidad que tanta sangre nos costó. La monarquía que conviene a España no necesita propaganda, puesto que no puede ser otra cosa que la continuación del Movimiento Nacional. En España se abrió el año 1936 una trinchera y hay que estar de este lado de la trinchera o enfrente. Lo que no es posible es estar a caballo de la trinchera. ¿Por qué no se pone S.A. en la misma situación de ánimo que tenía cuando pasó a España, con una boina roja y una camisa azul, a pedir un fusil para combatir con nosotros?

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-No fue con camisa azul -me atajó-, sino con un mono.

-Bueno, Señor -le repliqué sonriendo-, a los efectos a que me refiero es igual. Quiero decir que S.A. debe pensar en que puede ser Rey de España, pero de la España del Movimiento Nacional: católica, anticomunista, antiliberal y rabiosamente libre de toda influencia extranjera en orden a su política. Los españoles no concebimos una España distinta de ésta. Por eso echamos de menos que S.A. cuando se produjo la inicua sentencia de la ONU no llamara a los periodistas extranjeros para declararles que en aquellos momentos se ponía al lado de España frente al injusto ataque.

No recuerdo exactamente lo que respondió el Infante: fue algo así como que él no tenía ninguna ambición de ser Rey; pero que se sentía heredero de una responsabilidad y creía debía hacer siempre lo que más convenía a España, que ahora tenía la enemiga del extranjero mientras el Caudillo la rigiera.

 

-Sí, Alteza, pero esa enemiga no es contra el Caudillo por antipatía hacia su persona, sino contra la España del Movimiento. Tenemos enfrente a la masonería y al comunismo y no claudicaremos ni ante una ni otro. 

-No podrán ustedes -me respondió. 

-Podremos y ya hemos podido. Lo más que puede pasar es que el mundo entero, si se vuelve loco, se lance contra nosotros y que perezcamos. Si claudicásemos nos pasaría lo mismo pero pereceríamos sin honor.

-Eso de perecer, no -me respondió en un arranque que reflejaba su patriotismo-; seríamos muchos a defender a España…

 

-Ya sé, Alteza, que si el caso se presentase S.A. moriría con nosotros, pero no se presentará. Por su propio interés los anglosajones no harán nada de orden práctico contra nosotros, porque les interesa una España en orden y anticomunista; pero si damos sensación de debilidad querrán dominarnos.

»Han pasado ya casi dos años desde que la guerra terminó. En septiembre de 1945, cuando acababa de terminar la guerra, tuve yo unas conversaciones con Vegas Latapié. Éste sostenía entonces que no podríamos aguantar la avalancha que se nos venía encima. Yo sostuve lo contrario y se lo razoné por escrito en unas notas que no sé si se las daría a S.A. Aquí está una copia, sin cambiar una coma, de aquellas notas. Quédese S.A. con ellas y, si tiene humor para leerlas, verá quién tenía razón.

Y le entregué las notas. De ellas tuvo conocimiento S.E. en septiembre de 1945, antes de ser entregadas a Vegas Latapié.

 

Le hablé entonces a S.A. del desastroso efecto que había producido entre los españoles el saber que personas que decían obrar con su conocimiento y tomaban su nombre, llamándose sus asesores políticos, estuvieran haciendo gestiones con los rojos para constituir un frente único contra nuestro régimen.

-Estoy seguro, Señor, que S.A. desconoce esa conjura, pero la conjura existe. Tenemos pruebas de ella que algún día podrá conocer S.A., pero además lo han propalado todas las prensas y radios del mundo. Y aquí tenéis una serie de noticias en que se habla de las andanzas del señor López Oliván. 

Y le entregué unas cuantas hojas de boletines de prensa extranjera que llevaba expresamente, con todas las noticias relacionadas con el asunto. 

El Infante las leyó, y dejándolas sobre la mesa con gesto despectivo, dijo:

 

-¡Bah!, esto son supercherías de los periodistas. Es imposible que Julio haya hecho esto…

-No, Alteza, eso es cierto, y S.A. debe tener cuidado con las verdaderas intenciones de algunas de las personas que le rodean y de otras que se hacen pasar por fervientes monárquicos. Precisamente, para que S.A. esté bien informado he traído los datos que tenemos sobre determinadas personas. 

Y le entregué las fichas, que no leyó, limitándose a dejarlas sobre la mesa.

Se levantó entonces S.A. y ya de pie me preguntó por mi hermano y algunos compañeros que habían estado con él en la Escuela. Hablamos algunos minutos de cosas de Marina, y al despedirme me dijo que de una primera lectura no había podido formar juicio y que me daría hora para el día siguiente.

 

Cuando marchaba hacia Lisboa, tratando de recordar toda nuestra conversación para fijarla en unas notas, caí en la cuenta de que no le había dicho que S.E. iba a pronunciar un discurso aquella noche y, aunque mi misión estaba cumplida, juzgué que podía ser interesante que S.A. escuchara el discurso y regresé.

Me pareció que podía ser una falta de protocolo pedir ver al Infante otra vez, y me limité a decir a Rocamora que le advirtiera que S.E. iba a pronunciar un discurso a las 10 de la noche (hora española), pues me parecía mal molestarlo de nuevo sólo para esto, y le agregué -porque desconocía sobre lo que iba a hablar S.E.- que quizá se refiriera a algo de lo que habíamos hablado.

Rocamora me dijo que así lo haría y me despidió en la puerta, tomando yo el coche y saliendo para Lisboa 

-Naturalmente, cuando yo dejé al Infante este recado no tenía la menor duda de que S.A., después de todas las explicaciones dadas, se había hecho cargo perfectamente de que nuestra conversación le había dado cuenta de un hecho consumado, sin posibilidad de modificación: el acuerdo del Gobierno, ya tomado, de enviar a las Cortes el proyecto de Ley de Sucesión.

 

En la tarde del día 31, estando con el Embajador en su despacho esperando que me dieran hora para el día siguiente, se recibió un aviso de que el señor Muguiro traía para mí una carta del Infante para entregar en propia mano. A las 7 h.00 de la tarde llegó dicho señor y, delante del Embajador, me entregó el escrito que se acompaña.

Pedimos entonces comunicación con el Ministro de Asuntos Exteriores y le pusimos en conocimiento del hecho. 

A las 9h.15 (10h.15 de la hora española) cuando el Embajador y yo estábamos oyendo el discurso de S.E., llegó del Ministro el aviso de que S.E. no pensaba comentar en su discurso el proyecto de Ley de Sucesión.

Confieso que este incidente de mi aviso y de la nota del Príncipe me dio mala espina; pues, aunque sabía perfectamente que mi misión concreta era comunicar un hecho consumado y no plantear una consulta, temí que los enredadores de la intimidad de S.A. pudieran maniobrar con el inocente hecho y decidí afrontar la situación con toda claridad escribiendo una carta al Infante.

Pedí al Embajador consejo sobre el formato protocolario de la carta y aquella noche del día 31 la escribí.

Al día siguiente, primero de abril, esta carta fue llevada a «Villa Belver» a eso de las 12h.00 por un Agregado de la Embajada.

Hacia las seis de la tarde me llamó Rocamora por teléfono al hotel para decirme que el Infante me recibiría al día siguiente a las cinco de la tarde.

Una hora después volvió a llamarme diciéndome que S.A. había pensado que marchándome a las siete iba a venirme muy justo el tiempo Y que cambiara la hora de la audiencia para las once de la mañana.[1]

 

Segunda entrevista con don Juan

Poco antes de esa hora del miércoles 2 de abril llegué de nuevo a «Villa Belver» y fui recibido en seguida.

Empecé por agradecer a S.A. su atención al cambiarme la hora de la audiencia para no dificultar mi viaje y le reiteré los términos de mi carta, pidiéndole perdón si había cometido una falta de protocolo.

 

-No -me dijo-. Yo he vivido mucho tiempo en un país en donde nadie se preocupaba del protocolo y no le concedo la menor importancia a esas cosas, pero me extrañó el aviso de que tan pronto se fuese a hacer pública la Ley.

-Ya os dije, Alteza, que la Ley se iba a hacer pública como se hacen públicas todas las leyes que van a las Cortes desde que éstas existen, y hasta creo que os expliqué cuál debía ser ahora su tramitación… 

-Sí, pero, claro, se me da a conocer una cosa ya hecha, sin habérseme consultado antes. Ayer, al verme asediado por los periodistas que preguntaron, me vi precisado a dar esta nota.

Y me la entregó. (Se transcribe al final de este artículo).

Leí la nota, que ya conocía por la Prensa, y dije al Infante:

-Permitidme, Señor, una observación sobre el hecho del acto unilateral que parece ser la base de esta nota.

 

»El hecho unilateral ha existido, evidentemente, pero es que no podía ser de otra manera 

»El Caudillo no puede negociar personalmente sobre la suerte de España, porque España no es un predio del Caudillo. Se dice que el régimen español es una dictadura y esto es falso. El año 1939, al terminar la Cruzada, el Caudillo era un dictador cien por cien, porque tenía en su mano todos los poderes y acababa de rescatar de la muerte a la nación mediante una victoria que el mundo entero reconoció sin la más mínima reserva. La legitimidad de su poder era indiscutible…

-Eso es evidente -me interrumpió el Infante-; nadie discute la legitimidad del poder del general Franco… 

-Bien, Alteza, pero es que, a partir de ese momento en que el Caudillo tenía en sus manos el poder más absoluto de la manera más legítima, empezó a utilizar su poder dictatorial precisamente en autolimitarse sus poderes. Se restituyó la más absoluta independencia al poder judicial; se creó el Consejo de Estado; se estableció el recurso contencioso administrativo; se crearon las Cortes; se estableció el Fuero de los Españoles, etc., etc., y hoy el Estado español está constituido por una serie de leyes que obligan al propio Caudillo y, naturalmente, cuando como Jefe de Gobierno manda una ley a las Cortes para su estudio y propuesta de la importancia de la que nos ocupa, no podía en modo alguno tratar previamente de ella con V.A., pues ello equivaldría a prejuzgar lo que las Cortes en su día deben decidir al pronunciarse en la elección de un Rey como en la Ley se propugna… 

»Yo no sé, Alteza -y perdonadme si os hablo con esta claridad­ si en el fondo tenéis el recelo de que el Caudillo tiene una apetencia de poder. Si es así, desechad tal idea; creed que el poder del Caudillo es poco agradable desde el punto de vista de su interés personal, y que su vida no es nada envidiable.

-Eso ya lo comprendo, y pienso muchas veces que el pobre General pasará muchas noches sin dormir preocupado con tan graves problemas…

 

-El Caudillo, Alteza, tiene una responsabilidad que le obliga; es esclavo de ella. Cuando él se alzó contra el Gobierno del Frente Popular no pensó nunca en asumir la Jefatura del Estado. Fuimos los españoles lo que se la dimos, y ahora él no puede abandonar a España sin dejarla perfectamente encarrilada.

-Bien, pero esta ley es inaceptable para los monárquicos porque atenta al principio hereditario, que es básico. Ahora, mientras usted llegaba, he redactado esta nota para que se la lleve usted…

Y me entregó una nota de su puño y letra.

Leí la nota con toda atención y siento no recordar su texto con exactitud. Lo que sí recuerdo es lo siguiente:

La nota tenía tres párrafos. En el primero decía algo así como que «estudiado y considerado con toda atención el proyecto de Ley de Sucesión, este parecía absurdo y monstruoso». Estos dos adjetivos los recuerdo perfectamente.

En el segundo párrafo se decía «la ley atentaba al principio hereditario, que era considerado como intangible por los monárquicos auténticos». Lo de los monárquicos auténticos y el sentido general del párrafo también lo recuerdo con toda exactitud.

En el último párrafo se aducían razones en favor de la conveniencia de una entrevista de S.E. con el Infante. Era el párrafo más largo y el que menos recuerdo, pero no decía más que esto en esencia.

La nota en general era agria y seca.

-Permitidme, Alteza -le dije-, unas consideraciones sobre esta nota.

 

»Habláis aquí, Señor, de monárquicos auténticos. Por lo visto hay dos clases de monárquicos. Unos, que somos nosotros, que entendemos que la Monarquía no puede ser más que una continuación del Movimiento Nacional y el fruto de una victoria que nos costó un millón de muertos. Nosotros queremos un Rey que venga a reinar sobre la unidad cuajada en las trincheras por una juventud admirable; en una España católica, anticomunista, antiliberal y libre de toda tutela extranjera en su vida política interior y exterior. Queremos, además, una Monarquía que, a través de los siglos, quede al margen de todos los posibles pleitos sucesorios. Y los otros monárquicos, ésos que S.A. llama los monárquicos auténticos, entienden por lo visto que la Monarquía tiene que ir a España, marchándose por lo pronto el Caudillo, cosa que no tiene viabilidad, pues aunque él quisiera los españoles no le dejaríamos; y una vez España acéfala, presentarse S.A. allá con ellos y hacer unas elecciones, que es lo que quiere el extranjero y los rojos propugnan, en las que probablemente no saldría la Monarquía; pero que si salía, nacería tan débil que al segundo sufragio caería con estrépito; como cayó la de vuestro augusto padre. ¿Quiénes son más auténticos monárquicos, Señor, nosotros o ellos?

 

-La Monarquía de mi padre cayó porque la abandonaron los monárquicos…

 

-Exactamente, Señor, pero ¡cuidado! Esos mismos monárquicos que entonces abandonaron a vuestro padre son los que ahora aconsejan el cambio del régimen actual de España por una situación que, desde el primer momento, sería más crítica que la de 1931. Unos conscientemente y otros con una inconsciencia inaudita, abogan por la famosa monarquía-puente que propugnan las logias.

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»La Monarquía no tiene más viabilidad que la de la Ley de Sucesión y si esto es así, ¿por qué esta ley os parece absurda y monstruosa, Señor?

 

-Hombre, es que la esencia de la Monarquía es el principio hereditario.

 

-Pero, Alteza, este principio no puede aplicarse sin posibilidad de excepción. Imaginaos, por ejemplo, que al morir el Rey Felipe II le hubiera vivido el Príncipe Carlos, que era un degenerado y una calamidad. Pensando en España hubiera tenido que designar sucesor a su segundo hijo, al que fue Felipe III, y alrededor del Príncipe Carlos se pudo haber levantado la bandera de una guerra civil. Con esta ley todo hubiera estado arreglado y la aprobación de las Cortes hubiera zanjado la cuestión hereditaria…

 

-Sí, eso pudo haberle pasado a mi padre.

 

-Exactamente, Alteza, y éste es un argumento de peso precisamente en favor de la Ley.

 

»En cuanto a la conveniencia de una entrevista de S.A. con el Caudillo, yo he sido siempre partidario de ella, pues creo que nadie como él puede poneros al corriente sobre la realidad de España.

 

-Sí, lo que hemos sostenido hasta ahora han sido relaciones por carta -dijo, sonriendo-, y ese tipo de relaciones son difíciles. Además, los intermediarios que hemos tenido siempre han metido líos con cosas de su cosecha y las cosas se han complicado.

 

-Tenéis razón, Alteza, creo que la mayor parte de esos intermediarios, consciente o inconscientemente, han pretendido ser figuras sobresalientes en un momento histórico de España y no han sabido hacer abstracción de sí mismos y hasta, de buena fe -que no se la quiero negar a todos-, han puesto cosas de su cosecha y, por no hacerse desagradables ni aquí ni allí, no se han expresado muchas veces con plena objetividad.

 

»Además, Señor, una cosa es escribir y otra hablar. Entre esta nota, agria y seca, y la actitud de S.A. tal como yo os estoy viendo ahora, cuando prácticamente estamos de acuerdo, hay un abismo. Esta nota, Señor, no refleja vuestro estado de ánimo en este momento ni vuestro criterio, que no me rebate mis argumentos. Si queréis la llevaré, pero, repito, que esto no refleja a mi juicio la actitud en que os estoy viendo ahora mismo.

 

-Bien; déjeme usted esa nota…

 

Y se quedó con ella, por cuya causa no puedo recordarla más que en la medida que antes he expuesto.

 

-Volviendo a lo de la entrevista -continué-, ya sabéis, Señor, que cuando vino aquí V.A. desde Suiza, en el ánimo del Caudillo estaba entrevistarse con S.A. en las Navidades de 1945. Pero empezaron a actuar los intermediarios y empezaron a circular bulos por Madrid. Se habló de notas previas, de órdenes del día, de condiciones de S.A., etc., etc., y en la calle se hizo ambiente de relevo inmediato. En aquellos momentos, cuando iba a empezar o había ya empezado el ataque extranjero, aquello era muy peligroso para la moral del pueblo. La autoridad del Caudillo no podía ponerse en entredicho, y éste, ante una situación totalmente ajena a su voluntad creada por las oficiosidades de unos y las majaderías de otros, entre un mal positivo y una conveniencia, optó por evitar el primero y desistió de lo de la entrevista.

 

»Ahora, cuando yo vuelva y hable con él después de su regreso -pues en estos días está descansando en Santander-, le hablaré de este deseo de S.A. y creo que será fácil arreglar la entrevista en tanto se pueda llevar con el mayor secreto y la gente no pueda pensar en un cambio próximo, pues nada puede sernos más grave como que la calle crea próximo un relevo. De todas las maneras el Caudillo ya le dirá a S.A. su parecer sobre esta cuestión.

 

Me habló después el Infante de la situación y me dijo que la Ley había caído muy mal en el extranjero.

 

-Me dais la gran noticia, Alteza. Lo malo sería que les hubiera parecido bien. Si los señores de la ONU aplaudieran la Ley de Sucesión sería señal de que, sin darnos cuenta, habíamos abierto una brecha en la fortaleza de España. Además, ¿con qué derecho pretenden intervenir los extranjeros en nuestras cuestiones internas? Los españoles, Alteza, no toleramos esto. España es demasiado grande para aceptar tutelas de nadie, máxime cuando todos están en el error. Asistimos al preludio del choque entre el error marxista de Moscú y el error capitalista de los Estados Unidos y de un gran sector de Inglaterra. Son dos errores condenables ambos por injustos y por anticristianos, y los dos de efectos desastrosos probados para la vida de los pueblos. El camino es el nuestro.

 

-Sí, pero los anglosajones no cejarán en sus ataques al régimen de Franco…

 

-Que hagan lo que quieran. Nosotros no cederemos; no por una terquedad ni por jactancia, sino por dignidad y por convencimiento. El peligro del mundo es el comunismo y ¿no se filtra el comunismo en los países a través precisamente de las fisuras que abre en ellos el sistema liberal con su famoso sufragio universal, sus decantadas cuatro libertades y sus partidos políticos? Pues por propio instinto de conservación los países anglosajones y todos los que quieran librarse del vasallaje de Moscú tendrán que cerrar esas fisuras y acabarán adoptando más o menos vergonzantemente un sistema como el nuestro. Son ellos los que nos van a tener que copiar; ¿no sería una insensatez que, por granjearnos unas simpatías cuyos resultados positivos nadie nos puede garantizar, copiáramos nosotros sus regímenes, cuando están condenados al fracaso? Repito que hagan lo que quieran. La España nacida en la Cruzada no claudicará jamás. Con España no podrán, Alteza.

 

-Me encanta oírle a usted estas cosas con tal convencimiento.

 

-Pues no son cosas mías, Alteza. Como yo sienten todos los oficiales, todos los estudiantes, toda la juventud de España. Ésta es la realidad de España; no creáis otra cosa.

 

-Yo -me dijo- tengo una gran fe en el porvenir de España.

 

-Yo la tengo ciega, Señor. Estoy seguro de que podemos aun contra el mundo entero porque Dios nos ayuda. Pero esta ayuda divina hay que merecerla teniendo la máxima intransigencia en todo aquello que atente a lo fundamental.

 

Derivó luego el Infante la conversación y me habló de la cuestión económica y del INI. En orden a lo primero, S.A. consideraba la necesidad de un empréstito que, decía, los Estados Unidos no darían nunca a este Régimen, y respecto a lo segundo me dijo que el INI hacía la competencia a la iniciativa privada.

 

Rebatí lo mejor que pude estos equivocados conceptos, que comprendí eran «slogans» de sus consejeros, pues son los tan manoseados temas de crítica de sectores bien conocidos. Dije a S.A. que los empréstitos los hacen los países por algo y que cuando no se aseguran prendas materiales se las logran políticas. Nosotros estábamos levantando a pulso la economía, corrigiendo muchos años de abandono en los que el Estado había dejado hacer, en plena práctica de economía liberal, con beneficio para unos pocos y daño para todos. Nuestro plan es equilibrar la balanza comercial, poco a poco con nuestro esfuerzo y sin hipotecar nada, y así se hará, le aseguré.

 

Respecto al INI, le expliqué su función y cómo era un instrumento indispensable en toda política económica racional. «Nosotros -le dije- consideramos indispensable la iniciativa privada para crear riqueza, pero con control del Estado. Ni economía estatal, ni economía liberal cien por cien con el Estado cruzado de brazos. El Estado deja hacer a la iniciativa privada, pero si ésta no satisface el total de las necesidades nacionales porque no puede o porque no quiere, entonces el Estado actúa y suple las deficiencias de esa iniciativa privada en beneficio del conjunto de la nación, y para esto necesita al INI.»

 

El Infante quedó, al parecer, convencido de estas razones y hasta me dijo que él creía que en los tiempos modernos la economía tenía que tener un estrecho control del Estado.

 

Me dio entonces las fichas de personas que yo le había dejado en la entrevista anterior, diciéndome que había en ellas cosas en las que no creía, y que no quería quedarse con ellas.

 

Se levantó para despedirme y antes de marcharse le reiteré que tan pronto regresase S.E . a Madrid le hablaría de sus deseos de una entrevista, y agregué:

 

-Me permito rogaros, Alteza, que meditéis mucho antes de hacer la declaración que anunciáis en la nota que me habéis entregado. Un desacuerdo público de S.A. sobre la Ley de Sucesión podría ser perjudicial para España, pero lo sería con toda seguridad más para la dinastía. Como simple español, sin más ambición que el bien de mi Patria, os suplico que no hagáis tal cosa o que por lo menos lo consultéis antes con el Caudillo.

 

No me contestó nada, pero se despidió afablemente con un «hasta otra vez». Y yo me hice la ilusión de que se quedaba con la idea de no hacer la declaración anunciada.

 

 

Aquella noche, después de haber dado cuenta al Embajador de mi entrevista y de transmitirle mi impresión general, que era más bien optimista, salí de Lisboa llegando a Madrid en la mañana del Jueves Santo, 3 de abril.

 

El lunes 7 dejó el señor Oriol en mi secretaría la carta que se acompaña. (Se transcribe en la página 91.)

 

Inmediatamente llamé por teléfono al Embajador, quien me dijo que ya tenía noticias del hecho; que desde el sábado tenía pedida audiencia a fin de insistir en la conveniencia de que S.A. no hiciese declaración alguna, pero que como aún no se la habían dado, le escribiría una carta.

 

La copia de esta carta, que el Embajador me envió al día siguiente, se acompaña. (Se transcribe en la página 90.) Con esta copia el Embajador me mandaba la del manifiesto, que al parecer le entregó a él el propio Infante.

 

En la tarde del mismo día 7, cuando S.E. llegó al parador de Santillana del Mar, le leí por teléfono el manifiesto que ya tenía y que me envió el Director General de Prensa.

 

En cuanto antecede he procurado reproducir con la mayor fidelidad las conversaciones que tuve con S.A. Si he olvidado algo, habrá sido cuestión de poca monta. Lo fundamental está recogido con toda exactitud.

 

Dios guarde a V.E. muchos años.

 

Madrid, 5 de mayo de 1947.”

 

 

Y López Rodó añadió:

 

En este largo escrito de muy fluida y minuciosa redacción, que recuerda la fidelidad y exactitud de un acta notarial, y que a buen seguro mecanografió personalmente el mismo Carrero como hizo tantas veces hasta el fin de sus días, se aprecia su convencimiento de la solidez del Estado de 18 de julio, sus esfuerzos por convencer a Don Juan de la bondad del sistema y en favor de una entrevista con Franco. Carrero libraba algunas de sus últimas batallas por la Monarquía encarnada en su día por el Conde de Barcelona, pero bajo el estricto acatamiento del ordenamiento político vigente.

 

Desgraciadamente Carrero Blanco murió aquel trágico 20 de diciembre de 1973 y la Monarquía Tradicional Católica, Apostólica y Romana basada en los Principios Fundamentales del Movimiento que iba a ser instaurada por el Régimen nacido de la Victoria de 1939 pasó a mejor olvido y al final se impuso la Monarquía de Don Juan… y digo desgraciadamente por la situación a que nos han llevado los socialistas-comunistas que hoy gobiernan España gracias a las puertas que les abrió la Monarquía Parlamentaria de Don Juan, el Conde de Barcelona.

También Don Juan murió sin haber conseguido lo que por herencia le correspondía: ser Rey de España y pasar a la Historia como Don Juan III.

 

[1] José María de Oriol me ha contado mucho después, con el mayor secreto, pero que naturalmente no lo puede ser para S.E., que el día primero, a raíz de mi primera entrevista, se redactó el manifiesto; que algunos, y entre ellos él, estimaron que era mejor que Don Juan cogiera un coche y se presentase en El Pardo para hablar con S.E.; que lo tenían todo dispuesto para salir en la mañana del 2 y por eso fue darme a mí hora para la tarde -a fin de despistar y que al llegar me encontrara con el hecho consumado-, pero que al enterarse que S.E. había salido de Madrid desistieron y cambiaron la hora de mi audiencia. Todo esto me parece un poco extraño y fantástico, pero así me lo dijo Oriol.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.