De tu error, que ahora pagas, tú fuiste el principio, españolito de a pie. Y si no te rebelas y escapas ya mismo de tu inclinación suicida como ciudadano, amplio habrá de ser el recipiente que recoja tanta sangre, y no habrá cronistas suficientes para narrar la hecatombe. Si, como sospecho, desaprovechas esta nueva agresión contra ti y contra lo que significas para iniciar tu renacimiento cívico, no será esta catástrofe la última que ha de ver una sociedad que bosteza, gustosa de su inconsciencia y de su ignorancia voluntaria. España seguirá comprobando amargamente la cosecha que produjo el mal cultivo de sus pobladores, y será la cizaña y no el trigo la que abarrote el granero.
A quienes se han hartado de advertir en vano acerca de que no puede esperarse nada, ni en las buenas ni en las malas, de la casta política delictiva que, con frivolidad auto inmoladora, ha sido elegida y reelegida por la inmensa mayoría de los votantes durante las últimas décadas, se les ha cubierto, desde la oscuridad más sectaria o más sandia, con burlas y difamaciones, o se les ha ignorado con indiferencia. Porque, aunque la mirada experta reconoce donde está la verdad y cuál es la cruda realidad, desafortunadamente esa mirada sólo habita en una contada minoría.
Al contrario de lo que debería ocurrir, en la sociedad actual los ejemplos de bondad penetran con menor profundidad en el corazón de los hombres que las palabras y los gestos de los demagogos y mafiosos. El pueblo sigue, como siempre, desconfiando de las leyes y de la administración, pero al contrario que antaño, no se rebela contra unas leyes injustas y una administración deficiente, y se despreocupa si se aumentan las deudas o los crímenes del reino. La experiencia nos dice que, hoy, con acertados consejos, buenas enseñanzas y buenos ejemplos no se conquista el corazón de la ciudadanía, sino con escándalos y programada permisividad frente al vicio. Pero, más pronto que tarde, tal desatino se acaba pagando.
Dadas sus peculiaridades, la catástrofe valenciana no puede silenciarse ni ignorarse, como sí se silencian e ignoran diariamente los asesinatos de nasciturus o las invasiones inmigratorias. Pero ya que no ignorarse, esta tragedia también irá reduciéndose al olvido gracias a la banalidad y a la venalidad mediáticas. Y del mismo modo que han cicatrizado en el imaginario popular desastres como los asesinatos terroristas, el 11-M, la erupción volcánica en la isla de La Palma, o el inhumano secuestro pandémico, así también cerrará esta debacle en el acervo histórico y en la piel social: secándose en el limbo justiciero, como un estrago más, de los muchos paridos por el nefasto Régimen del 78, saldado sin culpables.
Y así, olvidadas las desgracias en el vagón de los sobejos, enterradas las víctimas y recompensados los victimarios con un nuevo mandato político, quienes celebran esta aparente sociedad del bienestar, seguirán sin querer aprender de la experiencia y del dolor; y sin querer ver que tras el consumismo hedonista se transparenta la mutación de un mundo al que las omnipotentes oligarquías financieras multinacionales han etiquetado de obsoleto. Y que, por mor de dicha obsolescencia, han tomado la firme decisión de sustituirlo por una diabólica entelequia en la cual las muchedumbres dejarán de estar constituidas por personas, sólo por cosas, objetos manipulables para usar y tirar.
Todo, pues, seguirá el curso establecido por los amos. Se reproducirá el genocidio en todas sus variedades, la depredación sexual contra la infancia seguirá extendiéndose, los expertos profundizarán en las artificiales violencias climáticas, las inmigraciones contra natura se multiplicarán, las planificaciones bélicas se harán endémicas y la finitud de las soberanías nacionales será, al fin, una realidad. Es decir, persistirán las ingenierías económicas, demográficas y sociales proyectadas por la plutocracia globalista y ejecutadas por sus sicarios, sombras siniestras todos ellos de una especie bestial desconocida.
Y ello será de ese modo porque detrás de la molicie del consumo palpita una amenaza que la indiferente multitud no acierta a vislumbrar, un conminatorio engaño que pugna por reinstaurar a nivel ecuménico la presencia permanente de la razón extraviada, del Mal revestido de probidad paternalista. Una maldad protectora y patológica que ve en la dignidad y religiosidad individual un enemigo al que es preciso extinguir.
El caso es que, de improviso, por enésima vez, bajo el falso confort del buenismo y de la felicidad prometida por los amos, en los bienaventurados paisajes de las nuevas tecnologías y doctrinas que tienen adormecido al rebaño, la irrupción de una indeterminada gota fría nos apercibe de que en ese mundo yupi y guay en el que se ha envuelto la plebe, habita el espanto. Que lo dantesco vive prendido entre las dobleces de lo contingente.
De pronto, sí, pero durante unos pocos días, la multitud cae en la cuenta de que en los sótanos de las ciudades alegres y confiadas acechan los ardides de unas nauseabundas máscaras. Son las de los esbirros que se pasean desdeñosos y campantes entre los propios destrozos, ejecutores al servicio de quienes se han propuesto disponer del destino de las masas y disolver su evolución natural en la cultura del desprecio y de la muerte. Y son a esas máscaras del espanto, ebrias de satisfacción por el fruto de su maldad, a quienes las víctimas de hoy, los sin vida, los sin propiedades y los sin libertad ni esperanza, eligieron y reeligieron. Y a quienes, si Dios no lo remedia y Él sabe a qué precio, seguirán recompensando en un futuro sin luz, en una convivencia resentida e hipócrita, sin esperanza.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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