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Reproduzco lo que escribí a los pocos meses del magnicidio que acabó con la muerte del almirante Carrero-Blanco, Presidente del Gobierno aquel 20 de diciembre de 1973.

 

Confieso que al iniciar este libro en diciembre, tras el asesinato del almirante Carrero, mi intención era estudiar también las circunstancias que rodearon el atentado de la calle Claudia Coello, esquina Maldonado. Pero, después de estos seis meses largos de investigación (por libros y hemerotecas), me convencí de dos cosas fundamentales: una, que estaban demasiado cerca los acontecimientos para poder indagar ante las personas clave en su esclarecimiento. Dos, que un suceso tan grave como es siempre el asesinato del jefe del Gobierno sólo puede enjuiciarse con posibilidades de acierto cuando pasan los años y entra en el terreno de los historiadores. Bien es verdad que en el transcurso de estos meses vieron la luz tres libros que trataban el tema (me refiero, claro está, a «La crisis», de J. Bardavío; a «El día en que mataron a Carrero Blanco», de Rafael Borrás, y a «Impresiones de un ministro de Carrero Blanco», de Julio Rodríguez), pero a mi entender los tres quedarán, a la larga, como material base para posteriores estudios. «Era preciso -escribe el propio J. Bardavío en el prólogo de «La crisis»- recomponer la Historia en vivo, en caliente, para recoger, incluso para apurar, cuantos datos exige la opinión de hoy y la historia que se escribirá mañana.»

 

Ahora bien, este inconveniente no es obstáculo insalvable para enjuiciar someramente la muerte del almirante Carrero Blanco, jefe del Gobierno, el día 20 de diciembre.

 

En primer lugar hay que puntualizar que la España de 1973 no tiene nada que ver, en absoluto, con la España de 1920, ni con la de 1912, ni con la de 1897, ni, por supuesto, con la lejana de 1870, aunque la raíz de algunos problemas sea la misma, pues se trata del mismo país y del propio pueblo español. La guerra de 1936-39 constituyó tan grande trauma para España que, inevitablemente, a la hora de hacer historia, no hay más remedio que partir de esa divisoria hacia atrás o hacia adelante. Pero es curioso observar, sin embargo, cómo muchas de las preocupaciones que ahora mismo viven los españoles son constantes históricas de este país. Aunque por motivaciones distintas y con caracteres totalmente inidentificables, algunos de los problemas actuales figuraban ya en los períodos históricos que me han tocado estudiar. Por ejemplo, el de las relaciones Iglesia-Estado, el de los conflictos del mundo del trabajo con el capital, el de la politización o no del Ejército, el del separatismo y el de las propias instituciones, una vez que se haga realidad el «después de Franco». Incluso con coincidencias verdaderamente curiosas, como son el caso del obispo de Tuy (que recuerda inevitablemente el «caso Añoveros» y las circunstancias físicas de la muerte de Prim, tan parecidas a las de la muerte del almirante Carrero.

 

En segundo lugar, hay que resaltar, en justicia, un hecho claro y terminante: el asesinato del almirante Carrero se produce en un momento histórico de gran calma y de «milagroso» desarrollo económico. Lo cual difiere a ojos vista de aquellas otras circunstancias que rodearon las muertes de Prim, de Cánovas, de Canalejas y de Dato. Y si bien es cierto que nunca, ni en ningún Régimen, el magnicidio puede tener justificación, también lo es que en el caso de Carrero Blanco la acción de los asesinos ha provocado la total y unánime repulsa del mundo entero. El asesinato del 20 de diciembre de 1973 ha merecido y merecerá siempre los calificativos que son resumen y compendio de todos los calificativos posibles: el de vil y el de cobarde.

 

En tercer lugar, y como broche de este «apunte» sobre la muerte del almirante Carrero, pensaba yo que debía figurar el documento humano, la pincelada viva y caliente que diese al triste acontecimiento ese calor que es imposible hallar en letra impresa. Y para ello no dudé en irme a la mejor fuente; a su propia viuda, a la duquesa de Carrero Blanco. Pues me interesaba sobremanera saber exactamente cómo habían sido las últimas horas del Presidente del Gobierno asesinado y cuáles habían sido sus últimas palabras, así como la reacción de la familia al recibir la temible noticia…, en fin, esos detalles que, aunque parezcan nimios, acercan al pueblo llano los hechos y hacen comprensible la grandeza de unos seres humanos en medio de la tragedia.

 

La viuda de Carrero Blanco, Doña Carmen Pichot, en un momento de la entrevista que concedió a Julio Merino en 1973. «Yo no creí que lo quisieran tanto como he podido comprobar estos meses pasados» (foto «Pueblo») 

Habla con Doña Carmen Pichot de Carrero Blanco

Doña Carmen Pichot de Carrero Blanco tuvo la gentileza de recibirme en su casa de Madrid al anochecer de un día del mes de junio (precisamente esa noche hacía seis meses que su marido había dormido en casa por última vez) y abrirme las puertas de su sinceridad para contarme cosas de «aquel día trágico». Confieso que para mí fue una entrevista en cierto modo violenta, por tener que hurgar en el santuario de unos recuerdos todavía demasiado frescos y demasiado profundos. Confieso que sólo la serenidad y la tranquilidad de espíritu de la hoy duquesa viuda de Carrero Blanco, todavía joven, todavía de luto, hicieron posible y natural aquella charla en la intimidad del hogar y rodeados de recuerdos tan queridos para la familia.

 

Doña Carmen Pichot, la viuda del almirante Carrero Blanco, con Julio Merino, subdirector de pueblo durante la entrevista que le concedió para su libro «Los pecados de la Monarquía» (foto «Pueblo»)

Y este es el fruto de aquella conversación:

-Por favor, señora, quisiera que me hablara usted del 20 de diciembre, de los últimos momentos del almirante Carrero, de sus últimas palabras …

-No sé, verá… (y trabajosamente, la viuda del asesinado Presidente va recordando)… Aquella noche, la del diecinueve, llegó a casa, como de costumbre, sobre las diez de la noche… Sí, venía algo cansado, yo se lo noté, pero no dije nada. Sabía que había tenido un día muy ajetreado, pues estaba aquí Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, y además a la mañana siguiente tenía «consejillo» en Presidencia. Cenamos en familia y después estuvo oyendo música… Sí, en ese aparato (y me señala una radio portátil que hay sobre una mesita), que le había regalado el alemán Kissinger. Una joya de la electrónica. Luego se puso a leer, como todas las noches, ahí, en ese sofá.

 

-Señora, ¿le importaría decirme qué leyó precisamente esa noche?

-Sí, mire… (y sin levantarse alcanza un libro grueso, verde y blanco, y me lo pasa)… Ahí tiene usted la señal por donde lo dejó aquella noche… 

(Tomo el libro en mis manos y leo su título: «La vuelta de los Budas», de Jesús Fueyo. Después lo abro por la señal: son las páginas 148, en blanco, y 149. Es el apartado 3 del capítulo V. Y sin querer leo: «Alemania es ahora, otra vez, el país clave, el que se encuentra en el centro de todos los problemas políticos, económicos y culturales, el pueblo señalado de uno u otro modo.»

 

Luego, al hojear las páginas leídas, el libro se abre por dos sitios más a la par, como dando a entender que allí había estado otro día la señal, y no puedo retener mi curiosidad. En la página 86 leo: «El espíritu del mundo actual es el concepto que el espíritu tiene de sí mismo. Él es quien sustenta y rige el mundo… La verdadera filosofía de la historia consiste en comprender que en medio de esa confusión de cambios infinitos no hay otra cosa que el mismo ser invariable, siempre semejante a sí mismo, que obra hoy como obró ayer y como obrará en todos los tiempos.» Y en la página 62 leo esto otro: «No he cuidado nunca las vanidades humanas, pero quiero que éstas, mis últimas palabras mundanas, no sean públicas antes de mi muerte. La postulación de Dios, como dialéctica del ateísmo objetivo, como desenlace de la destrucción de la metafísica y de la metafísica de la nada, como última instancia de salvación, es una ironía demasiado aplicada no ya contra la estructura de un sistema, sino la ciclópea catedral profana de la sabiduría moderna y contra la liturgia laica que le rinde culto…»

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Y recuerdo, como de pasada, la anécdota que ocurrió entre Carrero y Fueyo. Según me contó mi compañero Aguirre Bellver, el desaparecido Presidente le dijo al autor de «La vuelta de los Budas»: «Me estoy esforzando en leer su libro, Fueyo. Pero le aseguro que me van a estallar las meninges.» Después, ese día, hubo una sesión movida en el Consejo, y a la salida, el autor se acercó a Carrero y le dijo: «Desde luego, a usted, Presidente, le van a estallar las meninges, pero no de leer mi libro.» Era el 7 de diciembre.

Luego, vuelvo a doña Carmen, que ha permanecido en silencio mientras yo hojeaba el libro.)

-¿Qué más recuerda de esa noche? ¿No recuerda, señora, que le dijera algo sobre el día siguiente…?

 

Bueno, sí, me dijo que por la mañana se iniciaba lo del «proceso 1001»…, y como yo mostré cierta preocupación, él me dijo que no había nada que temer, que se habían tomado toda clase de precauciones… Después… no, ya no recuerdo así nada importante. 

-Bien, trate ahora de rehacer aquella mañana del día veinte…

Se levantó temprano, como de costumbre, y se arregló. Luego, como todos los días, sobre las nueve menos diez o menos cinco, salió para ir a misa a la iglesia de San Francisco de Borja, que está aquí al lado, en Serrano.

-Por favor -la interrumpo-, ¿por qué iba todos los días su marido a esa iglesia? Hay quien piensa que eso era dar facilidades a cualquier grupo que quisiera atentar contra el Presidente…

 

Bueno, aparte de que es la iglesia más cercana a casa, es que, además, es nuestra parroquia… Mi marido era muy amigo de casi todos los padres… Una amistad que venía de antiguo, desde que les ayudó a construir la propia iglesia…, que, como usted sabe, sustituyó a la que los jesuitas tenían en la Gran Vía y que fue incendiada cuando la guerra… Sí, la iglesia de la Flor… Pero todavía existe otra razón más particular… La costumbre de ir a misa y comulgar a diario viene de cuando yo fui operada, hace unos años, por el doctor Hidalgo… Entonces, tanto él como yo, hicimos promesa de ir todos los días a misa durante algún tiempo… Luego, él siguió porque decía que afrontaba la tarea diaria con más ánimos después de comulgar…

-Siga con aquella mañana…

Yo me quedé en la cama. Como todos los días, a su vuelta de misa desayunábamos en nuestro cuarto. Él, mi hija Angelines y yo. Por cierto, que esa mañana mi hija no acudió a la iglesia de pura casualidad. Pues incluso estuvo vestida para ir… Pero, en el último momento, lo dejó y volvió a acostarse… Bueno, es que el día anterior habían operado de amígdalas a un hijo suyo y tuvo que atenderle varias veces a lo largo de la noche… ¡Eso la salvó!…, ya que todos los días se venía en el coche con su padre y desayunaba con nosotros… Sí, fue un verdadero milagro…

-Siga, por favor, y perdóneme por hacerla recordar algo tan doloroso…

-Sí…, sobre las diez, y algo sorprendida por la tardanza de Luis, mandé retirar el desayuno para que no lo tomara frío. Precisamente en ese momento me llamó por teléfono una amiga mía y oyó lo que le decía a la doncella al retirar el desayuno. Me preguntó por Luis y le dije que se había retrasado. Ella no me dijo nada, aunque a lo mejor ya sabía algo… Después, ya más preocupada, pregunté a los guardias de abajo, a los del portal, y me dijeron que es que había habido una explosión de gas y que por eso se habría complicado el tráfico, pero que en la iglesia no había ocurrido nada. Luego… (y calla un momento, se emociona) ya no supe más hasta que mi hija me llamó desde la clínica.

 

-¿Qué le dijo su hija? 

-Que me fuese en seguida, que su padre había tenido un accidente de coche y que estaba muy grave. Imagínese… A los quince minutos escasos entré en la clínica y entonces mi hija Angelines me dijo la verdad. Cuando vi a mi marido ya estaba muerto…

-¿Qué fue lo primero que pensó en ese instante?

-Pues… hablé con Dios y le dije que desde ese momento perdonaba a todos con tal de que me diese fuerzas para resistir…

-¿Y después?

Después… pensé que mis hijos debían ver el cadáver de su padre allí en la clínica… y que si, efectivamente, había sido un asesinato, nunca deberíamos pensar en la venganza. Le decía a mis hijos que justicia, sí; pero venganza, no. Que su manera de morir, sin sufrir, después de comulgar y sirviendo a la Patria, era un premio a su vida ejemplar.

 

-¿Y después?

No sé… a partir de ese momento se complicó todo. Fue un día, como puede imaginarse, de grandes emociones. Una detrás de otra.

-¿Cuándo supo, exactamente, que se trataba de un asesinato?

En cuanto llegué a la clínica. Desde el primer momento me dijeron de lo que se trataba… Por cierto, que al saber que también habían caído el inspector Bueno y el chófer Pérez Mogena, y que estaban allí sus viudas, me fui a verlas y a consolarlas… Ellas también necesitaban calor humano…

 

-Y entonces, ¿qué pensó?

-Pensé que mi marido sólo había vivido para servir a España. Desde que le conocí, siempre tuvo la misma preocupación: servir, servir, servir a España. Y deseé, más que nunca, que España siguiese adelante, aun sin mi marido. Que no se debían amargar los últimos años del Caudillo.

-Y de la E. T. A., ¿qué pensó de la E. T. A.?

 

No sé… Era todo muy confuso… Recuerdo, eso sí, que de pronto se me vino a la cabeza lo de la masonería. A mi marido se lo había oído tantas veces… La masonería no es un cuento del siglo XIX, como piensan muchos. La masonería… (y calla. Luego, al poco, sigue, sin que yo la interrumpa). A Luis le preocupó siempre la masonería… En España… (y calla otra vez).

Entonces yo le recuerdo que un capítulo de este libro se llama «Así son los masones españoles» y que a Prim se dice que le mataron ellos…

Pero Prim -me dice rápida- era masón, y mi marido, no.

-Es verdad -respondo- Prim era masón, grado dieciocho, Rosa-Cruz… Y dicen que le asesinaron porque antes de la Revolución se había comprometido a traer la República y luego se inclinó por la Monarquía…

 

-La masonería -dice ella- tiene más fuerza de lo que ustedes se creen…

-Pero…

-No, por favor. No insista.

-No se preocupe. Y del atentado, ¿qué pensó?

Que había sido perfecto. Demasiado perfecto. Todavía hay gente que se pregunta cómo pudieron prepararlo todo tan bien… Creo que los vecinos de Claudia Coello protestaban por los ruidos…, y que algunas personas se habían extrañado de aquellos cables que tendían por la calle… Antes, cuando aún era Vicepresidente, mi marido se iba andando muchas veces hasta Presidencia… A propósito, ¿sabe usted que nunca estuvo enfermo? De muy joven el doctor Gómez Ulla le operó de apendicitis… Después, cuando murió Muñoz Grandes, se enfrió ligeramente yendo para El Escorial por abrir la refrigeración del coche… Y se acabó. Nunca más le vi enfermo… Me llamó la atención que no se tomaran medidas en las carreteras, ni en la frontera, ni en los aeropuertos… Creo que se escaparon por Portugal y que luego se fueron a Méjico… Ah… ¿sabe usted que mi marido tenía un año menos de los que constan en su biografía…? Sí, fue cosa de su padre, porque ingresara en la Escuela Naval; luego, él no quiso rectificar porque creía que perjudicaba a sus compañeros en el escalafón…

 

-Señora, y del Opus, ¿qué pensaba el almirante del Opus?

 

-Mi marido no era del Opus. Luis nunca se preocupaba de eso. A él le servían o no le servían las personas para los puestos… En su Gobierno sólo había un ministro del Opus, y eso porque consideró que podía hacer un buen papel en el Ministerio… Y efectivamente lo hizo…

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-¿Por qué se sabían tan pocas cosas del almirante Carrero?

-Porque era enemigo total de la publicidad. Porque le gustaba trabajar y servir en silencio… Por encima de todo él ponía a España y al Caudillo… Creo que sólo Emilio Romero consiguió de él una entrevista. Ahora pienso lo mucho que le habría complacido su ascenso a Capitán General de la Armada… Porque, ¿sabe usted una cosa?: la gran pasión de mi marido era su carrera, la Marina…, hasta el punto de que si se dedicó a la política fue por su afán de servicio… ¡Si viese qué contento estaba de que sus tres hijos fueran marinos! 

-Ya que ha mencionado al Caudillo, ¿podría decirme cómo le vio usted esos días?

Muy afectado. Sobre todo la segunda vez, cuando vine de Sevilla, donde me había ido a pasar unos días con mi hija Carmen, la que está casada con Mariano Borrero, el presidente de la Diputación. Fuimos a El Pardo mis hijos y yo. El Caudillo se emocionó hondamente y yo también. Piense usted que Luis había estado a su lado desde el año cuarenta y uno, siempre… Sí, toda la familia del Caudillo se portó muy bien entonces… y después. Yo les quiero mucho a todos.

(Entonces va y se levanta y quiere enseñarme el pergamino donde se explica el título de Duque de Carrero Blanco. Una obra perfecta y valiosa. En voz alta voy leyendo la explicación de cuanto figura en el pergamino. La duquesa se emociona otra vez y se detiene en cada detalle. Después me va enseñando las fotos familiares, sobre todo dos que están situadas juntas y que ciertamente son curiosas. En una de ellas figura el padre de los Carrero Blanco, teniente coronel de Estado Mayor, con sus tres hijos, dos marinos y un artillero, el día que los llevó a presentarlos al Rey Alfonso XIII. En la otra figuran el almirante Carrero, con sus tres hijos, los tres marinos, el día que se los presentó a Franco… Luego, todavía seguimos la conversación unos minutos más.)

-Doña Carmen, ¿cómo reaccionó el país ante la muerte del almirante Carrero?

Muy bien, muy bien… Yo no creí que le quisieran tanto como he podido comprobar después… Todavía hoy hay muchas personas anónimas que dejan unas flores sobre su tumba… o que se acercan a mí para manifestarme su pesar… Sí, yo creo que las gentes sencillas le querían… 

-¿Y sus amigos íntimos?

-Mi marido tenía pocos amigos íntimos… En cambio tenía muchos, muchos, conocidos… En general, todos se portaron bien.

-¿Sintió algo el día que juró el nuevo Presidente del Gobierno?

-A Carlos Arias, que había sido Ministro de la Gobernación en el Gabinete Carrero, le llamé por teléfono desde Sevilla y le deseé suerte y la ayuda de Dios en su cometido… Sí, todavía me emociono algunas veces viendo la televisión.

 -Señora, contésteme una última pregunta. ¿Por qué cree usted que mataron al Presidente Carrero?

-No lo sé. Acaso porque estorbaba a alguien… No, no lo sé. La E. T. A. fue la mano ejecutora…

-¿Sabe usted qué gestiones se están haciendo para castigar o hacer justicia con los asesinos? 

-Mire, yo espero y confío en la justicia. Creo que por dignidad de España el magnicidio no puede quedar impune… Es más, tanto mis hijos como yo sabemos que un día se aclarará todo y que resplandecerá la justicia… Sí, supongo que se estarán haciendo gestiones…, aunque a mí no me han notificado nada…

En fin, son casi las nueve de la noche cuando salgo de la casa de los Carrero Blanco y en la calle está lloviendo. Sin darme cuenta apenas dirijo mis pasos a la cercana iglesia de San Francisco de Borja y entro. Y sin darme cuenta también recito en voz baja unos versos que yo ya creía olvidados. Eran aquellos de Bécquer que dicen:

 

Despertaba el día,

y a su albor primero,

con sus mil ruidos,

despertaba el pueblo;

ante aquel contraste

de vida y misterios,

de luz y tinieblas,

medité un momento:

¡Dios mío, qué solos

se quedan los muertos!

 

La muerte de Carrero lo cambió todo

Aunque muchos comentaristas e historiadores hayan defendido que la muerte de Carrero no cambió nada de los planes de Franco y que todo hubiera seguido igual a la muerte del Caudillo con el almirante al frente del Gobierno. Sin embargo, por los antecedentes  se demuestra todo lo contrario, que la muerte de Carrero lo cambió todo y no hay más que leer el informe secreto que escribió en 1947 por encargo de Franco de su visita y entrevistas con don Juan de Borbón, Conde de Barcelona y heredero de la Corona. Porque la dura discusión que tuvieron ambos sobre el tipo de Monarquía que vendría después de aprobada la Ley de Sucesión, era tan dispar que si no hubiese muerto y hubiese sido él el que hubiera hecho la Transición a la muerte de Franco, la Monarquía que llegó hubiese sido totalmente distinta a la que está en vigor tras la Constitución de 1978. Hay un momento en la entrevista de Estoril –que queda perfectamente reflejada en el informe de Carrero que se publicó por primera y última vez en la obra del Laureano López Rodó “La larga marcha hacia la Monarquía” que se plantea este cambio de impresiones.

 

“Bueno, esto es la Monarquía electiva –dice don Juan cuando lee el texto del proyecto de la Ley de Sucesión que le ha llevado el almirante Carrero.
No, Alteza, en todo caso será una Monarquía hereditaria selectiva. Señor, la Monarquía que queremos no puede ser más que una continuación del movimiento Nacional y el fruto de una victoria que nos costó un millón de muertos… queremos, además, una Monarquía que, a través de los siglos, quede al margen de todos los posibles pleitos sucesorios y la Monarquía de sus “monárquicos auténticos” sería una Monarquía que lo primero que exigen es la marcha del Caudillo, cosa que no tiene viabilidad, pues aunque él quisiera los españoles no le dejaríamos, y una vez España acéfala, presentarse su alteza en Madrid con ellos y hacer una elecciones, que es lo que quiere el extranjero y lo que propugnan los rojos… una Monarquía que de salir adelante nacería tan débil que al segundo sufragio caería con estrépito, como cayó la de vuestro augusto padre”.

 

Lo que indicaba claramente que Carrero era, incluso, “más franquista que Franco” y que de haber sido él el que hubiese hecho la Transición no habría tenido nada que hacer la Monarquía parlamentaria, abierta al comunismo y a todas las Izquierdas y por encima de los Principios Fundamentales del Movimiento.

Por eso, hay quien piensa que la muerte de Carrero a quien más favoreció fue a la Monarquía Parlamentaria, que defendió siempre don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, y de ahí el “quid prodest” romano. (J.M.)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.