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Es probable que el título que encabeza estas líneas traiga a la mente del lector aquel Buey desollado de Rembrandt, o tal vez algún crimen llevado a la gran pantalla con especial maestría o arte, como La matanza del día de San Valentín, El Padrino o alguna otra película especialmente sangrienta. No es el caso. Tampoco implica una alusión “poética” al cordero de Sepúlveda o al chuletón de Ávila. En absoluto.
Lo que motiva estas líneas es un hecho reciente, a saber, la inauguración el pasado jueves 28 de octubre en IFEMA (Institución Ferial de Madrid) de la exposición titulada: Body Worlds. El Ritmo de la Vida. Dicha muestra exhibe hasta el 31 de diciembre doscientos cuerpos humanos desollados, seccionados y dispuestos en diferentes poses, en lo que supone “una inmersión en el organismo humano en su relación con la vida diaria moderna”, según la propia página web que vende las entradas a entre 15 y 17 euros.
Los cuerpos expuestos son cadáveres reales, tratados según una técnica denominada plastinación, inventada por Günther von Hagens en 1977 y que implica la extracción de los líquidos corporales y su sustitución por una combinación de resinas que permiten la conservación de la forma de los tejidos.
Desde 1995 hasta hoy las exposiciones de von Hagen han viajado por 140 países. En este caso, con la colaboración de la doctora Angelina Whalley, pareja personal y profesional de von Hagens, diseñadora creativa de los 200 especímenes que se muestran.
Al parecer, los citados “artistas” plastinadores creen situarse en la estela de los grandes anatomistas del siglo XVI, que abrieron el camino de la investigación médica estudiando in situ la anatomía de personas fallecidas. Aquellos famosos Vesalio o Valverde, que permitieron el conocimiento de la anatomía humana con un fin didáctico a través de magníficos tratados ilustrados. Recuérdese la colosal obra De Humani Corporis Fabrica (1543) de Andrés Vesalio, con grabados de Jan Stefan van Calcar; Brieufe Collection de l`Administration Anatomique (1550) de Ambroise Paré –ampliado en 1562 con el título Anatomie universelle du corps humain–; o la Historia de la composición del cuerpo humano (1556) de Juan Valverde de Amusco, siguiendo los modelos de van Calcar y los dibujos de Gaspar Becerra. En la misma línea destacan los extraordinarios dibujos anatómicos de Leonardo, tomados de la observación del natural.
Dichos estudios fueron perfeccionándose desde entonces hasta el mismo siglo XX, como demuestran los murales que se exhiben en el Aula de Medicina del Palazzo Bo, en Padua, o, entre otros, el minucioso Tratado de anatomía pictórica (1848) de Antonio María Esquivel.
En la medida en que la exposición que motiva este análisis reproduce figuras tridimensionales, guardaría una relación más cercana con los desollados, scorticati o ecorchés realizados en Europa desde el siglo XVI y que tuvo su auge, sobre todo, en los siglos XVII y XVIII. Véase el famoso San Bartolomé realizado por Marco d’Agrate en 1562, sito en la catedral de Milán, o los spellati de Ercole Lelli en la Academia de Bellas Artes de Bolonia.
Por lo tanto, hay que decir en primer lugar que la presente exposición tiene poco de original. Pero es que, además, pese a que se nos ha vendido como un hito de fidelidad en la reproducción de los tejidos vivos, tampoco es verdad. Pues la calidad de la apariencia –ausencia total del brillo de las fascias y otras superficies– palidece ante el arte de los trabajos mencionados del siglo XVI y posteriores. Poseedores de una verosimilitud mucho mayor, dado que los tejidos reproducidos estaban ejecutados en cera, material que posee una textura, transparencia, color, consistencia y tensión de las que carecen las figuras plastinadas. Veánse en este sentido las figuras anatómicas del ya citado Ercole Lelli en el Museo del Palazzo Poggi, en Bolonia; las figuras de Jules Baretta en el Hospital de Saint Louis en París; de Juan Cháez en el Museo Javier Puerta, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid; las secciones de André-Pierre Pinson en el Museo Nacional de Historia Natural Bernard Faye, en París; o las extraordinarias piezas de Clemente Susini y Gaetano Giulio Zumbo en el Museo de La Specola en Florencia, en el Palazzo Poggi de Bolonia, o en el Museo delle cere anatomische de Cagliari. Piezas de una factura y sensibilidad superlativas, concebidas únicamente para la enseñanza de la Medicina en las aulas universitarias.
Es probable que todas estas observaciones pasen desapercibidas o incluso se consideren frívolas o fuera de lugar si atendemos a lo más grave, esto es, la procedencia de las piezas exhibidas en IFEMA. Pero antes de entrar en esta cuestión, no está de más señalar que casi todo lo que rodea a esta exposición es mentira. Se nos ha vendido como una novedad sin par –abusando de la incultura masiva de una sociedad iletrada–, cuando ya hemos constatado que no lo es. Se presenta como un hito de la Ciencia, cuando sólo es un negocio que nada ha aportado al estudio y conocimiento de la anatomía médica. Y se pretende que admiremos la fidelísima reproducción –presuntamente jamás antes contemplada– de la anatomía humana cuando salta a la vista la homogeneidad textural de las superficies, su color artificial y la ausencia de tensión de los tejidos en figuras que simulan estar en movimiento.
Téngase en cuenta que todas las cualidades mencionadas, no menores, señalan una distancia infinita con la exposición de IFEMA, también, en otro aspecto, puesto que aquellas obras de hace siglos fueron ejecutadas por escultores-anatomistas o por escultores guiados por médicos en perfecta simbiosis. Obviamente mucho más competentes en lo artístico que von Hagens y su mujer.
Es más, conviene recordar aquí que incluso si consideramos la exposición de Madrid como una muestra de taxidermia –que es lo que realmente es–, hay que señalar que también en este campo se alcanzaron mayores cotas de virtuosismo y realismo mucho tiempo atrás. Por ejemplo, Luis Benedito Vives, que incorporó la técnica de la dermoplastia en España en los años treinta del siglo XX, tenía muchísimo más talento y respeto por los animales que el demostrado por los seres humanos en esta exposición. Benedito modelaba minuciosamente la anatomía de los animales que iban a ser expuestos y en ningún caso jugaba con los tejidos del animal muerto. Sólo empleaba la osamenta –aunque no siempre– y la piel del animal, que se conservaban.
Ahora bien, más allá de todas estas consideraciones que cabría denominar “históricas” o “artísticas”, la mayor diferencia entre los anatomistas del pasado y los responsables de la actual exposición, estriba en razones mucho más graves. La primera, la dudosa procedencia de los cadáveres, probablemente chinos ejecutados por la dictadura comunista de aquel país. Es preciso subrayar que en China es práctica habitual desde hace años la comercialización de cuerpos, ejecutados en masa para el lucrativo negocio de los trasplantes; que los talleres donde se elaboró la exposición Body Worlds. El Ritmo de la Vida están en China, y que entre los requisitos que exige la técnica de plastinación, la primera es que los cadáveres sean frescos. No parecería muy lógico que los cadáveres procedieran de otro lugar, tanto por el sobrecoste que supondría su viaje desde el extranjero a la propia China, como por la dificultad que el tiempo de traslado implica para la exanguinación del cadáver y la conservación óptima de los tejidos.
El éxito de esta exposición se alimenta de despertar el morbo y el gusto malsano por lo escabroso. Aunque se nos vende como una especie de causa para la divulgación y la reflexión: “supone una inmersión en el organismo humano y en su relación con la vida diaria moderna. Aúna la fisiología y los descubrimientos más recientes sobre salud y bienestar, y dicen que hasta cambia la manera en la que nos miramos a nosotros mismos”. Una soberana idiotez, pero al parecer necesaria para disculpar la insana curiosidad del visitante y tapar lo más importante: que se pierda el respeto a los muertos y se haga negocio con ellos.
Desde un punto de vista cultural, la muestra no aporta nada, por más que insista en reivindicar una especie de filantrópico afán científico por divulgar y enseñar. Pero desde una perspectiva ética es una aberración desde su misma concepción. ¿Acaso no hay legislación ni administración que pregunte por la procedencia de estos cadáveres? ¿Ha perdido el espectador cualquier sensibilidad para asistir impávido o complacido a este espectáculo nauseabundo y degenerado?
Poca atención ha despertado este asunto en el llamado “mundo civilizado”. De lo que estamos seguros es que ni la prensa ni la ciudadanía que observa estas cosas de forma acrítica actuarían de igual modo si los doscientos cuerpos humanos expuestos procedieran de animales desollados y plastinados. En seguida oiríamos manifestaciones de repulsa y condena. Un retrato como pocos, entre tantos que hoy nos ofrece una sociedad enferma, narcotizada y decadente.
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