04/07/2024 16:23
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Al amparo del Sistema, la política cultural de España durante la Transición democrática ha sido la política del mogollón. Si todo ha sido impostura en esta aciaga época, la cultura y su mundillo no podían librarse de la farsa. Ya desde antes de los 150 novelistas de la bodeguiya, amamantados por Carmen Romero, la ex de Felipe González, todo ha sonado a engañosamente solemne, es decir, a inverosímil. La grosería moral y la mala fe intelectual, de la mano del panfleto político y de las ceremoniosas y falsas glorificaciones, han originado una pléyade de creadores de personalidad líquida, de mafias intelectuales instaladas en los medios de comunicación, en las universidades y en las instituciones. Y todos ellos, por supuesto, al acecho de que caiga la breva, es decir, haciendo el egipcio las 24 horas del día.

Aquí, para vergüenza de todo espíritu libre, la cultura oficial se ha sustentado fatuamente en un grupo de autores, afines a una ética y una estética, que se definen menos como artistas que como campeones de una literatura o de un arte militante. Un grupo de genios colectivizados, de creadores claudicantes. Una mediocridad acumulada de moscas plumíferas que suponen un pecado contra la autenticidad, es decir, contra el buen gusto.

Por los foros de la supuesta intelectualidad, por los pases de modelo ilustrados, se han exhibido desde figuras de la nueva narrativa berciana o de la creatividad en bable, hasta arquetipos angloaburridos y maestros del lugar común, esos que sólo los sandios o los subsidiados citan extensamente. Aquí han proliferado los artistas y eruditos a la violeta y los poetas novísimos, posnovísimos, modernos, posmodernos, venecianos o directamente maricones, como dijo aquél. Aquí, además de repescar urgentemente en su día a ciertos oportunistas de la generación del 50 y de soportar a los endiosados e insufribles tiranuelos LGTBI, nos hemos vanagloriado de los 300 filósofos jóvenes que se reunían cada vez que había un congreso. Y ya se sabe que un país que tiene 300 filósofos es un país que no tiene ninguno.

De todo ello puede deducirse que la nefasta Transición democrática, al transformar la realidad en una mascarada, también ha sido la madre que parió a todos los chollos culturales centrales y autonómicos, impulsando la dolosa reproducción de artistas y escritores dotados de abyecta ambición y de ferocidad egocéntrica. Y así, con su barata indecencia, dotados de la suficiente habilidad para hacer carrera a la sombra de los poderes culturales o políticos, estos profundos filósofos de barrio, estos falsos intelectuales creadores de opinión y generadores de ideología, incapaces de añadir nada nuevo, si ello es racional y verídico, se han dedicado a cerrar el paso a la inteligencia independiente y auténtica, aceptando a cambio el privilegio de hozar en los comederos del reino, y defendiendo su forraje con perseverantes manifestaciones y activismos dignos de mejores causas.

Es lógico, pues, que la nueva concepción cultural impuesta por el Sistema y difundida por esta catequesis del pesebre, no pueda tolerar una obra artística o literaria impregnada de religiosidad o de recuerdos, experiencias y emociones reales, una obra individualista o profundamente ética, ajena o contraria a la teoría políticamente correcta, que se abandona a la fantasía y a los sueños tanto como cuestiona el discurso oficial y el pernicioso relativismo omnipresente. Una obra así no puede encajar en una generación enseñada a retirar su mirada de toda tradición y de toda problemática religiosa, de todo concepto épico-artístico de raigambre clasicista o humanista, dominado por la verosimilitud y el didactismo moralizante.

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Porque la cultura, hoy, no es un arte reflexivo y consciente, que aboga por la libertad imaginativa y por la acción virtuosa, sino un confesionario -o confusionario- donde se miran el ombligo un tropel de ambiciosos sin talento. La cultura, hoy, está dominada por un establo de parásitos aduladores y pedigüeños, de creadores progres y aburguesados que no pasan de ser sino una exhibición permanente de incurable ignorancia; por filósofos que se van a pensar sobre la esencia al bar de Pablo Iglesias, o similares, mientras, para colaborar con la corrupción del poder y mantener su propio momio, planifican y promocionan continuas actividades y orgullosos desfiles.

La gloria de estos pesebristas es una gloria proclamada a trompetazos mediáticos por el correspondiente círculo de amiguetes, tan subvencionados como ellos. Por los partidarios de las falsas ideas, de los falsos libros en los que se divaga sobre esa doctrina relativista mediante la cual los amos del Imperio Profundo están empeñados en transformar el universo. Por todos los adictos a esa amena irresponsabilidad buenista harto reputada por las plumas fáciles o asistidas. Y por todos los secuaces de la perversión idealista y sexual o de la corrupta y ubicua ideologización.

Debido a su inclinación venal, este comedero o cofradía de la intelectualidad resulta tan repulsivo que siente uno náuseas al informarse de sus obras o de los espectáculos pergeñados por sus caletres. De ahí que la gente de bien procure no saber nada de ellos. Se les ignora porque al desacreditar su mercancía se desprestigian ante la conciencia de todo espíritu libre. Así, en todo caso, éstos obran lo mismo que aquellos con la libertad y la verdad.

La batalla cultural, pues, es imprescindible. Lo es para derrotar a la ausencia de virilidad que emana de esta cultura dictada por el Sistema, de esta tiranía de los colorines que rebosa de un odio mezquino a todos los espíritus viriles, y que se compone de funcionarios subalternos y plumillas palaciegos que, autoproclamándose intelectuales, tienen como labor primordial la de desnaturalizar al ser humano y acabar con la libertad de opinión y de palabra.

Nuestro pesebre cultural está básicamente formado por tres especies lo bastante hábiles para sobrevivir en todas las atmósferas: los sectarios de izquierdas, siempre indignos en su actitud; los camaleones sin otra ideología que la parasitaria, lapas enganchadas a la roca de la subvención, y los ambiguos de la derecha y de la mafia rosa. Todos ellos vagan sutiles, curiosos, aburridos y fisgones por las estancias donde se distribuyen sinecuras, porque, mujeres como son en el fondo, con un rencor y una sensualidad muy de mujer, actúan como unos genios de la maledicencia; nadie como ellos es capaz de emponzoñar elogiando.

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Aborrecen a su patria y abominan de su historia porque son seres sin libertad ante todo lo que tiene fuerza. Furiosos con todo lo excelente y noble, son no obstante lo imprescindiblemente artistas y lo sobradamente semimujeres para sentir lo grande aun como poder; van por la vida retorciéndose constantemente, porque constantemente se sienten pisoteados. Como críticos, carecen de criterio y sustancia, y como historiadores, están huérfanos de filosofía, rigor y autenticidad. Salvo que se lo exijan sus amos, procuran no juzgar en los asuntos decisivos, amparándose en la careta de la objetividad; pero observan otra actitud ante todas las cosas decadentes y gastadas que, esas sí, suelen reivindicar ostentosamente, autoafirmándose a través de su índole amadamada y flébil.

En la España de hoy, plagada de cloacas y tenebrosidades, el submundo cultural, uno de los constitutivos nacionales, está enrocado en la corrupción más espantosa. Los homúnculos que por él deambulan tienen un ojo puesto en no perder el favor y caer en desgracia, y el otro en degradar a la patria. Lo hacen por codicia, por maldad y por vocación. Y, además, este panorama artístico-literario va acompañado de innumerables digresiones político sociales o político morales sobre la justicia, la familia, la paz o la guerra, la democracia o la educación de la infancia, de la juventud o incluso de la humanidad globalizada. Activistas de la polémica antirreligiosa, de la sexualidad desviada, del relativismo más ferozmente antihumanista, estamos obligados a acabar con su espíritu disoluto, de fronda y befa, con su talante exterminador.

Poner punto y final a la cultura contemporánea instalada por el Sistema es imperativo y urgente. Nos va en ello nuestra idiosincrasia.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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