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¿Cómo hemos llegado a este tiempo post-europeo? ¿De qué forma la mayor Cultura jamás alumbrada ha acabado en este estado de descomposición? ¿En qué momento la civilización que hizo de lo sublime un motivo épico y de la Verdad, la Bondad y, sobre todo, la Belleza sus valores fundamentales ha acabado sepultada bajo toneladas de Mentiras, Maldad y, especialmente, Fealdad? ¿Dónde está ese principio rector que era el Orden ahora que todo parece haber quedado en manos del Caos? Todo eso desapareció tiempo atrás. Pareciera que hemos alcanzado la cumbre de la Torre de Babel. Sólo nos queda contemplar la caída. Y preguntarnos por las razones de la decadencia.

Voy a comenzar haciendo un resumen comentado de El mundo de ayer (1941), de Stefan Zweig, quizás el único libro comparable a La marcha Radetzky (1932) de su amigo y compatriota Joseph Roth y a El gatopardo (1958) de Giuseppe Tomasi di Lampedusa que nos permite entender la tragedia social, política y cultural producida en la primera mitad del siglo XX en toda su hondura. Vaya por delante que considero el libro ideal como la mejor introducción posible para nadie que quiera adentrarse en la historia del siglo XX desde una perspectiva meramente literaria: sin esas abstrusas disquisiciones filosóficas que únicamente importan a una pequeña minoría lectora. Porque lo que hizo Zweig fue levantar una memoria del mundo al que pertenecía, cuya generación de excepcionales literatos cerraban y culminaban, con una crónica impecable de varias décadas. Su libro, leído en nuestros días, mantiene impresa la grandeza trágica de una necrológica bella y terrible.

Así, en el primer capítulo, titulado El mundo de la seguridad, Zweig situa geográficamente a su generación en su Viena natal al tiempo que introduce una idea clave del libro: el concepto de supranacionalidad. Se trata de un ideal burgués especialmente defendido por el pueblo sin patria más importante de la historia: los judíos, entre los que se incluía el propio autor austriaco. Como él mismo comienza escribiendo: “Toda una generación, la nuestra, es la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia. Cada uno de nosotros, hasta el más pequeño e insignificante, ha visto su más íntima existencia sacudida por unas convulsiones volcánicas —casi ininterrumpidas— que han hecho temblar nuestra tierra europea; y en medio de esa multitud infinita, no puedo atribuirme más protagonismo que el de haberme encontrado —como austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista— precisamente allí donde los seísmos han causado daños más devastadores. Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, ese no sé adónde ir que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; solo aquel que a nada está ligado a nada debe reverencia. (…). Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional de dónde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a provincia de Alemania. En la lengua en la que había escrito y en la tierra en la que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido mi patria propiamente dicha, la que yo había elegido, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado en dos guerras fraticidas. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca jamás sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra”.

Tal es la declaración de principios con la que se presenta Zweig en la opertura de éste libro. En ella enuncia varias cosas importantes: su persona, su deseo de erigirse como voz de una generación, la ciudad en la que se crió, la Europa con la que había soñado, el estado presente del mundo en el que escribe y la circunstancia trágica que le ha llevado a la escritura del libro. Un lamento que se extiende un poco más a lo largo del primer capítulo: “¿Qué no hemos visto no hemos sufrido, no hemos vivido? Hemos recorrido de cabo a rabo el catálogo de todas las calamidades imaginables. Yo mismo, por ejemplo, he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad, y cada una de ellas la viví en un bando diferente: una en el alemán y otra en el antilemán. Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de libertad indiviual y, después, su nivel más bajo desde siglos. (…). He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad. Después de siglos nos estaban reservadas de nuevo guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos indiscriminados y bombardeos de ciudades indefensas; bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no conozcan las futuras. Sin embargo, por una extraña paradoja, en el mismo lapso de tiempo en que nuestro mundo retrocedía un milenio en la moral, también he visto a la misma humanidad elevarse hasta alturas insospechadas en lo que a técnica y el intelecto se refiere”.

Varias aseveraciones merecen, aquí, un comentario. Zweig destaca el nacionalismo por encima de otros totalitarismos: fascismo, bolchevismo (o comunismo soviético) y nacionalsocialismo. Hay que entender que el nacionalismo es en buena medida una reacción contra el socialismo internacionalista en general y contra el capitalismo antinacionalista en particular. Tal y como apunta Albiac: “El sentido, pues, sería la clave: la fijación de finalidades que la nación materializa y en función de cuya preeminencia todo sacrificio es exigible”. Para añadir: “El nazismo no es más que una forma administrativamente centralizada —esto es, socialista— del nacionalismo”. Pero será precisamente de una conjunción entre nacionalismo y socialismo de donde saldrá la quimera bajo cuyas fauces perecerá Europa: el nacionalsocialismo.

Siguiendo lo que señala Albiac, el nacionalismo es una sustitución de la teología, con sus “mitologías nacionales” secularizadas. De él emanan el resto de totalitarismos del siglo XX, de catastróficas consecuencias. Llama la atención como Zweig etiqueta de inhumanos algunos de los propósitos de los totalitarismos antes citados. Declaración contradictoria, sí, al tiempo, reconoce en las catástrofes del siglo XX las pulsiones asesinas que siempre han anidado bajo la condición humana, y que Zweig debía conocer como lector inteligentísimo, amigo personal y biógrafo de Freud. Una contradicción ideológica que carece de lógica y que pone, por primera vez de manifiesto una tara de la visión que adopta Zweig en éste libro: la idealización de los valores europeos y de la sociedad que le tocó en solfa vivir. Además de la simpatía más que evidente por los valores materialistas de la burguesía europea de origen veneciano y flamenco que nació, precisamente, de la muerte de la espiritualidad que había sustentado la Cristiandad medieval.

El aviso que lanza también al futuro es digno de ser tenido en cuenta y conecta con otro tema tratado en su texto: atender al pasado es necesario para cuidar el presente y dar continuidad a lo recibido proyectándolo en el futuro. Si Zweig señala a los nacionalismos como drama del siglo pasado, resulta alarmante la continuidad que tienen hoy los mismos en muchos países de dentro y de fuera de la Europa geográfica. A diferencia del patriotismo, el nacionalismo no es más que una ideología Moderna que, como tal, pretende ocupar el lugar dejado por la religión. El peligro, pues, sigue latente: en España, basta con atender a la actualidad referente a Cataluña o al País Vasco para constatar la pervivencia de dicho sustrato tribal en nuestra cultura. El nacionalismo pretende reducir la Historia a un conjunto de historias despojadas de toda su sacralidad pero elevadas a la categoría de mito. Su método de identificación parte de la diferenciación con el otro. Se trata de un proceso negativo de construcción: no alienta valor alguno. Se basa en categorías positivistas propias de la antropología cientificista del siglo XIX, relacionadas con la etnia y la sangre.

Por último, señala Zweig como el retroceso moral contrasta con el avance técnico e intelectual. Luis Racionero diseccionó en el año 2000, que abría un siglo nuevo, éste asunto con su libro El progreso decadente. Como señala en la introducción: “Visto desde lo material es un período de progreso indiscutible —en innovaciones tecnológicas, en nivel de vida—; mirado desde lo intelectual es un siglo de estancamiento en la filosofía y en el arte, que no en la ciencia; para lo moral es un siglo detestable, bárbaro, inhumano, con dos guerras globales, dictaduras, racismo y terrorismo. La ciencia ha progresado, la ética ha regresado y el arte titubea”. Así es el mundo nacido de la muerte de Europa: aquel que ha dejado de controlar la técnica para empezar a ser controlado por ella. Donde los hombres ya no usan las máquinas sino que son utilizados por las máquinas.

De nuevo la lucidez de Zweig pasma: haciendo una reflexión aún válida para las puertas del siglo XXI. De hecho y como él mismo reconoce: “Pero si con nuestro testimonio logramos transmitir a la próxima generación aunque sea una pavesa de sus cenizas, nuestro esfuerzo no habrá sido del todo vano”. Y cierra el capítulo con una suerte de invocación a la musa, abriendo así el tono épico de una epopeya con inevitable final trágico: “Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mi y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad!”. En el primer capítulo El mundo de la seguridad, Zweig nos introduce el “mundo de ayer” en el que se crió. Escribe: “Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón. (…) El idealismo liberal, estaba convencido de ir por camino el recto e infalible hacia el mejor de los mundos. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad era menor de edad y no lo bastante ilustrada”.

Tal y como apunta, el progreso era entendido casi como una religión en una “sociedad abierta” (Popper), proto-socialdemócrata y tendente a la supranacionalidad. En ese sentido, Zweig no está capacitado para entender hasta qué punto fue ese materialismo humanista el que pudo alimentar a las ideologías modernas que terminarían por destruir Europa: “Creían hondamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y la humanidad, esos bienes supremos”. Por primera vez en el texto aparece el contemporáneo más ilustre de Zweig: Sigmund Freud. Un hombre comprometido que, en buena medida, se limitó a establecer una Ley similar a la hebraica solo que trasladada a propósito de su gran descubrimiento: el subconsciente. Algo que estudiaría, como más tarde denunciaría Guénon, mediante una inversión satánica que pretendía profundizar en lo subterráneo del ser humano. En el sentido literal del término, se trata de lo infernal. El psicoanálisis es también otro testimonio más de la decadencia de los tiempos: la reducción psicologista, moralista y sexual de todos los males espirituales que aquejan a los hombres.

Zweig habla de Freud a propósito del siguiente comentario: “Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cada nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros que cada día esperábamos una atrocidad más bestial que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la idea de educar moralmente al hombre”. Y ahí entra el padre del psicoanálisis: “Tuvimos que darle la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno”. Para concluir: “Hemos tenido que acostumbrarnos a vivir sin derechos, sin libertad, sin seguridad. (…). Renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres”. ¿En qué consistía dicha religión? “Su fe en el progreso rápido y duradero de la humanidad”. El propio Zweig guardaba, aún, esa misma fe de sus padres: “Me consuelo pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante”. Freud no lo habría firmado. Nosotros, a la luz de los acontecimientos, seguramente tampoco.

Así, mientras plantea un mundo de creciente burguesía, amplia tolerancia y fuerte puritanismo que recula en constante retroceso, introduce la cuestión de por qué florecieron, entonces, tantos judíos cargados de altas dotes artísticas, como él mismo: “Algo del judío trata de huir de lo moralmente dudoso, de lo adverso, mezquino y poco intelectual, inherente a todo comercio, a toda actividad puramente mercantil, y aspira a ascender a la esfera más pura, no materialista, del espíritu, como si quisiera, en términos wagnerianos, redimirse a sí mismo, ya toda la raza, y a la maldición del dinero”. Es decir, que muchos judíos buscaban dedicarse a las artes como método de desautomatización del viejo tópico del judío como comerciante avaro. Lástima que a los antisemitas les importe la verdad tan poco y que muchos judíos les den a veces la razón con su actitud acomplejada por siglos de opresión.

Sobre la emblemática Viena apunta que “En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado como en Viena”. Pero ello no les inducía al nacionalismo ni al desprecio de otras nacionalidades: “el ciudadano, inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmopolita, para convertirse en ciudadano del mundo”. Esa es la esencia de una Europa conformada por lo que hoy llamamos naciones: en su multiplicidad nacida de una raíz común y de unos valores inalienables (Verdad, Bondad, Belleza, Orden) reside su incomparable grandeza. Zweig describe a los vieneses como hedonistas de la mejor tradición epicúrea, esto es, en una justa medida aristotélica: “Amantes de la buena cocina, preocupados por el buen vino, la joven cerveza amarga, los dulces y las tartas abundantes, los habitantes de esta ciudad también eran muy exigentes en otros placeres, más refinados. Interpretar música, bailar, actuar en el escenario, conversar, exhibir modales elegantes y obsequiosos en el comportamiento, todo eso se cultivaba como un arte especial”. Y después, pasa a ensalzar el delirio colectivo por el teatro como método, no ya de entretenimiento masivo, sino de aprendizaje personal para cada uno de sus espectadores. Algo que contrasta de manera muy elocuente con la actual frivolidad con la que los organismos oficiales y la cultura de masas tratan el patrimonio artístico europeo. Concluye: “uno no era auténticamente vienés sin el amor por la cultura, sin ese sentido que le permitía analizar a la vez que gozar de esa superficialidad sacratísima de la vida”.

A medida que el capítulo se precipita sobre su final se incrementa lo hiperbólico de la descripción cultural: “Su cultura era una síntesis de todas las culturas occidentales. (…). En ningún otro lugar como en ese era más fácil ser europeo”. Pero ese mundo estaba condenado a la desaparición y así lo anuncia también Zweig: “El odio de un país a otro, de un pueblo a otro, de una masa a otra, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, no se separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de rebaño y de masa no era tan repugnantemente fuerte en la vida pública como hoy; la libertad de acción era considerado como algo natural y obvio; la tolerancia no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino que era ponderada como una virtud ética”.

Termina el primer capítulo, esa brillante reconstrucción de su “mundo de ayer”, con el mismo tono elegíaco con el que comienza: “Nosotros, perseguidos a través de los rápidos de la vida, nosotros, arrancados de todas las raíces que nos unen a los nuestros,  nosotros, que siempre empezamos de nuevo cuando nos empujan para un final, nosotros, víctimas y, sin embargo, también servidores voluntarios de fuerzas místicas desconocidas, nosotros, para quien el bienestar se ha convertido en una leyenda y la seguridad en un sueño infantil, hemos sentido la tensión de un polo a otro y el escalofrío de las cosas eternamente nuevas hasta el último polo de nuestro ser. Cada hora de nuestros años estaba unida al destino del mundo. Sufriendo y gozando, hemos sufrido el tiempo y la historia mucho más allá de nuestra pequeña existencia, mientras que ellos se limitaban a si mismos. Por eso cada uno de nosotros, hasta el más insignificante de nuestra generación, sabe hoy en día mil veces más de las realidades de la vida que los más sabios de nuestros antepasados. pero nada nos fue regalado: hemos tenido que pagar por ello su precio total y real”.

El segundo capítulo, La escuela del siglo pasado, sigue un poco en el mismo tono. Sobre los famosos Cafés vieneses nos dice: “El Café vienés es una institución muy especial, difícilmente comparable con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo. Se trata, de hecho, de una especie de club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y dónde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas”. En cuanto a la importancia de otras actividades como el deporte, aunque todas ellas a la sombra siempre de las actividades artísticas y culturales. “Lo que uno ha descuidado en lo referente a sus músculos, aún puede recuperarlo algún día, mientras que el impulso espiritual, la capacidad de captar del espíritu, tan sólo se adquiere en los decisivos años de formación y sólo aquel que ha aprendido a expandir su alma a los cuatro vientos a tiempo, es capaz más tarde de abarcar el mundo entero”.

Sin embargo, como presa de una extraña maldición, el nuevo siglo trajo nuevas amenazas para aquel “mundo de ayer”. En palabras de Zweig: “Las masas, que durante decenios habían cedido, calladas y dóciles, el dominio a la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo exigía un nuevo orden, una nueva era”. Y ese ambiente turbulento de revueltas e insurrecciones populares ejerció de caldo de cultivo para un radicalismo político al que Zweig pone nombres apellidos: Karl Lueger. Se trata de un político que concurrió a las elecciones en Austria con algunas de las mismas consignas en su programa político de las que utilizaría, años después, Adolf Hitler. Un programa nacionalista que, dentro de nuestras fronteras nacionales, podría encontrar un parangón evidente,  con el PNV de Sabino Arana, tal y como lo demostró Ignacio Gómez de Liaño en su libro Democracia, Islam y Nacionalismo.

Que Hitler terminase, tras varias peripecias, ganando las elecciones y Lueger no sólo pone de relieve que aunque la ideología nazi llevase centurias anclada en su antisemitismo y en su rencor de clase, todavía necesitaba de la crisis de posguerra mundial para bullir en un ambiente cerrado como una olla a presión. También demuestra la ausencia de ideas perennialistas en el programa nazi. Escribe Zweig: “Era exactamente la misma capa social asustada que más adelante congregó a su lado, como primera gran masa, Adolf Hitler, y Karl Lueger le sirvió de modelo también en otro sentido: le enseño lo manipulable que era el lema antisemita, que ofrecía a los descontentos círculos pequeñoburgueses un adversario palpable y, por otro lado, imperceptiblemente desviaba el odio por los grandes terratenientes y la riqueza feudal”.

De nuevo pone Zweig punto final al capítulo con un testimonio generacional escrito en primera persona del plural: “La ciudad hervía durante las elecciones y nosotros íbamos a la biblioteca. Las masas se levantaban y nosotros escribíamos versos y discutíamos de poesía. No veíamos las señales del fuego en la pared (…); saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual”.

El capítulo 2 se cierra. En él ha tratado Zweig el desprecio a los jóvenes que tenían los más veteranos de la sociedad. Una sociedad que no consideraba a nadie respetable antes de los 40 años, a diferencia al culto a la juventud propio de las generaciones nacidas a partir del Mayo del 68 y alimentadas por la anticultura contracultural. Sin embargo, aparecía algo novedoso en ésta sociedad: una generación deseosa de superar a sus mayores, ambiciosa y cargada de ilusiones. La generación del propio Zweig, con miembros destacados como Hugo von Hofmannsthal, Otto Waininger, Elías Canetti o Rainer Maria Rilke.  Se trata de la célebre Mitteleuropa imperial estudiada por Roberto Calasso o Claudio Magris. Ese cambio generacional lo cifra Zweig al inicio del tercer capítulo —Eros matutinus—: “la emancipación de la mujer, el psicoanálisis freudiano, la educación física, la emancipación de los jóvenes”. Sobre las diferencias con respecto de la época anterior de moral victoriana, apunta: “aquella época rehuía medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de inseguridad interior”. E introduce la crítica freudiana, tan inentendible hoy sin el conocimiento del contexto social en que se dio: “A nosotros, que desde Freud sabemos que quien trata de expulsar de su conciencia los impulsos naturales en realidad no los suprime, sino que los desplaza peligrosamente al subconsciente, nos resulta fácil reírnos de la contumacia de aquella técnica de ocultación”.

Ahonda un poco más Zweig sobre la sexualidad: “A causa de esta represión entre los jóvenes, en todos los estratos sociales se percibía una sobreexcitación subterránea que repercutía en ellos de forma infantil y desvalida. (…). Y es que sólo lo que no se tiene estimula el apetito, solo lo que está prohibido incita al deseo, y cuantas menos cosas veían los ojos y oían las orejas, tanto más fantaseaba el pensamiento. (…) Sentimos instintivamente que, con su silencio y ocultación, esa falsa moral nos quería quitar algo que en justicia pertenecía a nuestra edad y que sacrificaba nuestros deseos de probidad a una convención que se había vuelto falsa hace tiempo”. El puritanismo sexual propio de las sociedades no-católicas y que hoy nos invade por culpa de la hegemonía cultural anglosajona también era un problema entonces, aunque transmitido por otras vías y denunciado por otras razones bien distintas.

En el fragmento anterior se observa como la atenta e intensa lectura de Freud, confirmada por la experiencia individual propia, y la colectiva generacional, habían marcado la mirada de Zweig sobre el puritanismo sexual de su tiempo. Y de éste tema pasa a otro bastante afín que tiene relación, precisamente, con el psicoanálisis. Porque la mayoría de los clientes que recibían un tratamiento por Freud o por sus discípulos, eran mujeres. Y de las mujeres escribe Zweig: “Pero así es como la sociedad de entonces quería a las muchachas: necias y desinformadas, bien educadas e ignorantes, curiosas y vergonzosas, inseguras e inútiles, marcadas desde el principio por una educación ajena a la vida, para que después se dejaran llevar abúlicamente al matrimonio y se dejaran modelar por el hombre. La sociedad parecía protegerlas como símbolo de su ideal secreto, como símbolo de la honestidad femenina, de la virginidad, de la espiritualidad”.

Pocas páginas más agudas podemos encontrar en la Historia de la Literatura sobre la situación de la mujer en el pasado. Tema atosigante y vampirizador en nuestros días, entonces venía justificado por una desigualdad real manifiesta en todos los ámbitos de la sociedad. La situación de las mujeres en el mundo burgués, retratada con escasa empatía por los grandes nombres de la novela clásica del siglo XIX, aún tendrían que esperar a la aparición del cine (como ha señalado Ángel Faretta), precisamente de la mano de muchos nombres provenientes de ese mundo austriaco, para poder expresar su frustración en términos artísticos. Más adelante escribirá Zweig una brillante metáfora sobre ese puritanismo encorsetador: “Así como las ciudades, con sus comercios lujosos y sus paseos elegantes, esconden, bajo sus casas limpias y barridas, canalizaciones subterráneas a las que se desvía la suciedad de las cloacas, así también toda la vida sexual de los jóvenes debía transcurrir invisible bajo la superficie moral de la sociedad”.

Finaliza el capítulo Zweig con otra reflexión acerca de las oportunidades entre las que, poco a poco, se iba abriendo paso su generación: “Cierto que, como ciudadanos, gozamos de más libertad que la sociedad actual, que está obligada a prestar el servicio militar, el servicio social y, en algunos países, a profesar ideologías de masas, una generación que, en resumidas cuentas, ha sido entregada a la arbitrariedad de una estúpida política mundial. Podíamos dedicarnos sin trabas a nuestro arte predilecto, seguir nuestras inclinaciones intelectuales, moldear nuestra vida privada de un modo más individual y personal. Podíamos vivir más a lo cosmopolita, el mundo se abría ante nosotros. Podíamos viajar sin pasaporte ni permiso adonde nos diera la gana, nadie nos examinaba por razón de ideología, raza, origen o religión. Teníamos en verdad inmensamente más libertad individual, y no sólo la amábamos, sino que también la utilizábamos”.

El siguiente capítulo es presentado de la siguiente forma: “En resumidas cuentas, la universidad acabó dándome lo único que quería de ella: unos cuantos años de total libertad para vivir a mi antojo y consagrarme al arte: universitas vitae”. “Universitas vitae” es el nombre del capítulo donde Zweig narra su paso y graduación en la Universidad. Sin embargo, Zweig nunca fue uno de esos que padecen “titulitis”, como evidencia el siguiente aserto: “sigo convencido hasta hoy de que se puede ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto”. Un poco más adelante y con más seriedad introduce Zweig a uno de los personajes más determinantes sobre su biografía. Un hombre con visión, voz y aspecto de profeta: “Theodor Herzl había tenido en París una experiencia que le afectó hondamente, uno de esos momentos que transforman toda una vida: había asistido como corresponsal a la degradación pública de Alfred Dreyfus, había visto como le arrancaban las charreteras mientras éste, pálido, gritaba a viva voz: ¡Soy inocente! Y en el fondo de su corazón había sabido en ese instante que Dreyfus en efecto era inocente y que lo habían hecho culpable de aquella tremenda sospecha de traición sencillamente por el simple hecho de ser judío. (…). Pero en el instante de la degradación de Dreyfus, el pensamiento del eterno exilio de su pueblo se le clavó en el pecho como un puñal. Si la segregación es inevitable, se decía a si mismo, que sea total. Si la humillación tiene que ser nuestro destino eterno, ¡aceptémosla con orgullo! Si sufrimos por ser apátridas, ¡creémonos una patria nosotros mismos! Y así publicó el opúsculo El estado judío en el que proclamaba que para el pueblo judío era imposible cualquier intento de asimilación, cualquier expectativa de tolerancia total. Era preciso fundar una nueva patria, la propia, en la vieja Palestina”.

Así es como Theodor Herzl formuló una idea predecesora directa del actual Estado de Israel, topándose con muchas de las reticencias que siempre han acompañado la creación de ese territorio. Precisamente el pueblo judío mejor que nadie demuestra, en su vertiente no-internacionalista, cuan necesario es para todo pueblo disponer de una tierra fija para poder legitimar su identidad cultural. Como se ve a continuación: “Recuerdo perfectamente la estupefación y el enojo general de los círculos judeo-burgueses de Viena. ¿Qué le ha ocurrido, decían, a ese escritor por lo general tan agudo, juicioso y culto? ¿Qué tonterías dice y escribe? ¿Para qué debemos ir a Palestina? Nuestra lengua es el alemán y no el hebreo, nuestra patria es la bella Austria. (…) Viena, la ciudad en la que se creía más seguro debido a su popularidad de muchos años, lo abandonaba, mofándose incluso de él. Pero luego la respuesta retumbo de pronto con tanta furia y éxtasis que, con unas docenas de páginas, había promovido un movimiento tan fuerte y que lo superaba. La respuesta no vino de los judíos burgueses del Oeste, bien situados y acomodados, sino de las ingentes masas el Este, del proletariado de los guetos de Galizia, Polonia y Rusia. Sin sospecharlo, Herzl había avivado las ascuas del judaísmo que ardían bajo las cenizas del exilio: el milenario sueño mesiánico de retorno a la Tierra Prometida, confirmado por los libros sagrados; había avivado esa esperanza que era al mismo tiempo certeza religiosa, la única que daba sentido a la vida de millones de personas pisoteadas y esclavizadas”.

Eso había conseguido Herzl: aunar a un grupo disperso que, sin embargo, era calumniado en toda Europa sin que nadie pagase un precio por ello. Anticipándose a lo que vendría e ideando, ya entonces, lo que tenían que hacer. Mientras Herzl era enterrado deshonrado por la imagen pública que la sociedad vienesa tenía de él, Zweig se preguntaba si aquel sabio al que había tenido la oportunidad de conocer en sus últimos años no tendría razón acerca de lo que el pueblo judío tenía que hacer. Y mientras, comienza Zweig a contactar con algunos de los grandes europeos de su época a los que trató y con los que compartía una idea afín de Europa. Emile Verhaeren sería uno de esos poetas menos desconocidos, que Zweig tradujo para difundir mejor, mientras que Richard Strauss o Rainer Maria Rilke pertenecen al grupo de artistas que han pasado a la posteridad y que Zweig trató.

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En el capítulo sobre París, mientras Zweig disfruta de su vida en la ciudad, otro de los epicentro del mundo entonces, quizás el único a la altura de Viena en aquellas décadas, vuelve al tono elegíaco: “Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida. Nosotros, sin embargo, que todavía conocimos el mundo de la libertad individual, sabemos, y podemos dar fe de ello, que en otros tiempos Europa disfrutó de su juego de colores caleidoscópico. Y nos estremecemos al ver cómo nuestro mundo se ha entenebrecido, esclavizado y encarcelado gracias a su furia suicida”.

Zweig sigue frecuentando a artistas como Rodin o Rilke. Para entonces, él ya es el escritor mejor pagado del mundo: únicamente comparable por su estatus a dos titanes como William Somerset Maugham y Georges Simenon. Zweig se introduce, paulatinamente, en la sociedad francesa donde encuentra menos prejuicios raciales que en la vienesa. Escribe: “Como siempre en Francia, aquí vi demostrado de modo convincente hasta que punto una gran literatura , interesada por la verdad, devuelve a su pueblo la fuerza inmortalizadora que la ha creado, y es que todo París me era ya familiar en espíritu, gracias al arte descriptivo de los poetas, novelistas, historiadores y costumbristas, antes de que lo viera con mis propios ojos. (…) Y, sin embargo, no se conoce la parte más íntima y oculta de un pueblo o una ciudad a través de los libros, ni siquiera a través de paseos incansables, sino única y exclusivamente a través de sus mejores hombres”.

Queriéndolo o no, Zweig cifra, aquí, lo que él mismo hace con su reconstrucción de “el mundo de ayer”: hacer que lo conozcamos sin la necesidad —ni la (obvia) posibilidad— de viajar hasta allí. Su encuentro con Rodin le lleva a una revelación artística: “Los grandes momentos se hallan siempre más allá del tiempo”, anuncia. Y prosigue: “En aquella hora había visto revelarse el secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista. Había aprendido algo para toda la vida”.

Sobre el racismo que percibe en su viaje a la India, escribe más adelante, pasados los capítulos Rodeos en el camino hacia mí mismo y Más allá de Europa: “Por primera vez fui testigo de la obsesión por la pureza de la raza, que ha sida más funesta para nuestro siglo que la verdadera peste de siglos anteriores”. Zweig entiende el problema de la raza, como la sociedad materialista de su tiempo, desde un punto de vista positivista, esto es, no espiritual, y por lo tanto no entiende que la sociedad de clases es tan cruel como la peor sociedad de castas por estar igual de rígidamente dispuesta sólo que sin su correlato trascendente aparejado. Poco a poco y con la llegada del nacionalsocialismo, Zweig toma conciencia de lo que se avecina para el pueblo judío y tantas otras minorías étnicas. Mientras disfruta de sus viajes por Europa, aumenta su colección de objetos pertenecientes a celebridades del arte y se junta con los grandes genios de su tiempo mientras prefigura su idea de Europa, no puede evitar observar con pánico lo que le rodea: “Y es que la técnica del nacionalsocialismo consistió siempre en fundar sus instintos de poder, inequívocamente egoístas, sobre bases ideológicas y pseudo-morales, y el concepto de espacio vital daba por fin una capa filosófica a su nueva voluntad de agresión: un eslogan en apariencia inofensivo —por su vaga posibilidad de definición— que, en caso de éxito, podía justificar cualquier anexión, hasta la más arbitriaria, como una necesidad ética y etnológica”. Despojada de su aristocracia, acribillada en las revoluciones del siglo XVIII, Europa ha sido conquistada por las masas y por unas élites dispuestas de espaldas a la Tradición.

Y con ese presentimiento trágico es como comienza el fin de la Europa que Zweig lleva más de 200 páginas describiendo. Así, el capítulo “Luces y sombras sobre Europa” se abra ya con una escalofriante anunciación: “Nunca había amado tanto a nuestro Viejo Mundo como en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial, nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba”. Frente a lo que venía, él rememora lo que el mundo era antes de la catástrofe: “El mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre”. En ese momento de esplendor, la luz se apaga y una honda tiniebla hace su aparición.

El ambiente de preguerras ha llegado a Europa. Por fin la técnica había logrado acabar con el reconocimiento de los mejores guerreros. En la guerra moderna, a diferencia de en la guerra tradicional, no ganan los combatientes más capaces sino aquellos que dispongan de un mayor capital económico detrás. Los mercaderes, una vez más, han sustituido a los guerreros como casta dirigente de Europa: “De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás”. Continúa: “Todo el mundo creía que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás”. Y termina: “Solo quien vivió aquella época de confianza universal sabe que, desde entonces, todo ha sido recaída y ofuscación”. Así, mientras que la guerra se desencadena Zweig va afianzando su confianza con algunas de las grandes figuras de su tiempo como Romain Rolland o el citado Sigmund Freud.

Describe cómo se entera del estallido de la guerra. Zweig está sentado en un parque leyendo mientras una orquesta reducida interpreta música. La descripción está narrada de una forma brillante: “Y así fue como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en mitad de un compás. No sabía que pieza estaba tocando la banda en aquel momento, solo noté que la melodía había cesado de golpe. Instintivamente levanté los ojos del libro. La multitud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árboles, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músicos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el concierto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca interrupción: mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acababan de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama anunciando que su Alteza Imperial, el heredero al trono y su esposa, que habían ido a Bosnia para asistir a unas maniobras militares, habían ido víctimas de un vil atentado político”.

La guerra es acogida, primeramente, con rabia y fervor, por la población de los distintos países que en ella participan. Las distintas alianzas internacionales desencadenan las mutuas declaraciones de guerra. Los periódicos intensifican su ardua labor propagandística enardeciendo los ánimos patrióticos. El nacionalismo es una máquina de vapor que carburaba a todo correr. La guerra, en parte, venía también propiciada por la política exterior norteamericana que desde 1898 estaba enfrentada con Europa, a la que quería someter políticamente y subyugar en términos culturales. Sin embargo, poco a poco y conforme la guerra se concreta, la realidad impone su agrio sabor, su rasposa textura: “Es verdad que nadie podía oponerse, pues estaba en juego la patria: y los soldados cogieron el fusil y las mujeres soltaron a sus hijos, pero ya no como antes, ya sin esa fe ciega en que el sacrificio era inevitable. Obedecían, pero no lanzaban gritos de júbilo. Iban al frente, pero ya no soñaban con ser héroes; los pueblos y los individuos habían empezado a darse cuenta de que sólo eran víctimas de la estupidez humana o política o de una fuerza del destino malévola o incomprensible”.

Zweig no se cansaba de denunciar la “mala praxis” de algunos compañeros de oficio a los que él, tal vez únicamente él si atendemos fielmente a su crónica (algo que, como se ha apuntado con posterioridad, parece desmentido), se oponía entonces con una actitud pacifista: “La verdadera misión del escritor consiste en proteger y defender lo común y universal en el hombre. Algunos, cierto, experimentaron pronto el amargo sabor del hastío de sus propias palabras, cuando se evaporó el aguardiante del primer entusiasmo. Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban con más furia y por eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón”. Es el ansia de sangre indistinguible de la condición humana, inherente a su ser, presente ya en el espesor de su propia sangre, el deseo de arrancar la ajena de su sitio. La marca de Caín que las ideologías modernas progresistas han querido desmentir propiciando, precisamente,  su mayor corroboración en forma de comunismo y nazismo. En cuanto a Romain Rolland, Zweig nos dice de él que “Por primera vez ya no parecía joven: era como si el pensamiento del horror le hubiera consumido”. Como el gran biógrafo que era, Stefan Zweig no podía dejar de hacer un retrato de sí mismo en la descripción del alma de cada uno de sus biografiados: tanto aquellos que eran sus contemporáneos como en los que estudiaba en los libros sobre el pasado.

Y así, con el horror consumiendo a Romain Rolland, Zweig concibió su gran obra literaria, su gran testamento al futuro —como prueba que hoy se esté comentando aún—: “fue naciendo dentro de mí el plan de una obra que no solo pudiera contar detalles personales, sino también exponer todas mis ideas sobre la época y la gente, sobre la catástrofe y la guerra”. Así nace, pues, El mundo de ayer. Tras conocer a Joyce y padecer multitud de peripecias, Zweig escribe desde la experiencia: “Cuanto más europea era la vidade un hombre en Europa, tanto más rumante lo castigaba el puño que aplastaba el continente”. La descripción de la derrota y de la posguerra es portentosa. La utilización de las crisis económicas para debilitar a los pueblos e imponerles medidas onerosas sigue siendo una reflexión válida en nuestros días. Zweig nos cuenta como afectó la inflación a pequeños grupos sociales. La guerra había sido devastadora, en efecto, y los veteranos tenían dificultades para adaptarse. Pero el pueblo alemán, nos cuenta Zweig, es belicoso y sabe que a veces se gana y a veces se pierde. Y entre tanto, el júbilo durante la guerra había creado un ambiente de felicidad en el país. Tampoco la guerra había afectado excesivamente a la población urbana. La crisis posterior sí que lo hizo. El marco, la moneda local, se empobreció de una manera brutal, perdiendo su valor hasta convertirse nada más que en papel pintado. Se trata de una inflación nunca antes vista pero que quizás los europeos de nuestro tiempo tendremos la desgracia de conocer en un futuro no muy lejano. En muchas partes de Alemania y de Austria se regresó a la peor versión del medioevo con sistemas de trueques. La miseria cundía multiforme mientras los países victoriosos se repartían el botín arrebatado al enemigo. Sobre todo, Estados Unidos: una nación más poderosa en tanto que sus homólogos Europeos se debilitaban. Como un hijo que freudianamente matara a su padre, los Estados Unidos imponían su voluntad sobre la más grande civilización jamás alumbrada. Concluye Zweig que “nada envenenó tanto al pueblo alemán, nada encendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación”.

Merece la pena recordar que tanto en sus ensayos de divulgación histórica, en sus novelas y en sus biografías  de escritores y otros personajes célebres, Zweig fue uno de los escritores más famosos del mundo. Gracias a lo cual pudo vivir con opulencia, financiando viajes por todo el globo. Así, conocía a los escritores más famosos del mundo en largas estancias en el extranjero. Compraba objetos de los personajes más célebres de la historia o primeras ediciones de grandes libros. Fetichista irredento, coleccionista empedernido y amante de la cultura en su sentido más físico, nada de eso se puede entender sin su éxito literario. Por eso, merece la pena atender a una observación literaria que hace, no exenta de polémica: “En una novela, una biografía, o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Solo un libro que no cese de mantener su nivel página a página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos están llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos. Incluso en las más famosas obras maestras de los clásicos me molestan los abundantes pasajes arenosos y monótonos, y muchas veces he expuesto a los editores el osado proyecto de publicar un día toda la literatura universal en una serie sinóptica, desde Homero hasta La montaña mágica, pasando por Balzac y Dostoievski, con cortes drásticos de pasajes superfluos concretos; entonces todas esas obras, que sin duda poseen un contenido intemporal, podrían volver a infundir vida a nuestra época”.

Más adelante se permite Zweig volver sobre el tema de la inspiración: “Ni siquiera el poeta, ni el músico, podrán explicar a posteriori el instante de su inspiración. Una vez concluida la creación, el artista ignora por completo su origen, desarrollo y evolución”. Porque “Nunca, o casi nunca, es capaz de explicar cómo las palabras, al elevar su sentido, se han unido en una estrofa, como unos sonidos aislados han engendrado melodías que luego resuenan durante siglos”.  Mientras tanto, Zweig viaja por Italia y Rusia, conociendo de primera mano cómo es vivir bajo la bota de los totalitarismos. Se traslada a Salzburgo y continúa viajando por una Europa que, según se creía, había aprendido de la experiencia devastadora de la guerra para no volver a caer en los mismos errores. En sus viajes, conoce a Benedetto Croce, visita la tumba de León Tolstoi, traba amistad con Máximo Gorki y, a propósito de su 50 cumpleaños realiza la siguiente reflexión: “Cuando la vida obliga a alguien a ir febrilmente de un lado a otro él anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión. Así, el día de mi 50 cumpleaños en el fondo de mi corazón solo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan solo a seguir sino a empezar de cero”.

El final del libro se precipita y escribe Zweig: “Obedeciendo a una ley inexorable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época. Por esa razón no recuerdo cuando oí por por primera vez el nombre de Adolf Hitler, ese nombre que ya desde hace años nos vemos obligados a recordar o pronunciar en relación con cualquier cosa todos los días, casi cada segundo, el nombre del hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo que cualquier otro en todos los tiempos”. Medio siglo de vida para conocer el esplendor y el derrumbe de un mundo milenario que se ha amado y se ha perdido irremisiblemente.

El mito de que Adolf Hitler y los dirigentes nazis eran hombres de alta cultura es falso. Sólo que, en cierto sentido, muchos confundieron su acción política como el último intento por rescatar un mundo europeo en franca decadencia: aquel que precisamente periclitó con su derrota. Es una imagen creada en buena parte por los propios dirigentes nazis y sufragada por algunas características como su gusto por la música clásica o la cultura que puntualmente demostraron algunos de sus miembros. Pero en lo que a lecturas se refiere, la cultura nazi era un batiburrillo no bien disuelto que contaba, sí, con grandes cabezas pensantes en su bando como el caso del Premio Nobel de Literatura Knut Hamsun, pero que carecía de unos sólidos cimientos filosóficos. En cuanto a su gusto por lo esotérico, por lo legendario y por la mística, sólo puede decirse que es una consecuencia de la mitología nacionalista que estaba en la época a la que añadieron un socialismo traído directamente de las lecturas de Marx. No hay sustrato de Tradición Sapiencial alguna en dichas tentativas, por más que muchos hayan tratado de verlo así. Zweig lo explica de la siguiente manera: “La inflación, el paro, las crisis políticas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden ha sido siempre más importante que la libertad y el derecho. Y quien prometía orden desde el primer momento podía contar con cientos de miles de seguidores”.

   No, Hitler no era un intelectual ni mucho menos. Era un arribista que supo canalizar el odio de una sociedad iracunda y despechada. Con oportunismo, supo conectar con unas ideas que estaban en el ambiente y enardecer los instintos primarios del hombre. Así, el exsoldado comenzó a juntar gente en las cervecerías alemanas de Múnich. Arrastrando consigo a muchos pensadores tradicionalistas que, como en el caso de Ernst Jünger, de Louis-Ferdinand Céline, de Martin Heidegger, de Mircea Eliade o incluso de Carl Schmitt, en principio se vieron cautivados pero más tarde acabaron horrorizados por los hechos salvajes y las ideas eminentemente modernas del nacionalsocialismo. Algunos, como Julius Evola, lo vieron de manera cristalina ya desde un primer momento y por eso perdieron la fe en el fascismo mussoliniano el día que asistieron al pacto que ‘Il Duce’ había firmado con Hitler. Los nazis sabían levantar al público con un discurso e hicieron algo innovador: renovar la propaganda con métodos muy actuales y eficaces. Su éxito en la propaganda anuncia un nuevo paradigma mediático. Sin embargo, este peligro creciente no fue tomado en serio por muchos que, pasada la durísima crisis económica, pensaban que el horror de la guerra había sido un escarmiento lo suficientemente elocuente como para que a los europeos no se les ocurriera de nuevo emularlo. El historiador Ernst Nolte, sin embargo, ha determinado que con la Segunda Guerra Mundial se consuma la Guerra Civil europea que había puesto en marcha la primera. Escribe Zweig: “En 1933 y todavía en 1934 nadie creía que fuese posible una centésima, ni una milésima parte de lo que sobrevendría al cabo de unas pocas semanas”.

Éste fue el mérito real de Hitler: sin ocultar su radicalismo, hacer que todos los que temían la posibilidad de la guerra pudieran negar ese mismo radicalismo sin ser tachados por ello como locos. Más bien al contrario: “Lo más genial de Hitler fue esa táctica suya de tantear el terreno poco a poco e ir aumentando cada vez más su presión sobre una Europa que, moral y militarmente, se debilitaba por momentos”. Y así, comenzó la guerra cultural que fue solo la antesala —siempre lo es— de la guerra militar o política: “Y así, en pocas semanas, se prohibió representar obras teatrales de autores no arios o en las que hubiera intervenido de una forma u otra un judío”. Nadie, ni los socialdemócratas, ni los cristianos, ni los comunistas, pudieron hacer oposición a Hitler. Y así quien años atrás había intentado tomar el poder con un golpe de Estado, lo tomó más adelante por las urnas. Lo que debería resultar una prueba más que evidente de que las democracias pueden ser tan tiránicas como la peor dictadura: recordemos, a ese respecto, que las únicas bombas atómicas arrojadas sobre población civil fueron lanzadas por una democracia.

Sobre esos días, escribe Zweig: “Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a lacabeza ni la más remota de las imágenes de lo que me estaba aún reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a atravesar un mar tras otro,expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que ara posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada”.

Y así acaba “el mundo de ayer” que tanto amó Zweig. Entonces comenzaría un mundo nuevo del que Zweig huiría, dejando atrás su ciudad, su casa, su obra, su biblioteca, su colección de objetos antiguos; pero también a sus amigos, a sus seres queridos, y la memoria perdida de Europa. Desde esa situación mental de derrumbe es normal que al escribir su libro realizara lo que Freud llamaba “transferencia”: una proyección de afectos perdidos. Zweig proyectó, a través del libro, la pérdida de todo lo que amaba en la imagen idealizada del mundo que le habían arrebatado, el mundo que nos lega en su escritura. Por eso, es el exiliado exterior, condenado a vagar lejos de su patria, condenado a recordarla, condenado a dar memoria de ella como arma contra sus destructores.

Sí, acaba el mundo de ayer y comienza un mundo nuevo de terror: “Europa y casi el mundo entero casi han olvidado lo sagrados que eran antes los derechos de las personas y la libertad civil”. La IIGM pudo ocurrir porque nadie quería aceptar la realidad: que la guerra era inminente antes o después y que era necesario defenderse para no claudicar frente a los nuevos bárbaros. Sin embargo, para cuando llegó la guerra definitiva ya no quedaba en pie un solo Imperio que pudiera defender la verdadera faz de Europa: “Una y otra vez se pretendía hacer creer que Hitler solo quería atraer a los alemanes de los territorios fronterizos, que luego se daría por satisfecho y, en agradecimiento, exterminaría al bolchevismo; este anzuelo funcionó a la perfección”. Añade: “A Hitler le bastaba con mencionar la palabra paz en un discurso para que los periódicos olvidaran con júbilo y pasión todas las infamias cometidas y dejaran de preguntar por qué Alemania se estaba armando con tanto frenesí”. Es decir, que Hitler tenía intimidada a Europa, deseosa de creerse una pamema de paz y amor, mientras que estaba generando una regeneración económica sin precedentes gracias a la inversión pública destinada en aras de una hipotética guerra. En unos años, se produjo el milagro económico y Alemania, gracias a la expropiación y a la inversión pública, había logrado convertirse en la mayor potencia militar del mundo partiendo de un puñado de cenizas.

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El diagnóstico era, ya, inapelable: “nuestro país había caído víctima de la desolación por culpa de otros; Europa me parecía condenada a muerte por su propia locura, Europa, nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental”. Y ahí surge el dilema que laceraba a Zweig, que “no quería huir de Europa ni de la aflicción por Europa”. Al final lo hizo. Irremediablemente. Y el precio a pagar por ello fue su dignidad humana, su honor, su voluntad. A la postre, su propia vida. Porque la muerte es solo un mal menor cuando se ha perdido lo que más se ama: la capacidad del sentido. Queda el hombre derrotado frente a la masa en auge: “había estudiado demasiada historia, y escrito sobre ella, como para no saber que la gran masa siempre se inclina hacia el lado donde se halla el centro de gravedad en cada momento”. La inteligencia no es, aquí, una virtud. La virtud es el gregarismo del hombre-masa; mientras que la inteligencia lacera a un Zweig presa de su propia lucidez. Poco le podía importar ya a Zweig el destino de la guerra. Ganase o no la Alemania nacionalsocialista, la Europa que amaba estaba acabada. Era irrecuperable. Y por eso, él iba despidiéndose del mundo e ideando el testamento que legaría a la posteridad. El mundo de ayer que, quizás, solo estuviera entregando al fuego y la barbarie. Cuya motivación quizás se halle aquí contenida: “Pero si se deja constancia de esos pequeños síntomas, una época posterior podrá determinar el diagnostico clínico correcto de las circunstacias que desembocaron en el trastorno espiritual que sufrió nuestro mundo entre las dos guerras mundiales”.

Así, en el exilio londinense donde todos los intelectuales austriacos exiliados como Elias Canetti compartían barrio en Hampstead. Y Zweig buscó al interlocutor más inteligente de entre sus amigos allí presentes: Sigmund Freud. Como reconoce: “En las horas más tenebrosas una conversación con un intelectual de gran talla moral puede ofrecer un inmenso y reconfortante consuelo al alma”. Añade: “Cuando busco un símbolo para el concepto de coraje moral veo ante mí el bello, claro y humano rostro de Freud, con sus oscuros ojos de mirada sincera y serena”. El materialista Freud entendió el final de Europa de la misma forma que Zweig: con un nihilismo común.

Quizás sea ese judaísmo compartido lo que haga que, al final del libro, haga hincapié sobre esa condición de judíos exiliados. Ambos utilizan una única mirada materialista, despojada de toda trascendencia o luminosidad, para mirar su época: “Era un grupo fantasmal. Pero lo más trágico para mí era pensar que aquellas cincuenta personas maltratadas representaban sólo la dispersa y minúscula vanguardia del inmenso ejército de cinco, ocho o quizá diez millones de judíos que ya estaban a punto de marchar tras ellos, de todas las personas desposeídas y, por si eso fuera poco, pisoteadas luego por la guerra, que esperaban los envíos de las instituciones de beneficencia, los permisos de las autoridades y el dinero para el viaje, una masa gigantesca que, criminalmente espantado y huyendo con pánico del incendio hitleriano, asediaba las estaciones de tren en todas las fronteras y llenaba las cárceles, todo un pueblo expulsado al que se negaba el derecho a ser pueblo y, sin embargo, un pueblo que durante dos mil años no había deseado otra cosa que no tener que emigrar nunca más  y sentir bajo sus pies en reposo una tierra, una tierra tranquila y pacífica. Pero lo más trágico de esta tragedia judío del siglo XX era que quienes la padecían no encontraban en ella sentido ni culpa”.

Pocos meses después de la ocupación de Polonia, venida tras la invasión de Checoslovaquia, murió la madre de Stefan Zweig. Es el hecho que pone fin a estas memorias, con un curioso paralelismo que lo emparenta con la autobiografía de Canetti. Así, estalla la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia por parte de los nazis y de los soviéticos. Pero Zweig no cuenta más: el silencio es su mejor dignidad ante lo que está por venir. Podría seguir escribiendo, pero decide no hacerlo. Sencillamente calla; calla porque desde el silencio del derrotado se habla mejor. La Historia, escribió su compatriota Walter Benjamin, la escriben los vencedores. Callando, se dice todo mejor. Incluso en el caso de un escritor, la lejanía es un grado. La destrucción está a punto de certificarse. La pira está preparada para prenderlo todo. La mecha ha empezado y pronto todo será reducido a rescoldos. Ceniza, nada más. Adiós a ese Mundo de ayer desaparecido: “Y sabía que una vez más todo lo pasado estaba prescrito y todo lo realizado, destruido: Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva pero, ¡Cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía para llegar hasta ella!”.

Esa época ha llegado, ¿y ahora qué? Para Zweig, ahora la muerte. La sombra. El silencio final del materialista hundido: “Veía la sombra de otra guerra detrás de la actual. Durante todo ese tiempo, aquella sombra ya no se apartó de mí; se cernía sobre mis pensamientos noche y día; quizás su oscuro contorno se proyecta también sobre muchas páginas de éste libro. Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo ese ha vivido de verdad”. Una vez terminado el resumen, a modo de invitación y síntesis a un tiempo, volvamos, una última vez, a la filosofía. Y tratemos de entender, teniendo en cuenta aquello que Zweig ha sintetizado de forma brillante, el correlato filosófico de lo que para él es una simple tragedia en el ámbito biográfico. Para el pensador español Antonio Hernández Pérez, autor del excelente título Los protocolos del Sacro Imperio, los grandes valores europeos son: “Honor, Fidelidad, Justicia, Orden, Bien, Verdad y Belleza”. El libro de Zweig recoge mejor que ningún otro de qué forma la pira europea del siglo XX periclita ese mundo. Más allá de la necesidad de matizar ciertos matices, de remarcar ciertas diferencias y de, en definitiva, enmarcar ciertos datos biográficos y perspectivas subjetivas, las memorias del autor austriaco son el mejor testimonio que conocemos sobre la caída de un Imperio y la llegada de los bárbaros.

Hay libros que caen en tus manos en el momento preciso. Me ha ocurrido recientemente, cuando he descubierto, al tiempo que releía a Stefan Zweig, la literatura de Mauricio Wiesenthal, coincidiendo con los últimos esbozos y con la redacción del presente escrito. Wiesenthal es un autor español de nuestro tiempo. De los dos o tres mejores. Su Libro de Réquiems o El esnobismo de las golondrinas suponen un recorrido cultural por el espacio geográfico e histórico de Europa. Luz de Vísperas es una gran novela sobre la misma Viena de la que habla también Zweig. Y Rainer Maria Rilke. El vidente y lo oculto es una biografía que esconde un homenaje sentido al mundo de ayer del que hablaba Stefan Zweig, el gran referente literario en el que de manera evidente se mira Wiesenthal.

Como digo, Wiesenthal es un sabio con una prosa del más alto nivel que escribe ensayos bien documentados al tiempo que divulgativos, muy bien escritos mediante un estilo inconfundible y con una gran visión conjunta de Europa. Sus libros son un trabajo de arqueología muy recomendable para las gentes de mi generación, que lo ignoramos todo acerca de las generaciones anteriores. Él mejor que nadie prueba, a través de su obra, que ser español y ser europeo (recordemos que la Unión Europea es la “anti-Europa”) no son posturas enfrentadas sino todo lo contrario. La identidad española, que él recoge en La hispanibundia, encaja perfectamente en un cosmopolitismo europeo en plena sintonía con el expuesto por Zweig.

Cada uno de los dos escritores habla a partir de su generación: una observación que podemos extender al recientemente fallecido Roger Scruton, que comienza varios de sus ensayos hablando de su vida y de sus contemporáneos a modo de preámbulo. Y de generaciones quería yo, precisamente, hablar. Porque Wiesenthal siempre está hablando de su biografía, Llegar cuando las luces se apagan, que, sin embargo, no se puede encontrar porque no se va a publicar hasta después de la muerte de su autor, esperemos que dentro de mucho tiempo, según sus propias indicaciones. Pero él hace mucho hincapié en que nació durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, cuando Europa estaba devastada. Es decir, como ya sabemos los lectores de Zweig, cuando un mundo nuevo había sepultado el mundo anterior. Y se lamenta Wiesenthal por ser miembro de dicha generación nacida en estricta frontera entre ambos mundos: aquellos que describe Zweig en sus memorias.

Supongo que todos los hombres están condenados a padecer, primero, y lamentar, después, la estupidez de su generación. De Cicerón en adelante, ha ocurrido; de hecho, hay testimonios que afirman que el comienzo de nuestra Cultura reside en la obra de Platón. Permítaseme incurrir en el mismo error pesimista para estos tiempos post-pandémicos. Cuando la guerra ha regresado a Europa y la crisis demográfica y económica están muy presentes.  Mi generación, nuestra generación, es ignorante. Analfabeta, a un nivel funcional. Hay más epítetos para ella: manipulada, tonta, fútil y barbarizada, vive entre la más absoluta ingenuidad y la tergiversación inducida. Inducida, sí, por una educación mediocre, por un desaprovechamiento imperdonable de las nuevas tecnologías, por la falsa información vertida por unos medios de comunicación falaces, por un sentimiento de desarraigo cargado de prejuicios absurdos y conocimiento falseado, por una ideología de lo políticamente correcto que arrastra las masas y destruye a quienes quieren desarrollarse autónomamente en el intento y por un desaprovechamiento del tiempo generalizado que impide dedicarse al estudio más allá de la ambición académica o a la lectura más allá de la última obrita de moda.

Ese progreso técnico imparable que, paradójicamente y hasta que podamos enmendarlo, va acompañado de un retroceso de las humanidades es lo que Luis Racionero ha dado en llamar, con acierto, «progreso decadente». Y que cristaliza en multitud de estudiantes de carreras relacionadas con economía sin idea de arte, así como estudiantes de carreras como filosofía y similares sin ni idea de economía. La idea de antaño de transversalidad entre las distintas áreas del saber se ha extinguido con la propia noción pública del sabio como figura de prestigio, cuando el sabio, hoy, es visto como un bicho raro más digno de compasión que de elogio. El pensamiento de mi generación es un pensamiento de consignas, un aborregamiento generalizado, un desconocimiento irresponsable de la historia real, una falta de cohesión para un proyecto patriota con sentido común, un descreimiento en las instituciones democráticas que puede resultar muy peligroso a la postre y un desprecio por los símbolos oficiales comunes que se pasa de rosca en lo posmoderno.

Mi generación vive en el vituperio generalizado contra todo aquel disidente de la ideología «oficial». Una ideología malsana que solo esconde acobardamiento, aculturación y abulia ante la vida buscando un sistema que lo explique todo mágicamente en vez de conocer todos los sistemas, y escoger de ellos lo útil en contraste con la experiencia personal de cada uno. Nadie conoce ya, salvo algún viejo olvidado, las raíces clásicas o los valores cristianos que han construido Europa. Mi generación vive resentida porque el resentimiento es un núcleo de su ideología igualitarista y mediocre. Pero se verá más resentida aun cuando muchos —los más lúcidos, otros serán idiotas de por vida—, se desengañen y descubran la manipulación a la que se han visto sometidos.

Dos puntas de lanza de esa «ideología oficial» que domina mi generación son la política de géneros y la memoria histórica. La primera es una reedición de viejos totalitarismos, en versión posmoderna. Sustentada sobre el irrealismo más absoluto, que niega la naturaleza humana y los rasgos más evidentes de la vida constantemente confirmados por la experiencia. Con tintes religiosos de carácter puritano, defiende que todos los hombres nacen con el pecado original de la discriminación hacia la mujer. En un freudomarxismo evidente, como lo llamó Clouscard, crean un materialismo histórico de lucha de sexos donde la clásica superestructura económica ha dejado lugar —al parecer los neomarxistas han asumido que nadie hoy está dispuesto a renunciar a su smartphone y por eso han dejado de lado la lucha obrera— a una superestructura que denominan «heteropatriarcal» y que supuestamente lleva siglos oprimiendo a la mujer. Por ello, ahora la desigualdad jurídica, las cuotas, las subvenciones y demás beneficios están justificados como medio para subsanar ese sometimiento histórico y así propulsar el avance para una sociedad igualitaria: fin de la historia. Sin embargo, ninguna ley favorable a sus fines parece suficiente y el negocio que han montado en torno a sus consignas no tiene fin a pesar de la segregación sexual que ha traído para nosotros. A muchos nos dicen que debemos dejarnos pisar los derechos elementales como parte de una “desigualdad” positiva que es solo una pamema de la que viven muchos vagos sin talento, conocimiento ni oficio alguno.

En cuanto a la Memoria Histórica o Memoria Democrática, es la única ley que conozco en donde el Estado da una versión oficial de la historia reciente. Más allá del oxímoron que lleva en su propio lema, se trata de una ley promulgada por un partido, el PSOE, que tomó lugar en la contienda a la que hacen referencia y que sigue tomando lugar en la contienda por el mismo bando —con el que aún se identifica— por el que lo hizo entonces. Los políticos han robado el trabajo a los historiadores con ésta ley y a nadie parece molestarle demasiado. A mí, sin embargo, me recuerda a las peores costumbres del estalinismo inmortalizadas por George Orwell en su célebre novela 1984. De la sociedad norteamericana proviene un revisionismo histórico de corte neocolonial que recuerda en muchos aspectos a esa misma iconoclastia soviética. Como todo igualitarismo, liberalismo y socialismo se fundan por igual contra la aristocracia, incluso cuando defienden en contraposición la meritocracia y el reparto equitativo de los bienes. Su enemigo sigue siendo la grandeza de espíritu que busca rebatir el materialismo moderno común en el que ambas ideologías se sustentan.

A quien no comulga con esa «ideología oficial» que hace confluir al Estado y al Mercado se le llama «facha», «ultraderechista» o «fascista». Los dos primeros son términos inexactos, fruto de la vaguedad intelectual más infantil. El tercero es un término muy estudiado por historiadores como Stanley G. Payne y que se utiliza sin criterio, para calumniar, y no con un verdadero conocimiento de lo que fue el fascismo —que viene de la palabra latina fascio—: un movimiento político del siglo XX hoy afortunadamente extinto, puesto que quería dejar todos los aspectos de la vida pública y privada en manos del propio Estado: algo que, curiosamente, hoy pretenden también las feministas del Ministerio de la Igualdad. Ese afán por llamar «fascistas» a todo el que no opina como la «ideología oficial» es, precisamente, una de las características más indiscutibles que históricamente han diferenciado a los fascistas. Que vivamos en un tiempo de totalitarismo líquido, sin gulags pero con cancelación no significa, como muchos piensan, que vivamos en un régimen maravilloso de libertades abundantes. Más que nunca, hay un miedo terrible a hablar en público con honestidad.

Sí, me lamento lo indecible por la generación a la que pertenezco. A pesar de las honrosas excepciones que existen: gracias a la existencia de amigos reaccionarios que, como yo, no están dispuestos a dejarse llevar por la masa fanatizada. Y miro con envidia a esa generación de vieneses que querían exprimir a fondo la vida: disfrutando de los placeres en su justa medida, viviendo la experiencia con un profundo sentido espiritual y admirando las reliquias culturales de un pasado glorioso y tangible. Melómanos, grandes lectores, bailarines de salón, aficionados a practicar la pintura, la escritura o la música, deportistas, conocedores de historia, cosmopolitas políglotas y viajeros incansables, eruditos de gran conversación y buen humor, a un tiempo sensuales y frugales, ascetas y dandis, coleccionistas y conservadores, entregados al refinamiento, quintaesencia y culmen de una tradición sapiencial milenaria incomparable que hemos dado en llamar cultura europea.

Por el contrario, a nosotros no nos importa nada anterior a nuestra época. Somos adanistas ignorantes y soberbios entregados al flujo de la Modernidad. Ninguna prueba mayor de lo próximos que estamos a caer en los errores del pasado es, no solo desconocerlos, sino el pensar que vivimos en una época exenta de repetirlos y, por tanto, justificada para ignorarlos. Nuestra visión de la historia es superficial y está llena de tópicos. La historia de Enric Marco es una prueba de cómo la visión sentimentalista sobre la visión argumentada sobre datos para entender el Holocausto es carne de cañón para desprestigiar los hechos ocurridos con relatos falsos pero emotivos. El kitsch es el signo más evidente de barbarismo cultural: lo estridente es propio de quien no conoce sutileza alguna. Por eso tengo la esperanza de ayudar a cambiar todo aquello que desprecio de mi generación, intentando aportar un poco de reflexión personal.

Si Wiesenthal se lamenta por haber llegado cuando las luces se apagan; yo me lamento por haber llegado cuando el mundo está completamente a oscuras. El historiador masón Arnold Toynbee se dedicó a estudiar lo que, en sus palabras, denominó como “desintegración de las civilizaciones”. Coetáneo suyo y fenómeno de ventas en su época —Ortega prologó la edición española y García Morente fue su traductor a nuestro idioma—, La decadencia de Occidente (1918) fue el levantamiento de acta del fin de una civilización, la europea, por parte de Oswald Spengler. Más allá de los errores puntuales y de las diferencias, su diagnóstico, posteriormente ampliado por Julius Evola en Revuelta contra el Mundo Moderno (1934) y por Francis Parker Yockey en Imperium (1946) resulta inapelable. En cuanto a la Historia de las Ideas, también conocida como Filosofía de la Historia, parece que éstas acaben antes incluso que las civilizaciones que han ensamblado. La propia idea de Europa se había dinamitado antes de la escritura del mencionado libro: al estallar la Primera Guerra Mundial cuyo eco no cesó hasta el final de la Segunda, unas dos décadas después.

Gracias a ellos una generación fue consciente del fin de Europa. El Premio Nobel de literatura Winston Churchill se refirió a ella con las siguientes palabras: “Casi nada, sea material o inmaterial, sobre lo que fui educado para creer que era permanente y vital, ha perdurado. Y todo aquello sobre lo que estaba seguro que no podía ocurrir, o me enseñaron que no era posible, finalmente ha sucedido”. Esa fue, pues, la irrepetible experiencia de su generación. Nuestra generación es otra muy distinta de aquella. Nacida tras varias generaciones de descomposición, de transición, de lento nacimiento, que en las últimas décadas han cifrado el nacimiento (necesario) y la muerte (necesaria) de la socialdemocracia antes de dar ligar a un sistema nuevo, liberal e igualmente anti-europeo. La Unión Europea, por decirlo todo, es el culmen de la anti-Europa puesto que  niega la soberanía nacional de sus componentes. T.S. Eliot estudió, en cuanto que ensayista, a los grandes representantes de dicha Cultura: Dantes, Cervantes, Shakespeare. Como Homero, Virgilio u Horacio, ellos son la mejor representación de lo que Europa es.

Al postular su muy particular noción de conservadurismo, en la línea de Edmund Burke o de Jaime Balmes, el filósofo inglés Roger Scruton definió el término oikofilia, enfrentado al convencional de economía (oikonomía, que alude a la capacidad de administrar), como “amor por el hogar”. En sus palabras: “El conservadurismo surge de una intuición que todas las personas pueden compartir sin problemas: la percepción de que las cosas buenas son fáciles de destruir pero no son fáciles de crear. Esto es especialmente cierto de las cosas buenas que nos llegan como patrimonio común: paz, libertad, derecho, civismo, espíritu público, la seguridad de la propiedad y de la vida familiar, en todas las cuales dependemos de la cooperación de otros al tiempo que carecemos de los medios para lograrlos por nuestra cuenta. En relación a tales cosas, la obra de destrucción es rápida, fácil y euforizante; la obra de creación, lenta, laboriosa y aburrida. Es una de las lecciones del siglo XX”. Mi generación ni siquiera ha podido conocer esas cosas buenas: al diferencia de Wiesenthal, hemos llegado cuando las luces ya estaban apagadas y ya no tenemos nada que conservar salvo la propia nostalgia romántica por ese absoluto ausente en nuestras vidas.

Hemos nacido al tiempo que nacía un tiempo nuevo. Insólito y terrible. Como es y en qué se caracteriza no lo podemos decir aún con certeza, y mucho menos como será, aunque ciertamente lo podemos intuir encajando un justificado escalofrío. En cualquier caso, distará mucho de ese mundo europeo tradicional que he tratado de homenajear con este escrito a través de su cultura. No encuentro ninguna evidencia en nuestro presente, salvo quizás un breve contingente de jóvenes reaccionarios que han encontrado por su cuenta las evidencias de lo que se les ha querido ocultar, que invite al optimismo con respecto a ello. Quizás sí sea posible aprender de ese pasado. La gran enseñanza de la generación vienesa que me ha fascinado es una lección metafísica para vivir con serenidad al borde de un acantilado. Escribiendo, como dice a menudo Ángel Faretta retomando la cita de alguien, entre las ruinas. La época de Zweig vivió precisamente y en consonancia con cierto romanticismo tardío que evoca nombres como Bruckner o Mahler, al borde de un acantilado histórico porque estaba acabando. Nuestra época, por el contrario, está al borde de otro porque sobre el que se acaba de precipitar. Y cualquier ser humano en cualquier época, vive siempre al borde de un acantilado porque la muerte le puede asaltar en cualquier instante, sin previo aviso, apagando igualmente las precarias luces de nuestra frágil existencia. Armarse para aprender a vivir con dignidad manteniendo la mirada clavada en esa perspectiva es la máxima aspiración posible para la que nos puede preparar la Cultura. Con esperanza y realismo, manteniendo ese extraño equilibrio mental que compone la gloria de Occidente.

Y no se puede obviar que aunque la trayectoria mundial del siglo XX fue catastrófica, se realizó un gran esfuerzo por parte de millones de almas para evitar que la catástrofe fuese peor —y vaya si podía haberlo sido, en decenas de convinaciones infernales aún imaginables—, con el lujo añadido en el resultado final de haber granjeado para sus descendientes inmediatos un mundo en muchos aspectos mejor que el que recibieron y defendieron con tanto ahínco y sufrimiento. Aunque la idea de Europa tal y como la conocieron otros tiempos está muerta, enterrada y en buena media olvidada, la Europa geográfica que hoy persiste sigue siendo el lugar más deseable del mundo para vivir, gracias a los restos que aún nos quedan, muchos ellos percibidos de manera casi inconsciente, a nuestro alrededor. Sin embargo, ampoco cabe hacerse ilusiones respecto a esto. El ser humano sigue siendo el mismo que en sus orígenes y las amenazas de siempre —la discriminación, la persecución, el exilio y hasta la aniquilación—, unidas a las que surgen con los tiempos, esperan agazapadas para saltar al cuello de su presa.

Nuestra ingenuidad pueril, la inocencia con la que mucha gente mira tontamente al horizonte, hace pensar que no estaremos preparados para defendernos cuando inevitablemente toque. La fragilidad geopolítica de la Unión Europea y su zozobra moral materializada en un relativismo que sólo esconde vacío y que supone una ocasión regalada para aquellos que están siempre dispuestos a inmolarse por sus tótems y que lo están más aún más para inmolar al resto. Europa se encuentra atrapada entre el fundamentalismo islámico de muchos países árabes, la fragilidad de unas democracias depauperadas desde dentro por la oclocaria masificada y la oligarquía plutocrática, y la aproximación a las dictaduras abiertamente intolerantes como la de China. Las democracias europeas nunca han estado bien asentadas, puesto que la propia cultura europea es de naturaleza aristocrática, y los nacionalismos no permiten hoy una idea de nación o patria (con la definición horaciana de la misma) sin anacronismos positivistas del siglo XIX. Difícilmente podrá Europa defenderse de los ataques exteriores.

Europa se encuentra a merced de los ataques exteriores, sí, pero hay algo peor: que va camino de vivir de las limosnas arrojadas por nuevas latitudes emergentes, como un gran museo conservado en formol a modo de parque temático veraniego del pasado para un mundo frenético orientado hacia el futuro. Quizás sea debido a que, por primera vez desde el nacimiento de la cultura griega clásica los europeos vamos a estar muy lejos del epicentro de la acción y de las decisiones, despojados ya de una identidad fuerte y definida acorde a las posibilidades políticas, económicas, culturales y tecnológicas reales. Veremos los toros desde la barrera de la irrelevancia, el miedo y el hastío. Es nuestra miseria: la que hemos heredado como signo de los tiempos; la que merecemos como traidores de la tradición europea. Esa será nuestra miseria.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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