24/11/2024 20:12
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Se trata de un recuerdo anterior a que la palabra pandemia irrumpiera en nuestra vida de forma definitiva. Comienza con un profundo silencio. Pasos extraviados. La lluvia arremetiendo contra las ventanas, contra la fachada. Luz oblicua, grisácea, penetrando el amarillo enfermizo de la iluminación artificial. Bisbiseos perdidos, risas tal vez, en otra sala no muy lejana. El crujir reposado de un garabateo proveniente de un guardia que, sentado en su taburete, escribe algo, un crucigrama quizás, imposible de saber. Estoy en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, sumido en un ambiente donde la muchedumbre camina entre pía —como un penitente en una Iglesia— y prepotente —como el comprador que consume indistintamente en un centro comercial—, y desconozco con exactitud cuánto tiempo llevo frente al cuadro. Quizás más del que debería dedicar y menos del que me gustaría reconocer. A la escucha de ese mundo circundante al que no siempre estamos despiertos. Solo, frente al cuadro. Sumidos ambos en un profundo silencio.

La pregunta me asalta después. He abandonado mi cuadro y, sencillamente, devaneo por el museo. Mi atención se fija sobre todo en otras naturalezas muertas, en buena medida porque mi ojo se ha acostumbrado a no ver más que naturalezas muertas. Pero se fija vagamente, ya que no quiero relativizar la mía, y por ello solo miro de refilón a las demás, que es la actitud normal en los enamorados. Si es que todavía existe eso del amor en alguna parte, de manera inconfundible, en alguien. Si es que existió. No está en el cuadro el motivo de mi sobresalto, sino en la placa colgada a un lado donde se indica el nombre del mismo. Corro a preguntar a la guardia de seguridad, quien me aclara que allí no hay error alguno. En inglés a las naturalezas muertas se las puede llamar still live, me explica. Hasta entonces yo solo las conocía como death natures, reconozco. Esa es la denominación francesa, me alumbra. Y yo me doy la vuelta cavilando sobre esas dos tipologías aparentemente intercambiables. La diferencia, sin embargo, es fundamental.

Llamar a algo death nature (naturaleza muerta) es aumentar el objetivo desde el que se examina el cuadro sobre la muerte intuida, normalmente representada a través de hojas muertas o frutas podridas; llamarlas still live (todavía vive o tiempo detenido) constituye focalizar, por contra, en el esplendor de las frutas exóticas o de las flores frescas, en la vida en marcha. Quizás en otro momento de mi devenir yo habría puesto mi atención más bien sobre esas flores muertas, en esa vanitas barroca que remite al final incuestionable de todo lo material. No así ahora: mi atención festeja, en su rapto, la orgía de colores desprendida a través de esas frutas y flores. Es un matiz filosófico. Y es, asimismo, el planteamiento a seguir del presente texto

Ante mi cuadro favorito, Vaso chino con flores, conchas e insectos de Balthasar van der Arst, me siento ante todo un Everest. Pero no dejo que la cima me intimide y trato de escalar paso a paso: depositando mi mirada en cada uno de sus elementos de manera indefinida y sin prisa alguna por pasar al siguiente. Como escribiera Zbigniew Herbert, “Profundizar en temas difíciles exige la paciencia de un alquimista”. Y qué duda cabe de que las naturalezas muertas son un tema tan fascinante como difícil; tan intransitado como trillado; tan desfasado como moderno; tan lleno de elementos como silencioso. Porque manejar los elementos que componen el mundo, que componen el arte, o que componen a otro ser humano abierto ante nosotros equivale siempre a manejar el material del que nosotros mismos estamos hechos.

Lo primero que tengo que declarar aquí es mi admiración por Balthasar van der Ast: uno de esos extraordinarios desconocidos del arte. He podido consultar otros cuadros suyos a través de Internet y en todos ellos hay algo que me gusta, si bien ninguno es la mitad que bueno de lo que es su obra maestra Vaso chino con flores, conchas e insectos. Bien es cierto que es el único que he podido ver personalmente. En todos sus cuadros se repiten varios elementos que, si se tratara de alguien menos correcto como es su personalidad de pintor podríamos decir tenebrosamente que son “obsesiones”: la porcelana china, las flores exóticas y las conchas e insectos. Más allá de las condiciones materiales de las que pudiera disponer el pintor para pintar, a mi estos elementos me llevan a pensar en alguien que quería contener todos los elementos de la vida en cada cuadro. Un amante de la vida. De su vida sabemos más bien poca cosa: vivió un tiempo en Utrecht y murió en Delft; tuvo dos hijas y su cuñado fue el pintor Bosschaert con quien comparte pared en el Thyssen, además de época, estilo, influencias e intereses. Algunos dicen que le copió y, si lo hizo, lo superó con creces jugando en el mismo terreno. La presencia de insectos en su obra pone en duda el que se les pueda llamar naturalezas muertas e incluso naturalezas inertes, como se les decía entonces. A mí eso me provoca admiración: alguien que dice “voy a pintar una naturaleza muerta pero rodeada de vida y de seres vivos”. Alguien que decide penetrar en el tipo de pintura que más éxito popular tiene en su época pero que decide saltarse todos los registros.

Lo imagino preparando el cuadro, seleccionando las flores, viajando por distintas localidades y paseándose lentamente por los mercados, mirando y escogiendo, regateando para bajar el precio, poblando su cabeza con las posibilidades del cuadro que más adelante pintaría su mano. Encorvado sobre libros de botánica, navegando entre nombres latinos y dibujos simples hechos a vuelapluma por especialistas, pensando en cómo será la flor de verdad y en cómo podrá hacerla justicia con su talento. Un hombre interesado por los insectos, juntándose con tipos extraños, hombres agrestes que quieren solo un poco de dinero para justificar una actividad tan delirante como la suya: salir al campo a cazar seres diminutos, en busca del más extraño, del más parecido a una criatura extraída de un bestiario medioeval. Paseando por el muelle, en la orilla arenosa, o incluso metido en el agua, extrayendo conchas del fondo, apartando la tierra de entre sus concavidades rugosas y descubriendo, como un arqueólogo armado con un pincel, la forma que se esconde debajo. Mirando la concha a contraluz como quien examina la autenticidad de un billete y arrojándola después al mar: “necesito otra cosa, vamos a buscar una concha más: seguro que la siguiente es la adecuada”. Un hombre hecho y derecho que, después, compartiendo unas cervezas con unos amigos en la taberna saca una pequeña bolsa repleta de conchas y se pone a debatir con ellos: a los hombres nos encanta perpetuar nuestros juegos infantiles con excusas aceptables para un mundo como el adulto donde, en realidad, juegos así resultan del todo inaceptables.

Todo son imaginaciones, especulaciones, propuestas que añaden devoción y que hacen pasar más tiempo junto al cuadro, como cuando se imagina que estará haciendo en ese momento la persona amada mientras pensamos en ella a kilómetros de distancia. Juegos, precisamente; juegos de la imaginación que reviven personas a partir de unos cuantos datos y las animan como a los muñecos de la infancia, haciéndolos perfectamente reales para nosotros. Perdonen si adopto mucho la primera persona en estas líneas, me cuesta evitarlo: tengo para mí que hay una inextricable y en parte secreta imbricación entre el género de la autobiografía y el género del ensayo. Y no deja de tener un sentido profundo la cuestión porque, ¿podemos fiarnos de un estudio muy pensado, detallado, bien asentado y extraordinariamente argumentado una vez que sabemos que su autor carece de experiencia práctica en la materia? La respuesta —la mía al menos— es que no, de la misma forma que una gran cantidad de experiencias en una materia no nos convierte en expertos de ella si no hemos reposado esas experiencias y reflexionado en torno a ellas —un poco lo mismo que ocurre en la vida—; diríamos, entonces que nada como el término medio, y aunque valoro mucho el estudio sobre la materia por parte del autor cuando leo sus conclusiones, no puedo respirar aliviado hasta que leo alguna confesión de corte autobiográfico —mejor si está presentada con algo de autoironía: ese saludo amable de la inteligencia en todo interlocutor— que de alguna forma baja a tierra el objeto de estudio y une la vida con la obra. Mis pensadores favoritos son aquellos que supieron conectar ambas cosas. No creo, como Steiner decía de Heidegger, que se pueda ser el mejor de los filósofos al tiempo que el peor de los hombres. Tampoco me quiero casar con nadie, pero a toda figura pública le pido un mínimo de «imitabilidad», sobre todo en el llamado ámbito de las Humanidades. De lo contrario, la queja hamletiana contra la futilidad de las palabras se hace real, y cancelando esa correspondencia entre lo que el autor dice y lo que hace —lo predicado y su ejemplo— queda cancelada y damos armas a quien hoy mira un libro y tristemente piensa: “palabrería”. ¿Cánones? Más bien manías. Bueno, como se decía en la película nadie es perfecto. Yo desde luego disto mucho de serlo.

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¿Qué más podemos decir de nuestro amigo Van der Ast? Me gustaría poder encontrar un retrato suyo, pero es imposible. Como escribe Muñoz Molina, “Cuanto menos datos tenemos sobre la vida de un artista parece que se nos vuelve más intensa la presencia de su obra”. Acostumbrados, como estamos, a conocer los rostros de las personas que admiramos en la actualidad —al punto de que si las encontramos por la calle podríamos saludarlas—, se me hace raro este abismo anacrónico. Igual que se me hace raro rastrear en Internet en busca de sus obras y encontrar tantos huecos y ausencias. Busco imágenes, trato de confirmar que sean suyas, las amplio y contemplo fijamente, procuro concentrarme en ellas, encuentro destellos maestros que me animan, paso tiempo mirándolos, me desilusiono: no parecen las obras de un maestro y no es lo mismo mirarlas a través de una pantalla que de tan cerca que podamos oler el barniz del marco. Mejor cierro el ordenador y me pongo a otra cosa. Balthasar van der Ast, eres inalcanzable para mí. Como un fantasma, como el extraño dueño de los objetos abandonados del cuadro de un coetáneo tuyo, siento que has abandonado tu obra maestra en un país extranjero y que ella no es suficiente para llegar hasta tí, que te escapas inalcanzable como un sueño temprano que nos parece de otro. Te abandono y abandono la idea de conocerte y me declaro adorador de la única pintura tuya que conozco. Espero que su verdadero rostro se me presente con más claridad que el tuyo. Los pintores sois hombres extraños. Los amantes de la pintura también lo somos.

El origen simbólico del bodegón va unido a su origen literario. En uno de los libros del Antiguo Testamento (Amós 8:1-2), Dios le muestra a Amós un “cesto de higos maduros” que viene a presagiar futuras calamidades para el pueblo de Israel. Es el principio de una tradición simbólica en el bodegón que se extendió de la literatura a la pintura y que se ha mantenido en ambos casos de forma ininterrumpida desde entonces hasta nuestros días, como bien se encarga de ejemplificar (abundantemente) Guy Davenport en su formidable Objetos sobre una mesa, y que John Berger amplía en un artículo comparando los bodegones con haikus japoneses. Este razonamiento abre una pregunta que podemos concretar en el caso que nos ocupa: ¿Qué buscaban los pintores de bodegones como Balthasar van der Ast, qué otra cosa sino la verdad, su verdad, la verdad de lo representado, la verdad del momento pintado? Hambrientos de verdad universal, pintando la realidad concreta la buscaban.

Veamos un posible simbolismo encontrable en Vaso chino con flores conchas e insectos de Balthasar van der Ast. A Aristóteles le preocupaba la causa primera de la que se derivara el movimiento de lo demás. No le contentaba la tesis de su maestro porque su aguda observación de los fenómenos naturales le decía que el mundo no se correspondía con otro mundo suprasensorial, que lo uno no tenía una correspondencia directa con lo otro. A él le parecía que toda manifestación era una conjunción de acto y potencia. Al precedente de este fenómeno lo llamó “causa motriz”. Así, un cuadro es un conjunto de pinceladas, dadas una tras otra. Distinguía cuatro tipos de causas: material (el pigmento con cuya mezcla se forma la pintura), formal (el dibujo, las formas, los colores, las correcciones), matriz (el pintor que avanza en su tarea) y final (el cuadro terminado y entregado a su comprador). Bien, el mismo filósofo, recogiendo toda la tradición de pensamiento anterior, reunió los clásicos cuatro elementos de agua, tierra, fuego y aire y les concedió unas características a cada uno. Según él, todo el mundo era explicable por la conjunción de esos elementos. Ellos eran la causa de todo lo acontecido y por acontecer en el mundo. En la Edad Media, todos los textos de Aristóteles extraviados en los siglos anteriores fueron traducidos y leídos, y gracias a ello pudo Tomás de Aquino hacer teología. En el Renacimiento esos mismos textos fueron ampliamente divulgados entre la pequeña porción lectora de la sociedad, un proceso que continuó varios siglos. La influencia de este autor es notable en escritores literarios barrocos como Shakespeare o como Calderón de la Barca, que En la vida es sueño escribe abundantemente de los cuatro elementos y del reino animal, al punto que en algunos de los fragmentos más extraordinarios, Segismundo compara su situación con distintos animales, invocando, en su comparación, “fuego, tierra, mar y viento”. Esto es en 1635.

Apenas unos años antes, van der Ast pinta su gran cuadro. En él, los cuatro elementos aparecen representados simbólicamente: salamandra (fuego), concha (agua), abeja y mariposa (aire, al tiempo que nacimiento-muerte), insecto y flor (tierra). Como hay cuatro causas y hay cuatro elementos; nosotros, sin embargo, tenemos cinco sentidos: tacto, vista, olfato, gusto. Tengo para mí que todos ellos quedan agasajados en la pintura de Van der Ast: cuanto más se mira más tangible se hace. Y eso no es todo. Igual que la fruta simboliza diferentes dilemas morales como el pecado (la manzana), la salvación (la pera) y la unión de pecado y salvación (la cebolla; onion=union), como demuestra Guy Davenport; igual, las flores encierran su propio significado individual: su selección no solo era estética sino también moral. La lila, sobresaliendo como punta de lanza del conjunto, representa la pureza, que bien nos podría hacer pensar en una deidad como la Virgen María que no era reconocida como tal dentro del mundo luterano y que en el mundo católico era cada vez más reivindicada desde el Concilio de Trento. ¿Sería Van der Ast un católico silente en tierra de paganos? ¿No podríamos establecer, aceptando la hipótesis, que ahí hay todo un análisis profundo para una época, como la nuestra, donde cualquier ansia trascendente es pagada con burlas, calumnias y hasta vituperios? Para el mundo moderno, esa teoría supondría una toma de conciencia.

El silencio de van der Ast, sería un silencio que nos habla, como el silencio de Dios. ¿Qué se nos dice de la vida de Cristo? Apenas nada: 3 décadas de vacío y unos pocos de actos en el drama, de una obra simbólica encarnada. La vida en silencio es tanto como la obra en silencio: un vivir más significativo y un obrar más significativo. Parafraseando a Juan de la Cruz, “una sola palabra dijo el Verbo, pero la dijo en silencio el Padre, y solo en silencio puede ser acogida”. La renuncia a la fe cristiana que habría supuesto para él vivir en un país luterano sería una renuncia aparente que le podría haber llevado a la reconciliación personal. Pero del silencio ya hemos hablado antes y ya hablaremos más adelante: dejémoslo aquí.

Aparte de una representación concreta poblada de imágenes simbólicas, Vaso chino con flores, conchas e insectos es, también, un objeto material. Todo bodegón es un objeto en sí mismo que, como cuadro —marco, pigmentos, tela— es materia. El enfrentamiento con la realidad, la lucha de la esperanza contra lo real, que acaba siempre en tragedia, en la postración ante la realidad, en la admiración del vencido por su vencedor, es también un componente de las Naturalezas muertas. ¿Qué papel juega el mundo exterior en un bodegón? Es decir, ¿que hay del resto del mundo no representado en el cuadro? Nosotros contemplamos sólo una parte infinitesimal, el bodegón. Nuestro mundo como espectadores solo está ahí. Pero sabemos que fuera de esa estancia el mundo continúa su marcha. Es solo que, como afirma Jiménez Lozano, “todo aquel ruido y esplendor no significan absolutamente nada” porque “en cuanto entramos en esta estancia y nos sentimos acompañados por las cosas, esto es lo que nos sucede”. Como ya había adelantado: “Y la estancia donde están esas cosas nos invita a entrar, y a quedarnos”.

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Cabe aventurar cómo sería esa lucha hoy, que ya no tenemos lugar para lo trascendente en nuestra concepción: ¿Cómo sería una Naturaleza Muerta del siglo XXI? ¿Aparecería un microondas, una turbomix, comida recalentada, un lavavajillas, un frigorífico, la vitrocerámica, envases al vacío… Todo ello en lugar de las cerámicas y vasijas de antaño? Creo que no. Cambiaría la forma, pero el fondo seguirían siendo unos objetos sencillos, pertenecientes a otro mundo, artesanales. De hecho, nuestro mundo sigue plagado de bodegones: en restaurantes, en salas de espera, en casas antiguas, en anticuarios… Da un poco de pena pensar que pasamos por la vida sin fijarnos en ellos, como si no estuvieran ahí. Y que cuando los veamos no sea más que para pensar de forma despectiva y utilitarista: “otra pintura insípida con la que rellenar unos centímetros de pared”. Pareciera que los bodegones, como los árboles, nos observen con una ironía serena, balbuciendo aquello tan antiguo pero igualmente cierto: “vanidad de vanidades”. Dado que seguramente ellos nos sobrevivan. Más allá de la boutade, produce tristeza constatar la desaparición de cierta perspectiva sobre el valor real de las cosas. El contacto directo con lo más simple, con la comida, que ahora nos viene cómodamente presentada en bandejas de plástico; no así antes, en el complicado trajín de la preparación. Aún nuestros abuelos pertenecen a ese mundo impregnado de realidad, en contacto continuado con ella. Nosotros, por el contrario, percibimos ese mundo como inalcanzable porque nuestra realidad está compuesta de millones de realidades dispersas, de usar y tirar, fabricadas para el olvido inmediato…

Los cuadros tienen una gran historia detrás de ellos: encargo, consecución de materiales, estudio y planteamiento, ejecución, correcciones, entrega, recepción, traslados, ventas… Y restauraciones. Porque como todo lo material, los cuadros están sometidos a una degradación continua. Es así empezando por el marco, siguiendo por los pigmentos y terminando por la tela: todo en él se descompone, exactamente igual que ocurre con nosotros. Solo pensarlo estrecha la garganta. Pero es la realidad: “La obra de arte es un objeto que, independientemente de como lo consuman las personas, vive en el tiempo como todo objeto físico”, escribía Umberto Eco. Si todo va según lo esperado, algún día el mundo mismo desaparecerá y, mucho antes de que eso ocurra, no quedará un cuadro de Vermeer, una sinfonía de Beethoven, un poema de Leopardi o una película de Scorsese sobre la faz de la tierra. Ni mucho menos un hombre vivo en condiciones de disfrutarlo. Eso no es lo aterrador, o no todo, pues lo más probable es que mucho antes de que el hombre haya desaparecido, lo habrán hecho el arte y la cultura. Es probable que ni siquiera interesen entonces ni el arte ni la cultura: conceptos vacíos entonces como hoy, pero que carecerán del significado dado con anterioridad para ellos del que disponemos actualmente. ¿Cómo se las arreglaran en un mundo así que parece sacado de una de tantas distopías pueriles como se ven hoy entre los superventas? De nuevo nos valemos de Eco: “…tenemos vestigios de una obra casi perdida pero no del todo. En ellos, pese a la acción del paso del tiempo o precisamente en virtud de la acción del tiempo, intentamos inferir —a partir de lo que nos queda— como pudo haber sido la obra. (…). Esa temporalidad de la obra en cuanto objeto físico probablemente tenga poco que ver con la relación-tiempo-arte”. Y tiene toda la razón. Solo que como él ya desarrolla el problema de la temporalidad en el arte, a nosotros nos interesa hablar de la temporalidad en el soporte físico del arte.

Se nos abre la posibilidad de cientos de preguntas sin respuesta, aquí. Especulaciones que, desarrolladas, conducen a la depresión o al nihilismo. Como todo lo demás en el universo conocido, estamos condenados a la destrucción. Pero, a diferencia de todo lo demás, nosotros somos los únicos conscientes de ese inevitable fin. Esa circunstancia es, según el pensador rumano Cioran, “un error trágico de la naturaleza”. Para mí no es más que la certeza de que no somos iguales al resto de la naturaleza y que, por lo tanto, no estamos condenados a la desaparición. Y ese aparente error de la naturaleza que nos condena a un sufrimiento implacable es, en realidad, una herramienta para entender el verdadero funcionamiento de la vida. A éste propósito, leemos en el Diccionario de las artes de Félix de Azúa lo siguiente: “El estupor que constituye la certeza de estar constituidos por un efímero equilibrio de Tiempo y Conciencia conduce a la inevitable verdad de que es el pensamiento lo que nos ha  introducido en la muerte. Siendo esto así, el pensamiento es la única herramienta capaz de sacarnos de la muerte”. Azúa es otro de tantos pensadores persuadidos por la depresión y el nihilismo. Su extrema lucidez le impide abrazar una verdad más simple: que la conciencia no es un castigo sino una bendición. Y que gracias a ella podemos superar nuestro miedo a la muerte como precipicio, al instante de aceptarla como umbral.

Consuelo de tontos, me dirá un racionalista con sus medidos cálculos de un mundo que camina a pasos agigantados hacia su fin. Yo, que aspiro a ser tan idiota como el bueno de Mishkin, prefiero escoger, como Aliosha al final de Los hermanos Karamazov, el camino de los niños y digo con él: “Resucitaremos sin falta, nos veremos sin falta y con gozo y alegría nos contaremos unos a otros todo lo que nos haya sucedido”. Mi aspiración es albergar un corazón sencillo. Hay quien pensará que es negar una realidad. Para mí es una esperanza. En cualquier caso, a todos nos gusta escucharlo alguna vez: no hay nada que temer, todo irá bien. ¿He cumplido, entonces, mi propia expectativa con esta paráfrasis de una reflexión ante el cuadro de Van der Ast? ¿Es esta una buena crítica? En absoluto lo es: de hecho, es su antítesis. El peor tipo de crítica imaginable: la especulativa que, con un dato de aquí y otro de acá traza una hipótesis indefendible ante un tribunal serio. Más que al de la crítica, lo anterior debería pertenecer al género de las confesiones, sin tampoco ser especialmente lúcido en este sentido, más allá del interés personal de uno.

¿Qué quería decir Balthasar van der Ast? Mejor expresado, ¿qué quería transmitir? A eso deberíamos remitirnos en una crítica y a descubrir esa verdad debería dirigirse un análisis riguroso de un cuadro, porque toda obra de arte es un ejercicio comunicativo donde lo que importa es que el receptor entienda la totalidad de lo que el emisor le ha dicho. El resto son películas sin interés. El mío es un fracaso crítico. He tratado de mirar atentamente el cuadro, de leer y pensar sobre él y en torno a él para, después, correr a olvidarlo todo y narrar esa experiencia silenciosa. Mejor callar, llegados a este punto. Como ya he dicho, se trata de un fracaso.

Autor

Guillermo Mas Arellano
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