20/09/2024 05:07
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Un amigo me sopló que Guardiola emplea a físicos para planificar sus partidos. Descifrando los datos del juego y las analizando variables de cada ocasión. Quizás esa sea la razón por la que los purísimos doctores del fútbol le consideran el mejor entrenador del mundo. Sumos sacerdotes de la táctica, casi se diría que el juego les molesta, y que a cambio preferirían una partida de ajedrez estratégica entre los entrenadores. Ellos peor que nadie, los especialistas, han sido incapaces de entender el hito que en los últimos meses ha alumbrado repetidamente el Real Madrid en su estadio disfrazado de sucesivas e inverosímiles remontadas en Champions. Frente a su incomprensión revestida bajo la torpe forma de tópicos mal conjugados, se erige una figura como la de Jorge Valdano: antes futbolista y ahora comentarista-aedo que canta las victorias blancas en continuidad con lo que Homero hizo con la Guerra de Troya. Porque el fútbol, como en todo aquello que de verdad merece la pena en la vida, es mucho más poético e intuitivo que matemático y determinista.

Un equipo en transición: velando el cadáver de Cristiano Ronaldo y calentando el asiento para Kylian Mbappé. Eso era el Real Madrid para muchos a principios de temporada: una plantilla envejecida con viejas glorias y grandes fiascos cobrando sus últimos salarios como agradecimiento por los servicios prestados antes de la larga marcha hacia el yate y la jubilación. Con un entrenador, Ancelotti, que no es ni un celoso táctico, a lo Simeone, ni un rígido autoritario, a lo Mourinho, al que sin embargo todos aquellos tertulianos que llevan la temporada entera tratando de hacerle la cama ahora reverencian por ser el único en la historia capaz de ganar la liga en los cinco países más relevantes del continente. Además de con un modelo obsoleto y hasta fetichista, el madridista, frente a los equipos respaldados por Estados y financiados con el dinero de todos los jerarcas y jeques que en el mundo son. Ya sabemos de qué manera acaba esa historia: teñida de blanca gloria y elocuentes silencios de resignación blaugrana.

Si la temporada 2021-2022, en la que el Real Madrid se ha consagrado como ganador indiscutible de la liga y heroico finalista de la Champions, tiene un género narrativo ese ha sido sin duda alguna el western. Igual que en algunos de los más grandes títulos tales como Río Bravo (1959) o Centauros del Desierto (1956), en el equipo de Ancelotti confluyen todas las edades: recién llegados como Camavinga, veteranos como Modric, promesas mundiales como Vinicius, jugadores pletóricos como Courtois, profesionales eficaces como Casemiro o pistoleros en estado de gracia como Benzema. Un espejo en el que cada aficionado puede mirarse y decir, como en aquel viejo grabado medieval, “donde tú estás yo estuve, donde yo estoy tú estarás”. Reconociendo el paso del tiempo sin lamentarse: el fútbol ayuda a reconciliarse con la vida y con la muerte, con la victoria y con la derrota, con la amistad y con el dolor, con la buena suerte y con la desdicha. Todo ello se halla presente en el césped, para el que sabe mirar.

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11 hombres contra 11 hombres tratando de meter el balón más veces que el rival en la portería contraria: en eso consiste este deporte tan delicioso como estúpido y no en un subproducto degradado del balonmano, que es lo que pretenden los “modernos” con sus letanías estratégicas y su jerga táctica más propia de economistas que de dirigentes de un grupo humano. “El fútbol es un estado de ánimo”, reza el aserto del poeta Valdano. Y no hay emoción más embriagadora, si hablamos del verdadero rey de los deportes, que el éxtasis blanco de una remontada épica.

El Paris Saint-Germain, el Chelsea y el Manchester City pueden atestiguar, puesto que sus lágrimas riegan el verde, que 90 minutos en el estadio Santiago Bernabéu suponen, en algunas ocasiones, una experiencia religiosa en la que encarna el misterio de lo inefable. Fe, sincronicidad y esperanza, para unos; azar, contingencia y caos, para otros; el nombre es lo de menos. Juan Villoro escribió que “dios es redondo”, y no se equivocó. En cambio, Juan Ramón Jiménez sí que estaba en el error: no “está azul”, como pensaba él, la causa primera incausada. Cromáticamente, carece de tono: es su ausencia. Dios está blanco. A por la final en París, muchachos.

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Guillermo Mas Arellano
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