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Frases que ya nadie pronuncia, pero que se resguardan en quienes tienen algo de memoria, recuerdan un anhelo muy notable de la modernidad, un anhelo que se sustentaba en ese afán de progreso que le era tan emblemático. Una de esas frases era “¿Qué querés ser cuando seas grande?” Más allá de los análisis de diván que sugerían que un adolescente o incluso niño “no era”, sino que llegaría a ser (por su propio mérito o esfuerzo), lo señalado por la pregunta era “ser”, es decir, que la sustancia que se jugaba en el futuro marcaba a fuego la propia esencia. Los atribulados jovencitos respondían: “arquitecto, como papá; médico, como el abuelo; maestro, como…” modelos y parangones que retenían la vara a una altura de salto que a los seis, diez, quince años de edad se alzaba como una muralla. Se quería ser, se educaba para ser.
Esa imposición comenzó a verse corroída por el discurso liberador (o libertador) de los nuevos pedagogos de la humanidad: nada ha de imponerse, pues nada debe ser arquetipo que “socave” el propio deseo; nada ha de abrir caminos dirigidos hacia un determinado fin. Porque la libertad, porque la indecisión, porque la confusión son espacios – tiempos de una personalidad en construcción, un acto que se permite una temporadita de acción, estudio o trabajo, entre años sabáticos de reflexión, introspección, conocimiento de sí, o búsqueda de la verdadera vocación que en nada debe sentirse constreñida por la imposición social. Alarguemos el periodo de elección solucionando el caso: hasta los treinta años (o más) se extiende la bella y primaveral adolescencia.
A estas felices decisiones psicologistas, sumemos otras de carácter burocrático: educación obligatoria hasta los dieciocho años; cursos introductorios anuales de aprestamiento a la vida universitaria, pasantías laborales por poco tiempo (que impidan todo enraizamiento laboral, y de paso, mano de obra disponible de bajo costo); ministerios de la juventud; algodones y protecciones ante el menor rasguño que les provocare la realidad adulta; diversión, reversión, inversión y nunca encauce o camino como marca de destino. Y un innato derecho a todo, anatema de toda obligación, y auspicio de una supuesta visión propia que denominamos, (para orgullo del solipsismo) “percepción o auto percepción”. Y la fiesta ha comenzado.
“¿Cómo te auto percibís?” Las respuestas son múltiples. Medio, más o menos, un tanto, y todas, de manera insoslayable, relacionadas con la entrepierna. De ser, bien gracias. Lo fehaciente es que a los catorce años (ejemplos me sobran) un ente de características humanas (es decir, un ente que tiene cuerpo erguido sobre dos pilares, casi sin pelambre dominante en la mayoría de su extensión; una cabeza que se muestra dirigida hacia el celular de forma absoluta; manos con pulgares retráctiles que permiten escribir a velocidad inapercibida un mensaje de texto que se burla de toda norma gramatical… etc.) decía, un ente de catorce años al que se inquiere sobre ello (recordemos, lector atento, la auto percepción salvífica) responderá sobre su propia observación que lo liga, desliga o somete a lo que cree, intuye o asume como resultado de su entrepierna, o del embotamiento propagandístico. Nada de ideas adventicias o de tabula rasa. Fin de la disquisición iluminista: sólo importa la materia o la psiquis auto percibida como algo que juega dentro o fuera de una sigla que se expande cada vez más como un número PI eyectado hasta la paranoia. Y que no se le ocurra, inocente lector, consultar el documento personal del inquirido, porque lo que allí dice es imposición de una sociedad patriarcal y ciega que nada sabe de personalidades en pugna, o de construcciones a plazo, o de fluidez de la personalidad. Para ello, para superar la ignorancia que el pasado nos impone, debemos escuchar, consultar y anotar los estudios sociológicos: bien hemos comprendido que los sociólogos son los filósofos del siglo XXI. El conocimiento no es ni racional, ni empírico, ni sintético, ni intuitivo – trascendental, ni deductivo, ni inductivo, ni abductivo. No hay conocimiento, sólo percepción. En la posmodernidad, las personalidades en pugna se conciben como telarañas que se deshacen cada tanto tiempo (de manera caprichosa o voluntaria) y que se reconstruyen en un proceso de deconstrucción constante, que niega toda esencia: lo que queda es máscara, cáscara, un sinnúmero de muecas que se despliegan por un instante. Ahora me percibo así, luego, asá, más tarde de otra forma (forma, no sustancia) sin llegar a nada estable. Liquidez, fluidez, o, como quieren los sociólogos devenidos filósofos, libertad.
Si en la antigüedad el ser humano recibía una herencia operativa que lo ligaba a sus ancestros, de forma tal que se era lo que se debía ser, en la modernidad se resolvió que, dado que era un ser libre, podía optar por otros caminos. Pero, agotada la significación moderna (o al menos, vituperada) lo que resta es la nube de percepciones: no queremos ser, sino que nos instalamos, de momento, instantáneamente, en un escaque. Nos percibimos A, luego B, luego Z, y deambulamos sin saber qué se espera de nuestro juego (para no alejarme de la metáfora implícita del ajedrez). Lo que es certero es que, en ese deambular errático, el tiempo pasa, nos vamos volviendo viejos, y la tarea queda sin hacer. Que el espejo refleje el instante. Hasta que, inopinadamente, la percepción sea afectada de miopía y el cadáver sea humo, polvo, sombra, nada. Lo que fue, al fin y al cabo, en ese deambular sin brújula.
La Gran Batalla Trae Inquietantes Quimeras. Y más. Quizás, dentro de ese gnosticismo que sugiere toda duplicidad, una sigla no nos infunda ningún conocimiento, aunque, sí sea reflejo de toda confusión.
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