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Siento una especial emoción al salir al campo solo, con tu prima Vera. Su singular embrujo me produce mucha admiración. No sé por qué tu alocada primaVera se viste de verde esperanza, por qué luce con tanto énfasis sus exuberantes y femeninos encantos e intenta provocarme de esa manera. En el fondo tu prima Vera no es más que una niña, muy bonita, eso sí, pero una chiquilla. Muy susceptible; enseguida se pone caprichosa, o altiva y orgullosa. ¿Se lo tendrá creído? Sabe sobradamente que me trae por la calle de la amargura, que me tiene a sus plantas y hace las mil piruetas que me sacan de quicio; empieza a jugar y monear, para al fin, terminar diciéndome: «te amo».
Tu prima Vera tiene esas cosas infantiles que son las que más acaban volviéndome loco, y por eso, hasta abusa de su juventud. Siempre que me paseo por el campo, solo con ella, me dice con una gracia especial: «mira qué mirtos y qué laureles cultivo para ti, mira cómo mis árboles se pintan de flores multicolores; siente el olor y esta calma que reina en este bello campo mío; déjate acariciar por la fresca brisa de mi mano, escucha el rumor del agua, el canto de los pajarillos que anuncian la vida; todo renace una vez más en mí; todo es joven, nuevo y diferente; todo esto que tú puedes ver y sentir es para ti».
Como ya te dije que tu prima Vera me sacaba de quicio, esa fue una vez. Embargado por no sé qué olor sublime un nudo se formó en mi garganta que me enmudeció por la fuerte emoción. Hice una pausa obligada en el camino, hasta que el ruiseñor posado en mi hombro dejó de cantar. Me hace llegar a un límite que ya no soy responsable de mis actos. Tengo que contestarle a tu prima Vera: «Sí, es cierto, eres hermosa y de una belleza etérea, eres el numen de mi inspiración; con tu lujuriante fertileza eres sublime, pero no me provoque más porque no soy de piedra».
Y es que la hechicera de tu prima Vera tiene algo mágico, verdaderamente fantástico; algo que no es cotidiano ni mostrenco; es como una de las musas que habitan en el Parnaso presididas por Apolo.
Seguramente que las malas lenguas, las criticonas, al verme solo en el campo con tu prima Vera, se harán buenas conjeturas y pensarán que me estoy poniendo las botas, cuando contrariamente a eso, y por lo que a ella se refiere, tengo hechos votos de castidad. Además, y por otra parte, la verdad sea dicha, ya sabes que tu prima Vera no es tonta. Y se creerán que no hay más que llegar y besar al santo. Lo cierto es que no quisiera por nada del mundo estropear a tu prima Vera. Es mejor que siga así, inocente y cándida como un ángel, porque eso es exactamente. ¿Y si es mi ángel de la guarda? Tu prima Vera no es más -aunque lo es todo a la vez- que un amor platónico; algo estelar que dibuja el cielo en la tierra, por eso es la fuerza y la vida de la más bella juventud.
¿Quién no quisiera ser como tu prima Vera? ¡Ya lo creo! A todo el mundo la sangre altera y hace vibrar, porque no sólo tiene gracia en el vestir, sino garbo en el andar, y en saber evocar ese sueño tan romántico que solo se tiene una vez en la vida.
Quisiera estar siempre con tu prima Vera, y así, solos en el campo entre la jara, sintiendo la voz de su alma, respirando su aliento puro, escuchando sus canciones infantiles, y oyendo el eco de su silencio virginal; porque tu prima Vera tienen el don de la elegancia y el de sugerir tantas cosas hermosas que sólo con ella se pueden encontrar.
Me gustaría que tu prima Vera no creciera más, que no la quitase del campo su siguiente hermano el verano, y que estuviese siempre junto a mí, agarrada de la mano.
Nota: con este texto quedó el autor finalista del Premio Larra. Facultad de CCI. Universidad Complutense Madrid, Mayo 1984. ¡Oh tempora, oh mores!
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