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Un amable lector, don Antonio Pérez Mesa, me ha escrito pidiéndome datos sobre la famosa frase de “mi Reino por un caballo” y que le informe del cómo y por qué se produjo esa frase y qué Rey era el que lo dijo… y como para mi no supone ningún esfuerzo, porque ya lo publiqué en mi obra “Los caballos de la Historia” y por capítulos se publicó también en “El Correo de España” me complace reproducirle lo que yo dejé escrito.

Aunque sí le añado una nota sobre la batalla de Bosworth, que en su momento no la introduje en mi pequeño relato.

 

¡UN CABALLO!, ¡UN CABALLO!…

¡MI REINO POR UN CABALLO!

Confieso que Shakespeare ha sido la gran debilidad de mi vida y que «Hamlet», «El rey Lear», «Macbeth», «Otelo», «Julio César», «Antonio y Cleopatra», «Romeo», «Coriolano», «Lucrecia» y «Troilo» son mis mejores amigos y compañeros. Confieso que nada ni nadie me hizo sentir como este inglés universal que a imitación de Dios recreó en sus personajes todas las pasiones humanas… Y, sin embargo, tengo que aceptar que hasta ahora no me había dado cuenta de su gran pasión por los caballos. Indudablemente Shakespeare amó a los caballos con la mismísima pasión que amó a sus entes de ficción. Sobre todo en su juventud, cuando, antes de alcanzar los treinta años, quiso dar vida a la propia Historia de Inglaterra y descubrió la «tragedia» que puede ser el hecho de vivir…

Vamos a hablar del caballo más famoso de la literatura universal junto con el quijotesco Rocinante…, aquel caballo del rey Ricardo III que costó todo un reino y por el que cambió de cabeza la misma Corona de Inglaterra.

«¡Un caballo! ¡Un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!». ¿Quién no ha oído o pronunciado estas palabras alguna vez en su vida?… Y ese caballo ¿cómo era?… Y ¿quién fue Ricardo III?… Y ¿cuándo escribió Shakespeare esta tragedia y la famosa escena del caballo?… Veamos:

La Historia dice que Ricardo III fue rey de Inglaterra entre 1483 y 1485, que su reinado fue un período de terror increíble, durante el cual el asesinato llegó a ser la cosa más normal del mundo y la famosa Torre de Londres, la antesala del cielo y el infierno. Ricardo, duque de Gloucester y hermano de Eduardo IV, nació el 2 de octubre de 1452 y murió un día de 1485, a los treinta y tres años de edad, tras la batalla de Bosworth y a manos del conde de Richmond, el futuro Enrique VII. Todo ello sucede en tiempos de la Guerra de los Treinta Años o de las Dos Rosas (la rosa blanca de los York y la rosa encarnada de los Lancaster). Según la Crónica de Hall, Ricardo era bajo de estatura, con los miembros deformes, la espalda gibosa, el hombro izquierdo más alto que el derecho, la expresión de la mirada dura y, además, perverso, colérico, envidioso y sobre todo vengativo, ambicioso y traicionero… O, como le hace decir de sí mismo el propio Shakespeare:

 

«… yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción; desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza; deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo; terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro…»

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William Shakespeare escribió La tragedia de Ricardo III en 1593 y curiosamente antes de la de Ricardo II. Contaba entonces veintinueve años. Poco después escribiría Romeo y Julieta (1596), Hamlet (1600), Otelo (1604), El rey Lear (1605), etcétera. El famoso dramaturgo, padre y madre del teatro moderno y quizá el más grande de todos los tiempos, murió en 1616, justo diez días más tarde que Miguel de Cervantes y Saavedra, a quien llegó a leer en vida.

Y ahora hablemos del caballo de Ricardo III, aunque antes, ¡Dios!, no me resisto a leer una vez más lo que dice sobre la conciencia el asesino de Jorge, el duque de Clarence, casi al comienzo de la obra:

 

«¡No quiero tener nada con ella; es una cosa peligrosa! Hace del hombre un cobarde, no puede robar sin que le acuse, no puede jurar sin que le tape la boca, no puede yacer con la mujer de su prójimo sin que le denuncie. ¡Es un espíritu ruboroso y vergonzante que se amotina en el pecho del hombre! ¡Todo lo llena de obstáculos! Una vez me hizo restituir una bolsa de oro que hallé por casualidad. Arruina al que la conserva; está desterrada de todas las villas y ciudades como cosa peligrosa, y el que tenga intención de vivir a sus anchas debe confiar en sí propio y prescindir de ella…»

 

Shakespeare habla del caballo por primera vez en la escena III del acto V, cuando Ricardo vela su última noche y los dos ejércitos están ya en formación de combate esperando el choque decisivo… Entonces el rey dice:

 

«…¡Llenadme un vaso de vino!… ¡Traedme una luz!… ¡Ensilla mi blanco Surrey para la batalla de mañana!… Y cuida de que la madera de mis lanzas sea sólida y no pese demasiado!…»

 

Luego, y tras las apariciones de los espectros, amanece («el sol no quiere dejarse ver hoy. ¡El sol frunce el ceño y enneblina a nuestras tropas!») y se produce el momento crucial de la tragedia (o sea, la batalla de Bosworth, que pone fin a la guerra de las Dos Rosas)… Es la escena IV, la última de la obra y una de las que más fama dieron a Shakespeare entonces, ahora y siempre…, aquella en que se gritan, más que se dicen, estas cosas:

 

«CATESBY. -¡Socorro! ¡Socorro, milord de Norfolk! ¡Socorro! ¡El rey ha hecho prodigios sobrehumanos de valor, oponiendo un adversario a cada peligro! ¡Su caballo ha caído muerto y combate a pie, buscando a Richmond por entre las fauces de la muerte! ¡Socorro, milord, o de lo contrario la batalla está perdida! (Fragor de lucha. Entra el rey Ricardo.)

REY RICARDO. -¡Un caballo! ¡Un caballo!. ..¡Mi reino por un caballo!

CATESBY. -¡Retiraos, milord; yo os traeré un caballo!

REY RICARDO. -¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur y quiero correr el azar de morir! ¡Creo que hay seis Richmond en el campo de batalla! ¡Cinco he matado hoy en lugar de él!… ¡Un caballo! ¡Un caballo!… ¡Mi reino por un caballo!»

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Son las últimas palabras del rey antes de morir a manos del conde de Richmond, que, naturalmente, ese día gana la Corona de Inglaterra… Son las palabras más famosas de la obra shakesperiana (junto con aquellas de Hamlet): «¡Mi reino por un caballo!»… Ese caballo al que Shakespeare llama Surrey, sin aclarar si ése es su nombre o simplemente se trata de «un surrey», es decir, un animal de la cuadra del conde de Surrey, el hijo del duque de Norfolk, que esa noche también estaba en el campamento real. En cualquier caso conviene tener presente que la palabra Surrey viene a significar en su traducción algo así como «carro ligero de cuatro ruedas», lo que encaja muy bien con las características físicas del caballo: un animal ligero de cuatro patas…, de donde puede deducirse que ciertamente Surrey fuese el nombre del famoso equino que costó un reino.

                                    Nota:

La batalla de Bosworth

La batalla de Bosworth fue la batalla decisiva de la larga disputa por el trono de Inglaterra entre las casas de York y de Lancaster conocida como la guerra de las Dos Rosas. Tuvo lugar el 22 de agosto de 1485 (según el calendario gregoriano vigente actualmente el 31 de agosto de 1485) en la rural Leicestershire (probablemente en Ambion Hill, cerca del actual poblado de Market Bosworth) entre Ricardo III, de la Casa de York, el último rey de la dinastía Plantagenet y el aspirante de la Casa de Lancaster a la corona, Enrique Tudor, más tarde Enrique VII.

Acabó con la derrota y muerte de Ricardo y el inicio de la dinastía Tudor. Históricamente, la batalla está considerada como el final de la Guerra de las dos Rosas, aunque se libraron más batallas en los años siguientes, pues hubo más aspirantes de York a la corona.  (Wikipedia)

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.