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Todo lo que rodea a una especie como la del lobo hace correr ríos de tinta desde tiempo inmemorial, inagotable filón para los mass media. Y suele presentarse el conflicto de forma bipolar: de un lado, los ganaderos; de otra, los ecologistas. Pudiera decirse que la administración desempeña aquí un papel intermedio, como de «espectadora secundaria», aunque es ella quien al final determina las medidas que se implementan, y que, dicho sea de paso, no suelen dejar demasiado bien parados a los cánidos. Este vendría a ser, grosso modo, el escenario.
Sin embargo, desde una perspectiva animalista, el debate se queda muy cojo si no se otorga su verdadero peso a determinadas cuestiones que suelen soslayar tanto las instituciones públicas como las tesis ecologistas (¡y no digamos ya los ganaderos!). Me refiero a eso que llamaré «el factor ético», y que entronca directamente con la cuestión de los derechos animales. Aproximarse al problema desde este prisma implica tener en cuenta no solo al lobo, sino al ganado del que este se alimenta, sin olvidar a otros animales que como elementos periféricos forman parte del cuadro, pues lo sufren como víctimas propiciatorias: los perros pastores.
En primer lugar, conviene diferenciar de forma clara la distinta sensibilidad que mueve a ecologistas y a animalistas, pues con demasiada frecuencia suelen compartir ambos colectivos el mismo saco, cuando la realidad dicta que las diferencias entre ambos son muchas y profundas. Con todo, no se trata desde luego de posturas antagónicas o necesariamente irreconciliables. Lejos de ser así, unas y otras se complementan, e incluso dotan de la fuerza necesaria a una causa tan noble como lo es la defensa de los animales. Pero merecen no obstante ser abordadas por separado, pues una y otra poseen entidad propia. Mientras el ecologismo clásico ―al menos por lo que a las especies silvestres respecta― ve a los animales como conjuntos biológicos con un status determinado en el medio, la ideología animalista los percibe como seres individuales, con lícitos intereses en evitar el sufrimiento, siendo como son sujetos dolientes. Nos acabamos de topar de bruces con el quid de la cuestión, pues es la capacidad para el padecimiento físico y moral el elemento clave del ideario animalista, sin el cual se desmorona este como un castillo de naipes. Asumiendo tan esencial detalle, cabría añadir incluso que muchos de los postulados ecologistas se encuentran justo frente a los animalistas, teniendo en cuenta que, ante la tesitura individuo vs. especie, no duda el ecologismo en decantarse por la segunda, aun a costa del padecimiento y la muerte de millones de los primeros.
Cimentada la escena, centrémonos en el fenómeno del lobo. Tal vez el primer aspecto que proceda ser tenido en cuenta sea la propia naturaleza del manejo del ganado en la actualidad. Los animales de abasto a los que hoy se explota, casi en su práctica totalidad, pasan sus días encerrados en sombríos barracones, por lo que apenas puede hablarse ya con propiedad de «pastoreo». Esta labor implica una dedicación exclusiva, y no parece que merezca tal nombre el hecho de dejar vacas y ovejas en el monte, a su libre albedrío, mientras los propietarios trabajan a diario en una fábrica, subiendo a los pastos los fines de semana en una suerte de «comunión con la naturaleza». Se me ocurre que, como mucho, no merece dicha variante otro calificativo que el de «pastoreo lúdico». Así las cosas, no resulta extraño que la situación sea aprovechada por los depredadores de toda la vida, los lobos, que además se han quedado sin parte de su «despensa natural», a la que el hombre se ha encargado de diezmar en algunos casos hasta la práctica desaparición. Introduciendo la cuña ética que entiendo requiere este debate, parece claro que la licitud del lobo para atacar a las ovejas es muy superior a la de los propios ganaderos para similar propósito. Porque conviene ir dejando claro que la práctica de la ganadería, incluida la extensiva, supone un ataque frontal a los derechos más elementales de los animales. Ya me dirán si no qué implica tratar a seres sensibles ―las ovejas lo son, sin duda― como simples mercancías, sin dedicar un mínimo esfuerzo a tratar de entenderlas, ponernos en su lugar. A ellas les desagrada y apetece a grandes rasgos lo mismo que a usted o que a mí. ¿Por qué habría de ser diferente? Se necesitan grandes dosis de ingenuidad ―o en su defecto, de puro y simple egoísmo― para creer que el manejo de los animales de abasto es hoy una actividad respetuosa. Los hechos están ahí para quien quiera aproximarse, libre de prejuicios y con un mínimo rigor, al fenómeno.
Manifiestan los ganaderos que el lobo afecta de manera grave a sus intereses, y no les falta razón. Pero parecen querer obviar tras esta pataleta que los lobos también tienen intereses. ¿O acaso alguien piensa que un disparo en el costado o la pérdida de la compañera sentimental son hechos inocuos para ellos? Sin ningún género de dudas, tales cosas suponen dolor físico y padecimiento emocional, y los lobos están tan interesados como podamos estarlo nosotros mismos en eludirlos. ¿Resulta proporcionada la reacción de los ganaderos al matar y destruir familias ante una pérdida que no supone para ellos sino una parte ínfima de lo que poseen? Salvo que nos abonemos a la discusión reduccionista entre ecologistas y ganaderos ―con la administración como árbitro, bastante casero en este caso―, otras muchas reflexiones deben salir a la palestra en este debate, y la ética global ocupa aquí un lugar preferente.
Precisamente su carácter global nos obliga a considerar a otros grandes olvidados: los perros. Se trata de animales usados ―en su acepción más mecanicista― hasta su extenuación. ¿Alguien se ha parado a pensar qué sucede con estos trabajadores cuando cumplen cierta edad y ya no responden con la eficacia inicial a su triste papel de «matones»? ¿Cumplen las instituciones públicas la normativa proteccionista en tales casos? Los mastines destinados a disuadir con su imponente presencia a los lobos apenas pasan de ser burdas herramientas de las que el dueño del rebaño se deshará a la que no satisfaga sus expectativas. Un torpe disparo, una cuerda al cuello, o lanzarlo vivo a una sima son demasiadas veces los expeditivos métodos empleados por los ganaderos para eliminar el «material viejo».
Como se ve, el tema da para mucho. A poco interés que tengamos en un análisis completo y honesto de la situación, aparecen efectos colaterales por doquier. Mención especial merece, por ejemplo, la execrable actitud de quienes, no contentos con esclavizar animales y disparar sobre aquellos que no pretenden sino su condumio diario, se valen de individuos muertos y heridos para llamar la atención de los medios en ciertas reivindicaciones urbanas, en un comportamiento que raya con la perversión moral.
Cabría decir, por último, que no estaría mal que las diferentes instituciones competentes en la materia ―suelen ser las diputaciones provinciales― nos explicaran con claridad diáfana en qué situaciones entienden ellas que está justificado agredir a los animales. Porque la legítima defensa bien puede ser una. Aunque cuesta horrores entonces colocar en el mismo epígrafe a la cría de faisanes con el único objetivo de que una horda de ociosos domingueros con licencia para matar la emprendan a tiros con ellos, en lo más parecido a un fusilamiento sumario.
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