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Los derechos, las vigencias, las costumbres son fruto de relaciones sociales y de procesos históricos y, normalmente, no surgen de súbito, sino poco a poco, con una lenta incubación. Otro tema es que, como valor, como rasgo de Derecho Natural preexistente a las normas y a las costumbres, tengan un carácter intemporal, pero su aplicación y vigencia son históricas, aparecen en determinados momentos y en  determinados lugares.

Aplicaré esta idea a un ejemplo. La dignidad de la mujer, su igualdad con el varón (en el fondo, es en la dignidad de todo ser humano donde tiene su raíz el valor de la igualdad), puede ser un valor fundamental y atemporal, desde un punto de vista religioso e incluso laico,  pero no se ha aplicado y respetado siempre a lo largo de la historia ni se ha aplicado -ni se aplica- en todos los lugares.

En el mundo antiguo el papel de la mujer es subsidiario y subordinado al varón. En el libro del Éxodo, cuando Yaveh da a Moisés las normas por las que ha de regirse el pueblo de Israel, le dice: “No codiciarás la mujer de tu prójimo, y no desearás la casa de tu prójimoni su campo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno…” La mujer es, como el ganado, propiedad del varón. Sin salir del mundo judío, eran muy duras las condiciones de las mujeres viudas o repudiadas. Por ello, como forma de paliar esta situación de precariedad, se obliga al hombre a casarse con la viuda de su hermano. ¿Qué decir de las culturas donde se permite la poligamia, todavía presente hoy en algunos lugares? En una cultura tan rica en muchos aspectos como la clásica greco-latina, también la mujer tiene un claro papel de matrona y esposa. Incluso, en el terreno de la pasión erótica refinada, tan presente en el arte y la literatura, el objeto principal de la pasión masculina no suele ser la mujer, sino el joven efebo. Léase El banquete platónico o la exquisita poesía hispanoárabe  para ver que el hombre era el objeto de los sentimientos más sutiles mientras la mujer atendía la “intendencia” del hogar y la prole.

La mujer va igualándose al varón en la medida en que se configura la institución familiar monógama, estable, en la que hay una relación permanente entre varón y mujer y la prole común.  Esto es un proceso lento, donde juegan su papel elementos antropológicos e históricos,  y que no puede limitarse a las zonas de influencia de la tradición cristiana. Pero quién puede dudar de que es el Cristianismo quien aporta a la humanidad el concepto que está en la base de todo este fenómeno: la dignidad (y la igualdad, como su  consecuencia necesaria) universal que afecta a todo ser humano. En la cultura clásica, en el Judaísmo, en algunas culturas orientales hay atisbos de este valor, pero no se da con plenitud. Cuando leemos a Aristóteles, a Platón, a Séneca hay rasgos, destellos de humanismo, de compresión y valoración de la realidad del hombre. Pero no ha llegado todavía el Cristianismo a establecer que esa humanitas abarca a todo hombre sin distinción. El sublime Séneca nos sigue regalando sus delicadezas sobre la vida, la muerte, la vejez, la amistad; pero, cuando contempla el espectáculo de los gladiadores que mueren en el circo para diversión de las masas (en las Cartas morales a Lucilio; el título del capítulo es curioso: Es menester huir de la turba), se escandaliza como esteta exquisito por un espectáculo concebido para el gusto zafio de la plebe, pero no porque vea en los gladiadores sujetos de derechos. Séneca, en efecto, es “casi” cristiano en algunos aspectos, pero todavía no ha podido vislumbrar este nuevo universo de valores, este nuevo (dicho en términos de la Filosofía contemporánea), paradigma. En este nuevo paradigma cristiano ya no hablamos del ciudadano de la polis, del hombre libre (no esclavo), del varón, sino de todos los seres humanos.

La dignidad de la mujer es, en principio, la dignidad universal de todos los humanos. Su amplitud afecta no sólo a la dicotomía varón-mujer, sino a la de ciudadano-extranjero, libre-esclavo, judío-gentil.

Este famoso texto paulino (Galatas 3,28) me ha parecido siempre el texto inaugural que va a fundamentar la civilización cristiana, la civilización occidental y, más tarde, el Estado de Derecho y la democracia: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” La común filiación en Dios borra toda distinción y constituye un núcleo común y permanente.

A este primer rasgo más general se suma otro más concreto: la concepción cristiana del matrimonio. La relación matrimonial como entrega mutua y recíproca y, por tanto, igualitaria. Volvemos a San Pablo (1 Corintios 7, 2-4):  “que cada hombre tenga su propia esposa, y cada mujer, su propio marido.  Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer”. ¿Puede aportarse algún texto contemporáneo que plantee esta idea igualitaria con tanta claridad? Al dotarlo de un carácter sacramental, el matrimonio se dignifica y, con él, la familia y la situación de la mujer, tanto en el ámbito familiar como en la sociedad. También esto supone una novedad. Ya hemos citado el precepto de Yaveh en el que incluye a la mujer en el  lote de las posesiones del varón, junto al ganado (Exodo 20, 17).

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Hay un tercer hecho: la valoración extraordinaria que en el Cristianismo adquiere la concepción y la maternidad. Si toda vida humana es digna y, en cierta forma, milagrosa, porque que ha sido creada por Dios y redimida por Cristo, la mujer –y con ella el fenómeno de la maternidad- como medio para concebir esa vida adquiere una especial relevancia. El mismo Cristo elige a una mujer y la distingue de todos los humanos para encarnarse y asumir nuestra condición. En el concepto cristiano de la dignidad femenina ocupa la cúspide la Santísima Virgen María, mujer y madre. Léase en la Lumen Gentium el  bellísimo texto dedicado a María (capítulo 8) y luego opínese sobre si el Cristianismo  da la espalda a la mujer o no considera su dignidad en toda su dimensión y profundidad.

A estos hechos añado una evidencia que no depende de ideologías ni creencias, sino que es una mera constatación empírica: en los países de tradición cristiana (por cierto inmersos en un acelerado proceso de secularización) es donde más se respetan los derechos de la mujer y en los que ha alcanzado mayores cotas de responsabilidad y poder en todos los terrenos.

A la vista de todas estas evidencias, hay que preguntarse por qué el feminismo se presenta, siempre que tiene ocasión, tan agresivo con el Cristianismo. ¿Por qué feminismo y Cristianismo, conceptos en el fondo vinculados históricamente, se presentan como términos antitéticos? Este tema se merece un nuevo artículo.

Autor

Tomás Salas