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El Estado de Bienestar, un Monstruo que te mata a besos. Por Luys Coleto
Probablemente sea el Estado del Bienestar uno de las engañifas que mayor consenso suscita entre diferentes posturas ideológicas, parlamentarias o no. Desde lo más extremo del espectro ideológico hasta el otro, idéntico discurrir. Pero se lo aclaro desde el inicio. El Estado del Bienestar es una de las más eficaces herramientas de las que se sirve El Leviatán para legitimar su opresión y ser consentido y defendido por la inmensísima mayoría. Estado-Providencia, Estado-Director de la vida social, dispensador de la justicia y regulador del orden público. Amen. El Estado de Bienestar es – tan obvio- Estado. Y el Estado es el gran avatar de Dios.
El Estado (de bienestar): embuste, veneno, envilecimiento
El Leviatán, sanguinario engendro mitológico, terriblemente poderoso, génesis veterotestamentaria (Job 41, 1-10) fue utilizado por Thomas Hobbes en el siglo XVII como metáfora de lo que es el Estado: un enorme ente de poder feroz y descomunal, que todo lo controla, que todo lo ve, que todo lo sabe. El filósofo inglés lo definió como el «rey de todos los soberbios”. Y desde hace varios decenios, consolidándose tras la II Guerra Mundial, nuevo antifaz: Estado de Bienestar. Misma toxicidad, amables ropajes. Lampedusianamente, todo mutado para que todo se inmortalice igual. El Estado, hoy como ayer, mata. Pero ahora, pareciera, que lo hace a besos (con permiso del Monstruo, que nos tiene prohibidos los ósculos por la falsa pandemia). Monstruo “amigable”, digamos.
El monstruo- hoy, ayer, siempre- deviene la hidra ( de Lerna) más embustera, más ponzoñosa, más envilecedora, que cabe disponer e imaginar para la justificación/legitimación de la “sanción” gubernamental y de la explotación social, para eternizar una vida que no es vida, para la inamovible prolongación de la castuza política y del canon de vida de los sectores más pudientes y “aburguesados” (de un lado, y por definición, empresarios, banqueros, chusma funcionarial…; de otro, cuantos trabajadores, empleados o desempleados, se reconocen en la oscura disposición psicológica de la clase dominante, en su “perfil social”: el sector mayoritario de la población, tras los consuetudinarios estragos de la propaganda, ama a quien le somete, veja y humilla). E la nave va.
El Estado (de Bienestar) solo quiere domesticarte
De esta manera, con la plebe infinitamente domesticada, se hace más llevadera la función primordial del despótico Estado, la de sostener y nutrir, férrea e implacablemente, un injustísimo orden económico y social hecho trizas, una dominación de clase (obvio, las clases siguen existiendo, y siguen perdiendo los mismos), y, por supuesto, una modalidad específica – amansadora y embrutecedora, esencialmente- de la división del trabajo. Sólo hay Estado donde hay opresión, y los aparatos administrativos tienen por único – y unívoco- objeto la reproducción de la forma de injusticia social reinante.
En ese sentido, los «sabios» de la tribu, los expertuzos – médicos y sacerdotes, maderos y milicos, profesores y funcionarios parásitos…- se aplicarían, en turbia solidaridad, a la reinvención del ser humano, en una suerte de despotismo ilustrado/iletrado (como toda lectura teológica-estatal, se presupone nuestra «maldad», Primigenia Caída mediante, y debemos ser redimidos de nosotros mismos), en un proyecto rigurosamente «eugenésico», tutelado todo ello a través de la ética de la doma y de la cría agudamente denunciada por Nietzsche.
El objetivo del Estado es uno y siempre el mismo: la dictatorial adaptación del «material humano», perfectamente prescindible, a las perentorias exigencias de la trituradora económica (la industria, en general) y la máquina política (la «democracia» liberal), la forja del buen obrero y del buen ciudadano. Vamos, ejemplar, “sano” y saludable, del rebaño, para satisfacción de sus esquiladores, patronales y políticos. Bala, ovejita, hasta que tu querido dueño, cuando no le sirvas para nada, te taje el pescuezo. Y, mientras, tú, feliz, balando y chorreando sangre por el cuello.
El Estado (de Bienestar): droga dura
El Estado de Bienestar jamás deja de ser Estado. Ergo, alta toxicidad. Lo desarrolle la Provisión Social franquista o lo continúe el narcorrégimen pedófilo del 78. Lo mismo da. Macabras continuidades. Apabullantes consensos. En España y más allá. Su yugo «bienhechor», gravísimos efectos infamantes, narcóticos y toxicológicos (adicción, dependencia, sumisión) de la de la «protección» estatal: el gran poro abierto.
Educación y sanidad, desvalijadas. Educación y sanidad, instancias domesticadoras. Educación: estupidización de la piara, adoctrinamiento en las (tornadizas) mentiras del timonel de turno y sometimiento al statu quo imperante. Sanidad, deliberada destrucción de tu salud (eso sí, «duras» más tiempo, de forma “artificial”, claro). Ambas, sanidad y educación, sórdidas burocracias del bienestar social, terminando con la capacidad de autoorganización del individuo y con la colaboración comunitaria, generando atroz impotencia psicológica entre los ciudadanos, en una suerte de auténtica toxicomanía de la asistencia estatal. «Papá Estado, dame mi dosis, yonquirulo soy y por un tirito soy capaz de arrastrarme hasta donde haga falta». ¿El Estado asistencialista? Quia. El Estado limosnero. Tras haberte saqueado – hacienda, conocimiento, salud…- te echa cuatro migajas como a los perros pordioseros. Verbigratia. Te manga tus nóminas y Él decide cómo te conviene gestionar el parné. Hasta que se acaban los despojos. Despejado asunto.
Estado (de Bienestar): contra tus sacrosantas libertad y privacidad
Nos lo advirtió el clarividente Kafka. «El animal le arranca el látigo a su amo y se flagela así mismo para transformarse en señor. No sabe que todo es una fantasía provocada por otro nudo en la correa de su dueño». Una pena. Lo observamos hoy a la perfección con la falsa pandemia. El hombre moderno está obsesionado con liberarse de la libertad. A la gran mayoría le mola la condición de esclavo. Aunque quiera creer que es el hombre más libre que jamás pisó la tierra. Y, entretanto, el Leviatán continúa su tenebrosa labor.
La aniquilación de la privacidad, la reducción del campo de desenvolvimiento humano autónomo, por la insidiosa y perenne intromisión de los aparatos burocráticos, en una suerte de progresiva desposesión del individuo y de la propia comunidad que nos rodea. Aspectos que ayer eran exclusivos de la persona, configuradores de su sacrosanta e inviolable intimidad, hoy son administrados por el Estado, con avasallador propósito monopolista. De modo que, tan majetón Él, el Leviatán se presenta como organizador y gerente imprescindible, garantía única del “bienestar” de todos nosotros. El totalitarismo “benefactor”, acarreando siempre infinitas y torrenciales cantidades de malestar.
El destino del Estado (de Bienestar): su aniquilación
Otra vez el radiante Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia. Tesis octava. La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el “estado de excepción” en el que vivimos. Con la falsa pandemia, todo agravado y sin fingidores disfraces. Y recuerdo, desde luego, al más grande, Diógenes de Sinope. En su barril, con sus amados chuchos y su candil. Despojado, sobre todo mentalmente, de todo. Con un poco de pan de cebada y agua, se puede ser tan feliz como Júpiter, nos legó. Y repetía que » a nosotros, también nos gustan los pasteles; pero no estamos dispuestos a pagar su precio en servidumbre”. Así se expresa la austeridad quínica, que ya no cambia “libertad” por “comodidad” o “autonomía” por “bienestar”.
Y que cuando la representación del Poder aparece en tu vida, tan solo queda recordarle una cosa. La única. Alejandro Magno, a la sazón, entablando amable plática con el entonces anciano, le preguntó si podía hacer algo para mejorar su situación. «Sí, apartarte, que me estás tapando el sol«, contestó el filósofo de malas maneras al que era ya el dueño de Grecia y, poco después, de casi todo el orbe conocido. Pero el final de la narración, mejor. No en vano, según la leyenda, el macedonio no solo aceptó la presunta insolencia sin enojarse, sino que le mostró su máxima y comprensible admiración. «De no ser Alejandro, yo habría deseado ser Diógenes». Y quién no. En fin.
Autor
- Nacido en Bilbao, vive en Madrid, tierra de todos los transterrados de España. Escaqueado de la existencia, el periodismo, amor de juventud, representa para él lo contrario a las hodiernas hordas de amanuenses poseídos por el miedo y la ideología. Amante, también, de disquisiciones teológicas y filosóficas diversas, pluma y la espada le sirven para mitigar, entre otros menesteres, dentro de lo que cabe, la gramsciana y apabullante hegemonía cultural de los socialismos liberticidas, de derechas y de izquierdas.
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