12/04/2025 18:36
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El P. Josep-Ignasi Saranyana Closa es un sacerdote católico español, incardinado en la Prelatura del Opus Dei. Profesor ordinario emérito de la Universidad de Navarra, donde impartió la docencia durante prácticamente 50 años.

Su currículum es muy extenso y está plagado de reconocimientos. Miembro emérito de la Real Academia Europea de Doctores (Barcelona). Miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia (Madrid), de la Academia Mexicana de la Historia (México DF), de la Academia Colombiana de Historia (Bogotá), de la Academia Nacional de la Historia (Lima) y de la Academia Puertorriqueña de la Historia (San Juan de PR). Fundador de la revista “Anuario de Historia de la Iglesia” (Universidad de Navarra), que dirigió de 1991 a 2009. Medalla de Plata de la Universidad de Navarra (1995). Investigador científico de «Historia de la Teología en España» en el Instituto Francisco Suárez del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC, Madrid). Columnista del diario «La Vanguardia» (Barcelona), desde 2001. Miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas y profesor emérito de Historia de la Teología en la Universidad de Navarra.

El miércoles se presenta en la Iglesia de Santa María de Montealegre las memorias del P. Josep-Ignasi Saranyana Creure i mirar d’entendre (Creer y procurar entender), publicadas por Publicacions de l’Abadia de Montserrat (PAMSA, Barcelona 2024).

¿Cómo nació su vocación al Opus Dei?

Por casualidad descubrí que mi párroco tenía un par de números de la revista mensual Nuestro Tiempo, de la Universidad de Navarra. Era más o menos como Revista de Occidente, de la que había ejemplares en mi casa. Pregunté dónde podía consultar otros números y me dijo que los encontraría en el Colegio Mayor Monterols, de Barcelona. Allá fui. El ambiente me gustó. Me invitaron a participar en algún medio de formación cristiana. Y al cabo de cinco meses pedí la admisión en la Obra. Era consciente de que era para toda la vida. No hubo precipitación. Cosas de la Providencia. Corría el mes de abril de 1959, poco después de Semana Santa.

¿Pudo conocer al fundador?

Vi dos veces a san Josemaría Escrivá mientras cursaba estudios en la Universidad de Barcelona. En esos encuentros, de los que tengo un recuerdo fotográfico, apenas pude hablarle. Cuando en 1964 me trasladé a Roma, para mis estudios de Teología con vistas a la ordenación sacerdotal, conviví durante dos años en el mismo edificio. Entonces conversé con él en muchas ocasiones. La mayoría de los que vivíamos en aquel caserón nos preparábamos para el sacerdocio y él procuraba formarnos, aunque en nuestros encuentros se hablaba de todo, menos de política.

¿Cómo fue discerniendo su vocación sacerdotal?

Mire, esto del “discernimiento” es muy “ignaciano”. Quizá un poco complicado. En mi opinión, Dios conduce a las almas con suavidad, respetando siempre su libertad. Hay que dejarse llevar, como un niño de la mano de su padre. Al principio, yo no tenía muy claro lo de la ordenación sacerdotal, pero la cosa no me preocupaba. Si ha de ser ya lo veré, pensaba; y si no, pues ancha es Castilla… Un día, a mediados de septiembre de 1965 lo vi y lo comuniqué a san Josemaría. Y ya está. Después, la vida siguió sin grandes sorpresas.

¿Qué recuerdos tiene de los días de su ordenación?

Lo único que me preocupó, siendo subdiácono, fue el rezo del Breviario tridentino, que en 1968 era todavía larguísimo, de nunca acabar. Pensé que no sería capaz de recitarlo cada día. El Concilio Vaticano II lo ha simplificado y acortado bastante. Además, como no tengo mucha memoria, me costó aprender las largas oraciones que el sacerdote rezaba en voz baja durante la celebración de la Misa según el rito tridentino, reformado por Juan XXIII. Ya ve que no hubo sobresaltos, ni angustias, ni escrúpulos, ni ansiedades, gracias a Dios. Esas tormentas son para la novela católica francesa de entreguerras. Recibí la ordenación en agosto de 1968, de manos del arzobispo de Madrid, Mons. Casimiro Morcillo.

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¿Y cómo fue a parar a la Universidad de Navarra?

A finales de verano de 1967, al terminar los estudios institucionales que se requieren para el sacerdocio, y después de cumplir mi servicio militar, me trasladé a Pamplona. Es costumbre en el Opus Dei que los sacerdotes tengan un grado eclesiástico superior, además de sus estudios civiles. La única posibilidad era cursar Derecho Canónico. Como venía de Ciencias Políticas y Económicas, me exigían un curso puente para situarme en las cuestiones jurídicas fundamentales. Sin embargo, dio la casualidad de que en octubre de 1967 inició su andadura el Instituto Teológico de la Universidad, que después se convirtió en Facultad. Me matriculé en ese Instituto, para ahorrarme tiempo de estudio. Fui, pues, de la primera promoción.

¿Por qué eligió la universidad como profesión?

Los docentes del Instituto Teológico buscaban alumnos interesados en quedarse en la Universidad, para ir completando el claustro académico. Se fijaron en mí, no sé muy bien por qué, y yo acepté. Lo que al principio era una prueba, acabó siendo una dedicación de casi cincuenta años.

Pionero, por tanto. ¿Mucho esfuerzo?

La vida académica no es una broma. No hay sábados ni domingos, ni invierno ni verano, como se quejaba el gran Francisco de Vitoria, que padecía de reumatismo en la nevera de Salamanca. He tenido que trabajar muy duro. Pero, como dice el refrán, sarna con gusto no pica, aunque a veces mortifica.

Le ha compensado, pues…

El reconocimiento académico, tanto personal como corporativo, tardó en venir. El Instituto, ya erigido como Facultad en 1969, ha ido escalando puestos, hasta alcanzar cotas muy altas de valoración en los índices internacionales. Ahora está entre los primeros centros del mundo en su especialidad. Pienso que algo habré yo contribuido, pero siendo solo una pieza.

¿Qué balance hace de ese medio siglo como profesor?

Lo he pasado muy bien. Es muy gratificante aprender. Dios es un misterio fascinante. Además, si hay buen rollo, el “feedback” académico enriquece mucho. Se ahorra tiempo, se superan muchos obstáculos, el enriquecimiento es continuo. Se puede acudir al despacho contiguo y preguntar: “Oye, Fulano, ¿podrías aconsejarme bibliografía sobre este asunto?”, “¿Me podrías aclarar esta duda?”, “¿Qué opinas de esto que he pensado?” Sin recelos. Sin envidias. La Universidad es el gran invento de Occidente. Es algo fantástico.

¿También es lugar apropiado para la Teología?

Por supuesto. La especulación teológica tiene su sitio natural en la Universidad. Pensar lo contrario es un prejuicio agnóstico, de raíz kantiana.

¿Tuvo algún contratiempo en su vida académica?

Nunca me acostumbré a la corrección de los exámenes escritos. Me producía verdadero hastío. ¡Qué letras! ¡Qué redacciones! ¡Qué incoherencias, en ocasiones! Lo resolví pasando a los exámenes orales. Los alumnos muy buenos lo superaban en un plis plas, en un par de minutos. Con los menos estudiosos había que entretenerse, explicándoles lo que no sabían o corrigiendo sus errores. Pero, en un par de días, mañana y tarde, acababa. Eso sí, tenían que ser públicos y ante tribunal.

¿Cómo pudo compaginar sus actividades académicas con las labores propiamente sacerdotales?

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Nunca descuidé el ministerio sacerdotal. Lo tenía muy claro. Mi título de ordenación, como se dice en la canonística, es el servicio ministerial a la Obra. Con sentido común, un poco de orden y algo de sacrificio, se puede atender el confesonario, predicar con la debida frecuencia y aconsejar. Por supuesto, la Misa diaria. Obviamente, profesor y párroco no son compatibles.

Esto presuponía un buen entendimiento con los superiores en la Obra…

Quienes tenían responsabilidades de gobierno en la Obra sabían que la Teología es un servicio indispensable en la Iglesia y respetaban los tiempos, porque estudiar exige horas, silencio y paz. Y una buena biblioteca. También viajar, para hablar con colegas de otras latitudes.

¿Acaso la docencia universitaria no es también, en sentido amplio, un ministerio?

No exactamente. Hay que distinguir entre la catequesis y la predicación al administrar los sacramentos o celebrar la Misa, en que se ejerce el munus docendi (el oficio de enseñar en nombre de la Iglesia), y la enseñanza universitaria, que propiamente no es un ministerio. En este caso hay que salvar la libertad de cátedra, lo cual no obsta para que la ciencia teológica tenga, como las otras ciencias, unas normas deontológicas. El teólogo sabe que de él se espera una reflexión sobre la fe. Por eso he titulado mis memorias: Creure i mirar d’entendre (Creer y procurar entender).

¿En qué medida ha podido llevar con humildad tan prestigiosos reconocimientos?

Lo de la humildad es complejo, pero no difícil. Uno se acostumbra a la crítica. El mundo universitario es muy crítico. Al comienzo acecha la vanidad, que poco a poco se desvanece. He tenido algunos reconocimientos, aunque no muchos. Pero, no me han faltado los palos. Como decía un primo mío: hasta al mejor cazador se le escapa una paloma y puede hacer el ridículo.

¿Una vez jubilado sigue con la labor intelectual?

Sigo al pie del cañón, aunque ya no puedo trabajar por las noches y me canso más. Hasta que Dios quiera seguiré. Además, con los años aparece un problema nuevo: se da por supuesto que los jóvenes saben lo mismo, y se olvida que tienen que madurar. Los mayores hemos acumulado lecturas y reflexiones, que a veces nos distancian de los noveles. La impaciencia es un vicio que acecha a la ancianidad.

Autor

Javier Navascués
Javier Navascués
Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.

Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.

Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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