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No sólo el Almirante Holak y las fuerzas de un numeroso ejército se habían convertido en el enemigo a batir aquel 7 de diciembre de 1585. El gélido invierno, como era habitual por aquellas latitudes, venía acompañado de una intensa y constante humedad por la cercana presencia de las aguas del Mosa y del Waal en las inmediaciones de la Isla de Bommel, la posición española que, con bravura y orgullo, defendía el Tercio Viejo del Maestre de Campo Francisco Arias de Bobadilla.
Hambrientos, sedientos, agazapados, asustados, somnolientos, congelados y sin escapatoria, unos cinco mil infantes españoles parecían haber sido dejados a la peor de sus fortunas en tierras de Flandes tras la reciente contienda en zonas próximas al dique de Grave. La Muerte buscaba voluntarios al compás del oscilante movimiento de su insaciable guadaña.
Las fuerzas de aquellos bravos soldados se habían reducido a la mínima expresión, al mismo nivel que marcaba una temperatura bajo cero con una climatología tan adversa que, si cabe, les hacía rememorar constantemente el lejano sol de aquella Patria que habían abandonado meses atrás para defender la fe católica a miles de kilómetros de su España natal. Era cuestión de fe, de la defensa a ultranza de esa religión que, desde la cuna, corría por sus venas.
A principios de ese mes, la situación se había tornado insostenible ante la ausencia de agua, comida, equipo, auxilio y ropa seca. Las posibilidades de salir con vida del infierno del norte eran escasas y, en esta ocasión, contrastaban con la resaca de la victoria tras la toma de Amberes unos meses antes. Todo éxito es efímero y las garantías de su continuidad, también. Era cuestión de, en la medida de sus posibilidades, no bajar la guardia y afrontar los sucesivos envites con templanza y fortaleza a pesar de las infinitas vicisitudes del momento.
La lluvia, la humedad, el hambre, el frío, el barro, la moral baja y el desconsuelo campaban a sus anchas en el campamento español y entre los millares de compatriotas cuyas esperanzas de supervivencia decrecían ante la dificultad añadida de la desaparición de los refuerzos prometidos por Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos, y las naves españolas que, apresadas por el enemigo, se consumían en llamas ante la algarabía de los sitiadores de islotes cercanos.
No había escapatoria, sólo la propuesta de una rendición honrosa para aquellos bravos Tercios. Pero el desafiante orgullo español resplandeció como un crisol a través de las confiadas palabras de Bobadilla: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos«.
Ante la afrenta por respuesta de aquel capitán de los Tercios, el Almirante Holak buscó su venganza en la alianza con el medio físico y, así, se valió de las aguas del Mosa y su discurrir por un canal más alto que el terreno ocupado por la resistencia hispana. El objetivo era abrir una gran brecha en el dique y hacer que sus aguas estancas anegaran la posición española.
Afortunadamente, quedaba el pequeño montículo de Empel, un último halo de esperanza para los nuestros y, presumiblemente, la única tabla de salvación de resistencia de aquellos bregados soldados.
Fue entonces cuando un infante del Tercio, que paradójicamente cavaba una trinchera para el descanso eterno de su alma, halló en el barro una pequeña tablilla flamenca con una imagen policromada de la Inmaculada Concepción.
Los gritos del sorprendido soldado alertaron a sus compañeros que, colocando el cuadro sobre la bandera española, se arrodillaron ante un improvisado altar para rezar la Salve a esa Virgen cubierta de lodo. ¡Salve, Virgen Inmaculada!
Todos lo interpretaron como una señal divina pero, especialmente, Francisco Arias de Bobadilla, que no tardó en arengar a sus hombres para instarles al abordaje nocturno de las naves enemigas que rodeaban la isla: «¡Soldados! ¡El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos!».
A última hora de esa misma tarde, un viento frío arreció y heló las aguas de los ríos. Desde aquella ubicación tan desoladora, en la madrugada del 8 de diciembre, los españoles avanzaron por el inesperado camino de hielo al amparo de la oscuridad y con la inestimable guía de aquella tabla de salvación, la de la benefactora y protectora Inmaculada Concepción.
El ataque por sorpresa de los españoles les condujo a una inenarrable y épica victoria sobre un Holak que pronunció las siguientes palabras: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan gran milagro».
El milagro se había obrado y los barcos protestantes se hacían a la mar levantando el asedio a la Isla de Bommel entre profundas oraciones y atronadores gritos de aquellos bienaventurados infantes que, con su aliada mariana, habían denegado la invitación cursada por la Muerte.
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