21/11/2024 16:18
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   Si la cantidad de derechos humanos que pertenece a cada hombre por ley pudiera transferirse, yo estaría encantado de cederlo a cualquiera de mis enemigos. No tengo ningún apego a eso derechos, y veo en cambio que otros los reclaman con verdadero fervor. Espero que nadie tome esta declaración como una muestra de virtud o de generosidad, sino todo lo contrario. Sé que hay que amar a los enemigos, pero en momentos de debilidad donde no puedo alcanzar el precepto cristiano, reconozco que lo primero que le deseo a alguien que desprecio es que tenga más derechos humanos. Con gusto me quedaría vacío de ellos para otorgar mi parte a cualquiera que los solicite.

   Estoy hablando, por supuesto, de los derechos humanos tal y como la modernidad los entiende y practica. No hay duda de que existen unos derechos humanos fundamentales que a todos nos pertenecen por el hecho de haber sido creados por Dios, pero ya hace tiempo que la modernidad, como al muñeco que se vacía de algodón para rellenarlo de paja y excrementos, vació esas palabras de su verdadero y sólido significado para rellenarlas con ideología barata, crímenes y odio.

   El ser humano nace hoy a pesar de los derechos humanos. El aborto es la primera cortesía por su parte en orden a nuestra existencia, y así puede decirse que existir es haber esquivado de entrada los derechos humanos, y que toda persona debe estar agradecida por el hecho de que su madre no hiciera uso de ellos para licuarlo en su vientre. La bienvenida que los derechos humanos nos brinda es mejorable, a mi parecer. Su hospitalidad consiste en declararnos que hemos entrado a este mundo contra su voluntad, y que estamos vivos por haber escapado a su primera emboscada. Y no se crea que intenta ocultar sus sentimientos hacia nosotros ni sus intenciones. Para dejarnos claro que no nos tiene ninguna simpatía, nos asegura que cuando en el curso de nuestra vida sintamos dolor, la oferta de matarnos sigue en pie, y que nos facilitará la salida de esta vida tanto como nos dificultó entrar en ella. Como se ve, todo son beneficios.

   El amor que sienten algunos por los derechos humanos sólo puede atribuirse al llamado Síndrome de Estocolmo. El hombre moderno se ha encariñado con su secuestrador, y a pesar de las constantes amenazas de muerte que recibe por su parte, no puede dejar de sentir que le necesita. Los llamados reaccionarios durante la Revolución Francesa actuaban de otro modo. Cuando momentos antes de ser guillotinados se les declaraba que iban a serlo en nombre de los Derechos del Hombre, aquellos reaccionarios, con un insano aprecio por la unión entre sus cuellos y sus cabezas, no sentían ningún sentimiento de gratitud por ese nuevo verdugo teórico. A los revolucionarios les sorprendía esta actitud reticente y la indocilidad de esos hombres a la hora de ser asesinados, y de esa reacción no esperada por los asesinos surgió el nombre que hoy se emplea despectivamente.

   Pero los tiempos han cambiado. Hoy el hombre moderno ha aprendido a no reaccionar ante la guillotina que pende de su cabeza siempre que en ella esté grabada esta divisa: por los derechos humanos. Cualquier otra cosa que pretendiera su sacrificio sería rechazada al momento, pero estas palabras actúan como un hechizo que anula su instinto de supervivencia. Escucharlas o leerlas produce en el hombre moderno un repentino desprecio por su vida, y está dispuesto a ofrecerse en holocausto por ellas en cualquier momento.

   Las personas que no compartimos este entusiasmo ciego por ser asesinados no podemos dejar de causar extrañeza a los modernos. «¿Es posible –se preguntan– que sean tan reaccionarios como para no querer matar a sus hijos ni que los demás hagan lo propio con los suyos?» ¿Qué retrógado no puede querer que acabemos con la vida de sus abuelos?» Estoy dispuesto a pagar el tributo de la sorpresa o incluso de la burla con tal de no adquirir esos derechos. Puede que sea un fallo en la educación que recibí desde mi más corta edad, pero no he adquirido la costumbre de mostrar mi gratitud con los que tienen un celo enfermizo por matarme y con aquellos que no dejan de recordarme que en cualquier momento están dispuestos a hacerme el favor. Debo ser anticuado, pero no quiero morir de derechos.

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Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.