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Hay quienes prefieren seguir con el mito de la oscura y bárbara Edad Media y difundir esta matraca antes que formarse e informar correctamente. Aquí sólo voy a pasar levemente por algunas cuestiones -en tres entregas- dado que bucear en el asunto llevaría a un tratado sobre este mito.
Para empezar, la Edad Media fue una construcción mental de los intelectuales renacentistas antiteos, que pretendieron presentarse como los rescatadores de un pasado esplendoroso: la Grecia y Roma precristianas. Vendieron exitosamente la mentira de que todo aquel esplendor se había perdido y ellos venían a salvar a la humanidad del oscurantismo. La idea fue recogida por el mundo protestante luterano y calvinista, por simple odio a la Época Católica por excelencia. Desde luego, a los iluministas del siglo XVIII (-es decir, luciferinos)- y liberales decimonónicos la cuestión les vino que ni pintada, y ya no hubo vuelta atrás. Edad Media, tiempo oscuro, un paréntesis entre dos grandes épocas de luz y prosperidad: la precristiana greco-romana y la postcristiana de La Modernidad (apostata, liberal y socialista, masónica, satánica).
La Edad Media fue un período muy largo que ciertamente tuvo sus luces y sombras, como cualquier otro tiempo, pero sobresalen las luces mucho mayores de lo que el común de la gente se imagina.
Europa abandonó el oscurantismo (augures, nicromantes, hechiceros) y el barbarismo (aborto e infanticidio, esclavismo, pedofilia…) e incluso el nombre precristiano y pasó a llamarse La Cristiandad. Un mundo que tomaba la Ley Divina como base de la ley positiva o humana con la cual organizar la sociedad, la política, la económica, la cultural. Los antiguos códigos legales romanos se adaptaron a la concepción cristiana del mundo, de la vida y del hombre. Por ejemplo, el Liber Iudiciorum o el Fuero Juzgo. Se recogió por primera vez cuestiones de las que se ha apropiado el masónico liberalismo quitándole la esencia religiosa que les dio base. Ahí tenemos el “habeas corpus”. Y es que el bautismo hacía a las personas iguales y libres (niño, adulto, hombre o mujer) que pasaban a ser sui iuris. Por eso la Iglesia insistía en el bautismo porque además de abrir la posibilidad del Cielo y se cumplía con el mandato de Cristo, hacía que la persona bautizada fuese inviolable, sujeto de derechos intrínsecos que nadie podía darle ni quitarle, capaz de poseer bienes estantes y movientes y traspasarlos en herencia. Aquí tiene su origen la costumbre popular y arraigada de hacer testamento. Además, ningún bautizado podía ser esclavo.
La servidumbre medieval no fue sustituto de la esclavitud. Fue la base de todo el sistema social, económico, político propio del hombre libre. Era un pacto que sólo se podía realizar entre hombres libres. Garantizaba los derechos y libertades de los campesinos, artesanos, comerciantes, etc. Fue la base del sistema vasallático. El hombre libre juraba -el juramento tenía un valor esencial, hoy eliminado- sustentando la fidelidad y lealtad entre hombres libres y era guía del intercambio de servicios económicos, personales o de cualquier otra índole. Y este pacto recorría toda la sociedad dando seguridad, protección y certeza de que en caso de incumplimiento, abuso o violación del juramento se podía obtener justicia ante los tribunales reales, nobiliarios o eclesiásticos dependiendo de la jurisdicción a la que perteneciese la persona o la población donde vivía o estaba catastrado, con su familia u hogar.
Enlazando con esto último, de entre todas las jurisdicciones la más apreciada era la eclesiástica, concretamente la inquisitorial, por varios motivos. Aquel que buscaba justicia -e incluso los delincuentes- prefería la jurisdicción inquisitorial porque se podía acudir con independencia de la jurisdicción a la que se perteneciese dado que la Inquisición estaba por encima de las demás jurisdicciones, incluyendo reinos (es evidente en los reinos hispanos). Era la jurisdicción más seria y efectiva, incorruptible. Las cárceles de la Inquisición tenían confesor, abogado defensor, médico y los presos eran alimentados y vestidos y tenían cubiertas sus otras necesidades. Y podían ser visitados por familiares y por su abogado defensor o disponer de papel (objeto de lujo) para escribir. Fue la Santa Inquisición -y no el liberalismo-la que puso en práctica el principio de “non bis in idem” es decir, “no dos veces por lo mismo”. O el principio “induvio pro reo” es decir de inocencia, dado que establecía la “dubia” ante un acusado la cual debía ser investigada es decir, se debía poner en marcha todo un proceso de “inquisitio” o investigación del cual se rechazaría o se demostrarían suficientes indicios de culpabilidad. Con ello empezaría el proceso judicial que acabaría en un auto o sentencia judicial. Pero es que resulta que la sentencia podía ser recurrida, el recurso de alzada. Las jurisdicciones nobiliarias y real acabarían introduciendo todas estas cuestiones en sus ordenamientos, siendo generalizadas desde la segunda mitad del siglo XV.
La Inquisición se encargaba de delitos de los que se apropió la revolución liberal al destruir “La Santa”: difamación, faltar al honor, injurias, insultos y palabras mal-sonantes, maltrato (infantil, a mujeres, trabajadores), hurtar el jornal debido y abusos al trabajador, la usura, la mentira en juicio, pederastia y pedofilia, violación, infidelidad, sodomía, solicitación y muchos otros delitos hoy tan comunes e incluso aceptados y promocionados por las satánicas instituciones liberales que organizan nuestro mundo occidental.
Y qué decir de los tributos y pechos medievales. Muy brevemente. Cada jurisdicción establecía tributos que debían ser justos y equitativos y, por supuesto, no usurarios. La Inquisición vigilaba muy de cerca (mediante los “familiares”) que no hubiese abusos. Por ejemplo, el diezmo. Los del común (artesanos, comerciantes, campesinos agropecuarios…) de cada estamento y grado, especialmente en la jurisdicción eclesiástica, pagaban el diezmo por el usufructo de las propiedades eclesiales (casas, talleres, molinos, bosques, tierras…) en que habitaban y trabajaban. Ese usufructo solía ser por tres vidas, pero en la práctica era vitalicio e incluso “ad aeternum” con lo que solían acabar en la transferencia de la propiedad de generación en generación. En multitud de casos acababan siendo propiedades amayorazgadas y finalmente convertidas en mayorazgos. Esto abría la puerta al acceso al reconocimiento de nobleza no titulada (hidalguía, caballeros, ciudadanos honrados) e incluso titulada. Además, las condiciones del contrato original no se podían variar, con lo cual los pagos se mantenían estables de generación en generación dando seguridad y estabilidad a las familias. Desde luego igualito, igualito a la actualidad liberal con hipotecas y alquileres abusivos, sistema tributario y financiero usurario y propiedad insegura por la “okupación” promovida por los poderes públicos.
Los concejos de los lugares, villas y ciudades -de cualquier jurisdicción- estaban obligadas a tener almacenes donde acumular grano para panificar, disponible para dar de comer a la población en caso de hambruna y períodos de escasez. La vigilancia sobre tales almacenes era férrea. Nadie podía disponer de dicho grano y la persecución y condena del infractor era muy severa en cualquier tribunal jurisdiccional. También resulta que los precios de los productos (especialmente los de primera necesidad) estaban controlados por cada gremio y había precios mínimos y máximos. Además, el sistema de propiedad comunal no sólo garantizaba la conservación de lugares (bosques, pastos, aguas) sino que las gentes tenían la posibilidad de superar épocas de hambrunas y el invierno (podían cazar, pescar y recoger madera para cocinar y superar los fríos invernales). Vamos igualito, igualito que hoy pasa en el sistema liberal con los alimentos, los combustibles y la energía, y quien no pueda abrigarse, calentarse o comer que se jod… claro, “no tendrás nada y serás feliz”. (continuará)
Autor
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Antonio Ramón Peña es católico y español. Además es doctor en Historia Moderna y Contemporánea y archivero. Colaborador en diversos medios de comunicación como Infocatolica, Infovaticana, Somatemps. Ha colaborado con la Real Academia de la Historia en el Diccionario Biográfico Español. A parte de sus artículos científicos y de opinión, algunos de sus libros publicados son De Roma a Gotia: los orígenes de España, De Austrias a Borbones, Japón a la luz de la evangelización. Actualmente trabaja como profesor de instituto.
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