22/11/2024 10:40
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No, este artículo no va a tratar sobre la vida y los milagros de Antonio Escohotado; al fin y a la postre, tampoco él era el rey de los filósofos. Si el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante llamaba “literatura bailable” al bolero, digo yo que podré llamar, tranquilamente, “filósofo” al cantante de rancheras. Vade retro, académicos de todo signo y especialidad…

El otro día caminaba por mi barrio y decidí entrar a unos billares cuyas puertas llevaba largo tiempo mirando desde la calle con cara de perro apaleado y que, finalmente, opté por franquear por aquello de ver si me encontraba en su interior a Eddie Felson o, en su defecto, al “Gordo de Minessota”. Lo que en verdad hallé fue a unos mariacheros, también conocidos como mariachis, cantando “Las Mañanitas” a una afortunada cumpleañera que recibía, alborozada, su regalo bailando, ni corta ni perezosa, entre palmas y aplausos. De haber sabido que apenas unas horas después moriría “el rey”, Vicente Fernández, el último gran cantante de rancheras, habría pedido un minuto de silencio y quizás hasta un copazo —de tequila, por supuesto—, para brindar en su honor.

Milonga, copla, tango, rumba, bolero, ranchera, blues. Distintos nombres y ritmos para un fenómeno único: la música popular hispana a través de sus distintas lenguas y de no pocos países. Una de tantas cosas que aprendí leyendo los dos volúmenes del Manual de Literatura para caníbales de Rafael Reig es la existencia de toda una operación en marcha que, de forma más o menos voluntaria, se está produciendo en nuestra cultura para terminar de sustituir lo popular y lo folclórico por lo pop y lo kitsch. La desaparición de lo universal, que es, como dijo aquel, lo concreto sin barreras, para la mejor imposición de lo homogéneo, esto es, sencillamente lo idéntico sin lugar a matices. En parte, esa sustitución ya ha tenido lugar y a lo que estamos asistiendo es a los últimos estertores de ese mundo maravilloso lleno de letras inmortales y melodías inolvidables. Sin embargo, todavía emocionan las imágenes de despedida de un cantante de la categoría de Vicente Fernández, donde su hijo Alejandro y su viuda Cuquita le cantaban, arropados por el rumor del público, la canción “Amor de los dos” al difunto.

El escritor especializado en canción popular Manuel Román resumía así la trayectoria de Vicente Fernández: “A sus ochenta y un años Vicente Fernández, natural de Jalisco, ha llevado una vida por entero dedicada al mundo artístico, vocación que ya despertó en él a muy temprana edad, los ocho años. Con doce aprendió a tocar la guitarra. Estudió música folclórica. Fue desarrollando esa actividad musical en fiestas familiares hasta decidir que así iba a ganarse la vida en adelante. Lo hizo en un restaurante, luego una sala de fiestas hasta que ya en la década de los 70 su nombre se extendía por todo México, gracias a sus discos y a su presencia en programas de la cadena Televisa. Fue vocalista de varios mariachis, alternó con duetos al lado de Lola Beltrán y Lucha Villa, las dos grandes voces femeninas también vocacionalmente entregadas a las rancheras. Decían sobre Vicente, familiarmente llamado Chente, que con su voz ranchera cantaba al amor que muere. Otro sobrenombre era El charro de Huentitán”. Los orígenes humildes y un estilo de vida despojado de todo oropel, pompa o esnobismo es una de las constantes de los cantantes de rancheras, coplas, boleros y tangos: empezando por ese José Alfredo Jiménez que no sabía música y tarareaba los ritmos que se le ocurrían para que otro los pusiera en lenguaje musical.

Jorge Luis Borges escribió que “El bolero cultiva ilusiones; el tango, desengaños”. La gran literatura del siglo XX en español no ha podido quedar indiferente a la calidad de la música popular y contamos con sobrados testimonios, de Pablo Neruda a Julio Cortázar, pasando por Octavio Paz o Fernando Vallejo, del amor de nuestros literatos a una música que ha servido siempre de inspiración y también de consuelo. Todo cabe en el folclore y en la música popular: la jovialidad de la vida o el dolor más agudo de la existencia; como un cuchillo bien afilado, se trata de una música, de una poética incluso, capaz de abrir un tajo en lo más profundo del ser para abrirse paso siempre hacia lo esencial: en las celebraciones, en los velorios, en las bodas, en los desamores. Y, por encima de todo, en el recuerdo. Una sinfonía puede dar alas a lo más sublime del espíritu, pero una milonga sabrá cómo hablarle con sencillez a un corazón roto en esos momentos en los que toda pompa o complejidad resultan artificiosos,

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En el prólogo a su libro dedicado al tango, La traducción de la melancolía, el teórico del arte argentino Ángel Faretta escribe: “Tal vez toda la tarea auténticamente crítica, hermenéutica y filosófica no sería más que esto. Recorrer, rastrear en ese sendero, ahora al ras, las huellas y los pasos anteriores que precedieron a esa andadura. Buscar las manchas de tintura no en la mano del teñidor sino en la prenda ya perfecta y parejamente teñida. No sendas perdidas, sino sendas perfectas por haber sido tantas veces transitadas por pasos anteriores. La poética de Alfredo Le Pera será el eje desde el que nos moveremos tanto ad intra como ad extra. Desde su marco y territorio, una vez perimetrado, se harán las señalizaciones necesarias de autores anteriores y posteriores, y como pólemos tanto como aprobación. Puesto que Le Pera es la medida de todas las cosas poéticas del tango, de las que existen –incluso las que lo precedieron– como de las que pueden volver a existir. En Le Pera se cruza, se anuda mediante el lenguaje poético, o mediante ese cruce logrado por su poética, toda una serie de temas, motivos, mitologemas y figuras de lo argentino. Por eso su hermeneusis es de capital importancia para comprender lo argentino. No por nada es quien le da voz definitiva y universal a Gardel y/o al tango argentino. Es hora de que el mudo hable”.

Sobre la actualidad de la música popular, Andrés Amorós escribe: “¿Pasó la época del bolero? Ha pasado la moda, sí, pero mucha gente joven ha descubierto, no hace mucho, la belleza de estas canciones. Lo que tiene calidad nunca pasa del todo; por muy tecnológica que pretenda ser esta sociedad, los seres humanos seguimos soñando, ilusionándonos, siendo felices, y sufriendo, cuando nos enamoramos. Lo de siempre; es decir, lo humano permanente, convertido en obra de arte”. En la música más que en ningún otro arte, los gustos personales resultan determinantes. Son muchas las horas que he pasado gratamente acompañado de, entre otros muchos, Carlos Gardel, Chavela Vargas o José Alfredo Jiménez; así como de grupos como Los Panchos o Los Chunguitos. Algunos fragmentos de mis letras favoritas:

Yo sé que ahora vendrán caras extrañas/ Con su limosna de alivio a mi tormento/ Todo es mentira, mentira es el lamento/ Hoy esta solo mi corazón”. “Reloj, detén tu camino/ Porque mi vida se apaga/ Ella es la estrella que alumbra mi ser/ Yo sin su amor no soy nada”. “Siempre fuiste la razón de mi existir/ Adorarte para mí fue religión/ En tus besos yo encontraba/ El calor que me brindaba/ El amor y la pasión”. “Y si quieren saber de mi pasado/ Es preciso decir otra mentira/ Les diré que llegué de un mundo raro/ Que no sé del dolor, que triunfé en el amor/ Y que nunca he llorado”. “Si todo el mundo salimos de la nada/ Y a la nada por Dios que volveremos/ Me río del mundo que al fin ni él es eterno/ Por esta vida nomás, nomás pasamos”. “Mirando al mar soñé/ Que estabas junto a mí/ Mirando al/ mar yo no sé qué sentí/ Que acordándome de ti lloré”. “Dos gardenias para ti/ Que tendrán/ todo el calor de un beso/ De esos besos que te di/ Y que jamás te encontrarán/ En el calor de otro querer”. “A donde irá/ Veloz y fatigada/ La golondrina/ Que de aquí se va/ Por si en el viento/ Se hallara extraviada/ Buscando abrigo/ Y no lo encontrara”. “Si tú te vas, se va a acabar mi mundo/ El mundo donde solo existes tú/ Y no te vayas, no quiero que te vayas”. “Tengo miedo del encuentro/Con el pasado que vuelve/A enfrentarse con mi vida./ Tengo miedo de las noches/ Que, pobladas de recuerdos,/ Encadenan mi soñar”. “Mujer que llora y padece/ Te ofrezco la salvación/ Te ofrezco la salvación/ Y el cariño ciego/ Soy un hombre bueno que te compadece”. “No te quiero, quiero a otra/ No creas por eso que te traicioné/ No cayó en mis brazos, me dio solo un beso/El único beso que yo no pagué”. “Si me das a/ elegir/Entre tú y mis ideas/ Que yo sin ella/ Soy un hombre perdido/ ¡Ay, amor!/ Me quedo contigo”. “Sufro la inmensa pena de tu extravío/ Siento el dolor profundo de tu partida/ Y lloro sin que sepas que el llanto mío/ Tiene lágrimas negras/ Tiene lágrimas negras/ Como mi vida”. “Con qué tristeza miramos/ Un amor que se nos va/ Es un pedazo del alma/ Que se arranca sin piedad”. “Si crucé por los caminos/ Como un paria que el destino/ Se empeñó/ en deshacer/ Si fui flojo, si fui ciego/ Sólo quiero que comprendan/ El valor que representa/ El coraje de querer”. ”No pretendo ser tu dueño/ No soy nada, yo no tengo vanidad/ De mi vida doy lo bueno/ Soy tan pobre, ¿qué otra cosa puedo dar?”. “Solamente la mano de Dios/ Podrá separarnos/ Cuando tú me trajiste tu amor/ Ya te estaba esperando”. “Soy el fuego que arde tu piel/ Soy el agua que mata tu sed”.

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Últimamente los aficionados a la lectura que así lo pregonan una y otra vez a los cuatro vientos por las redes sociales, se han mostrado afectados por la muerte de, entre otros, Almudena Grandes, Antonio Escohotado o de Anne Rice. Sin embargo, muy pocos han escrito en España por la muerte de Vicente Fernández; y cuando lo han hecho ha sido para destacar sus múltiples amoríos y los distintos escándalos que oscurecen su figura, para hablar de su fortuna o para dedicarse a cuestiones políticas como esa sombra del populismo que acompaña su trayectoria desde el ámbito de la política —lo mismo le ocurrió a García Márquez o a Maradona con Fidel Castro—, dada su relación con personajes de la calaña de Evo Morales o de Hugo Chávez. Pero Vicente Fernández, una víctima como antes Plácido Domingo de la llamada “cultura de la cancelación”, era mucho más: un filósofo de la experiencia y el sentido común.

Con un enorme éxito televisivo y en las pantallas de cine, Vicente Fernández era considerado, junto a Pedro Infante, Jorge Negrete y Javier Solís, como “el cuarto gallo”; es decir, el último de una estirpe de artistas de la canción popular ajenos del todo a los mandatos de la publicidad, al puritanismo moral imperante y a la dictadura de lo políticamente correcto. Quizás no fuera un hombre perfecto —¿y quién lo es?— pero, a pesar de todas las controversias, errores y escándalos, era un hombre y, sobre todo, un cantante del pueblo mexicano, rebosante de carisma, capacidad de trabajo y talento. Pero, por encima de cualquier apostilla póstuma o sobrenombre que de solaz se le quiera añadir, era un gran filósofo: “Una piedra en el camino/ Me enseñó que mi destino/ Era rodar y rodar”. Tan simple como la vida; tan cierto como la muerte; tan inevitable como el dolor o el sentimiento.

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